Название | Los ojos de bambú |
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Автор произведения | Mercedes Valdivieso |
Жанр | Книги для детей: прочее |
Серия | |
Издательство | Книги для детей: прочее |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789563573220 |
Se inclinaba sobre ella y su rostro aparecía desnudo como si de él hubiera tirado una máscara. Clara pensó que volvía a verlo después de mucho tiempo, en la continuación de una escena olvidada años atrás, inconclusa. No se oía un ruido, un paso, una voz. Todo adquiría a esa hora un aspecto algo irreal. Observaba a Germán con una mano en la boca y un poco de miedo. ¿Qué podía decir? Ignoraba la pregunta y desconocía al amigo. Pero se recuperó pronto y entró en sí misma pálida y temblorosa, emergiendo a la realidad como a una superficie.
—Tienes razón, mañana iré al médico; tal vez ambos debiéramos ir al médico y pedir un tranquilizante que nos ayude a poner las emociones en su lugar.
También Germán recuperaba su rostro habitual. Quiso murmurar algo, pero se detuvo. Sin una palabra echó a andar mientras ella se quedaba frente a la puerta. Cuando lo vio llegar a la esquina, Clara entró en su departamento.
La luz en la mesa de dibujo marcaba un círculo blanco sobre el papel y, en un extremo, las dos tazas de café ponían una redonda nota negra. Miró con alivio el piso desnudo que hizo despojar de alfombras al día siguiente de su llegada. Un par de sillones de mimbre reemplazaban los pesados y uniformes sillones del hotel. Al mirarlos recordó las caras estupefactas de los empleados cuando ella ordenó retirar la mayor parte de los muebles sin importarle nada el vacío que dejaban en las tres habitaciones: dormitorio, taller y sala. Trataron de hacerla entrar en razón a través del intérprete, tan estupefacto como ellos:
—Son muy cómodos, completamente occidentales, diseñados para amigos extranjeros. No puede quedarse solo con algunas mesas y la cama.
Pero ella se quedó solo con algunas mesas y la cama. No fue capaz de soportar la uniformidad metida en su casa, como no fue capaz de soportar más de una semana el inmenso comedor de luces blancas pendientes del techo sobre las curiosas e insistentes miradas de los comensales. Trataba de esfumarse de alguna manera o de llegar a cenar lo más tarde posible, pero aquello fue superior a su voluntad y tuvo que renunciar al restaurante.
Días desconcertantes esos primeros días de su llegada, llenos de cortesía y generosidad por parte de la institución que la invitara, pero llenos también de una indefinible angustia que parecía brotar de los pasillos interminables, de la curiosidad ajena, del cemento gris, helado y repetido en los numerosos bloques cuyo conjunto componía el Hotel Internacional, construidos tras una inmensa área cerrada, lejana de la ciudad, abierta solo en dos extremos, y en cada uno, garitas con ojos y manos vigilantes sobre el permiso que autorizaba a los residentes la entrada o salida del hotel, pequeño pasaporte que le fuera entregado horas después de su llegada.
Germán no estaba en el aeropuerto de Pekín ese día de su llegada. Viajaba por China presidiendo una delegación sudamericana y debió esperarlo, esperarlo con la ansiedad de varios meses en que sus relaciones dependieron de cartas aéreas recibidas, en general, antes de las preguntas o con las respuestas atrasadas, sin posibilidades de diálogo. Las cartas de Germán hablaban un lenguaje nuevo, desconocido, excitante, redescubriendo el mundo. Javier siempre ocupado en su cátedra universitaria y los diversos trabajos derivados de aquella, encomendó más tarde a su mujer la tarea de contestarle, y Clara comenzó a hacerlo a medias, un poco aturdida ante ese derroche de energías. Las respuestas que llegaron principiaron, entonces, a girar en torno a una idea repetida en cada párrafo, sugerida primero y expresada luego entera: la posibilidad de contratar a Javier para un curso de Cultura Latinoamericana en la Universidad de Pekín y de una invitación a ella. La invitación y el contrato llegaron muy pronto, pero Javier debía esperar el término del año universitario en su patria —solo unos meses restaban—; entretanto Clara podría salir primero.
—Te hará bien…
Miró las tazas en la mesa de dibujo y pensó que aún permanecían en el baño el plato y el vaso de leche ya vacíos, usados para las comidas que le enviaban del restaurante.
Presionó el cordón de la luz sobre el lavabo y en el centro del espejo apareció su rostro. Al mirarlo recordó que el contacto con su imagen durante el último tiempo se limitaba solo a la buena distribución de los lápices y del lápiz labial. Deslizó el índice por la superficie lisa y fría, lentamente. “El mismo rostro de siempre, el que suele aparecer en los periódicos, el que saludan los amigos y que Javier ama. El mismo de siempre. ¿El mismo…?”.
En la superficie lisa y fría no tocaba las fisuras de su piel. “Serás siempre hermosa porque tu belleza no está sujeta a los años”. Germán asomaba en sus recuerdos.
Retiró la mano del espejo y apagó la luz sobre el lavabo. Olvidaba el vaso y el plato. Pasó enseguida al taller y estuvo largo rato inmóvil en medio del cuarto. Aquel encender y apagar su imagen en el cristal la había deprimido.
“No hay problemas que se solucionen con un viaje. Alguien decía que uno llega a otro sitio, abre la maleta y encuentra de nuevo su propia alma. Nadie lo sabe más que yo y, sin embargo, partí como antes. ¿Cuántos años hace del primero? Mi viaje de bodas y todos mis viajes después de viuda. Viajes de placer según las compañías de turismo y mis amigas, armada de cheques viajeros que me entregaba papá con esa generosidad que terminó al casarme otra vez. En este silencio parece absurdo que todo eso haya existido. Estoy sola. ¿Qué hago aquí…? ¿Quién es Germán…?”.
Por la ventana irrumpía la voz aguda de una mujer que gritaba desde la entrada al hotel, acompañada de voces más bajas en distintos tonos. Era bastante imprevisto, más aún a esa hora; escuchó un momento y luego el silencio se tragó el estrépito.
Experimentaba un extraño decaimiento, una curiosa sensación de absurdo que actuaba durante aquel tiempo en China como un nexo entre la realidad de hecho y lo que esperaba de ella. Tenía conciencia de la angustia producida por eso y se reprochaba no haber ido al médico en el instante mismo que la sintió de nuevo aparecer. Conocía los síntomas y la temía; apretaba ahora su garganta, manteniendo sus párpados abiertos por las noches. No la llamaría “angustia”, sino malestar, insomnio, al pedir un tranquilizante en la policlínica de enfrente; solo algunas pastillas bastaban para despertar con el día. La luz de la mañana fijaba el mundo sin claroscuros, sin misterios, sin temores. Bastaría con dormir largas horas como antes, un año atrás —después del accidente—, cuando el rostro ansioso y dolido de Javier y la risa alentadora de Germán eran los únicos intervalos recordados. Germán decidido y urgente interrumpía su reposo sin miramientos; siempre un proyecto de viaje, un artículo o una noticia.
—Me escriben de Río, no hay contestación tuya a la Bienal. Insisten, debes presentar tus cuadros. ¿No tienes? ¡Pinta, pinta, pinta…!
Durante la convalecencia abandonó un día la cama y fue al taller. Abrió la carpeta de cuero en donde metía los apuntes y estuvo mucho rato mirando la “Cabeza de Cristo” del Giotto, cuya reproducción tenía sujeta a la cubierta interior. Era una de sus pinturas amadas desde niña y la llevaba consigo como la afirmación del ser humano y del artista. Contemplarla le producía una fuerte impresión de compañía casi física. La encontró una tarde en la galería donde compraba sus libros, hojeando un cuadernillo de pinturas, y le causó, otra vez, la misma fascinación experimentada en su infancia. Los ojos de Cristo miraban al mundo con la húmeda expresión de la carne y en su expresión palpitaba el estremecimiento de la tragedia. En nada se asemejaba el ser humano del cuadro a las imágenes sagradas de la capilla del colegio con su Dios etéreo, abstracto, lejano, sumido en su gloria, transfigurado. Este era el individuo, el hombre, afirmando su personalidad, materializándose en solidez y extensión. Amaba la imagen porque estuvo unida a una importante época de su vida, el paso de la adolescencia a la juventud, de los anchos y tibios años pegados al regazo materno a la conciencia en sí misma y de la soledad. En la pintura del Giotto, el dolor, la ternura y la miseria aparecían magnificados, convertidos en esencia del hombre. Clara, que entonces comenzaba a pintar, colocó el Cristo frente a su mesa de dibujo como expresión y exigencia de su obra futura.
Fueron meses en que reemplazó a la pintura por el lecho. Se metía en ella como al sueño; pintó de todo, pasó de la abstracción a lo concreto sumergida en luces y sombras como en un delirio de aquel refugio