Название | RRetos HHumanos |
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Автор произведения | Rosa Allegue Murcia |
Жанр | Зарубежная деловая литература |
Серия | Directivos y líderes |
Издательство | Зарубежная деловая литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418811272 |
Estábamos ya levantados los dos y Gus estaba anudándose su voluminosa bufanda alrededor del cuello. Yo no la necesitaba gracias a mi gabardina con forro polar incorporado, uno de mis hallazgos estrella en Wallapop por precio y calidad. Me bastó proteger mi gaznate con un simple movimiento de cremallera. Gus no fue capaz de seguir hablando mientras iba incorporando capas de abrigo a su cuerpo, pero retomó la palabra cuando iniciamos el camino hacia la salida. En el local solo quedaba una pareja de tortolitos, sentada a una mesa central y ajena a la realidad que les exigiría en breve despertar de su arrebato romántico.
–Comprendí que frases como «el que quiera seguirme, niéguese a sí mismo», o esa impresionante de «el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado» eran un auténtico recetario de remedios inaceptables para la lógica de nuestro mundo.
– ¡Ya! Dicen que fue un revolucionario… –apunté tímidamente.
–Querido amigo, dime qué insurgente humano ha desarrollado en su arenga un método tan absurdo para captar seguidores. Cítame solo uno.
Ya estábamos en la calle, mi campana salvadora: no tendría que proporcionarle un nombre. La nevada arreciaba y toda la plaza se llenaba de reflejos mágicos y sonidos nuevos, al tiempo que se vaciaba de peatones. Había que acelerar la vuelta a casa. Gus tuvo tiempo aún de regalarme una última reflexión.
–Esa victoria es la que cierra el círculo. Pero no es mía: comprendí que solo una experiencia personal profunda facilitada por Él me permitiría compaginar la aparente contradicción de quererme como soy y como nadie, cuidar de mi cerebro y de mi cuerpo como dos grandes regalos, y hacerlo todo desde la perspectiva radical de esa nueva verdad que esperaba en la entrada de mi ser, con intención de invadir mi corazón y mi pensamiento. En esos dilemas estoy, y gracias a ello, «cuando nada es seguro, todo es posible», ¡fíjate!; hasta que este año de pandemia haya sido mi mejor año. O uno de los mejores.
–Me alegro. Me alegro mucho.
–¿Me ayudarás entonces? ¿Cuento contigo para no olvidar nada?
–Te llamo en unos días, Gus –sentencié, muerto de ganas de dirigirme al parking y reproducir a pleno volumen mi cinta favorita de música country.
Repetimos la danza ritual de saludos típicos de pandemia: un codo por aquí, una mano al corazón por allá, y nos acabamos despidiendo con un sencillo gesto de manos.
El garaje no quedaba muy lejos. Mientras intentaba pisar por los improvisados senderos que algunos viandantes habían fabricado en las aceras para evitar la ruina de mis zapatos de nobuk con suela de fino cuero, el vaho que se escapaba por los laterales de la mascarilla creaba una nube privada a mi alrededor.
En medio de ella, mi cabeza consideraba si el sábado proponer a mis amigos escritores el que mi relato recreara ese mejor año en la vida de Gus. La propuesta de mi amigo encajaba con el hilo temático que habíamos acordado.
–Acelera, majo, y vamos rápido al coche, que por primera vez en mucho tiempo «Filomena» va a hacer real una predicción –me sorprendí diciéndome mientras Madrid la iban tapizando desde el cielo y desde el suelo con copos de nieve y puñados de sal.
III. Retazos Humanos
«Más tonto que el tonto es
a quien el tonto hace tontear».
«Sonríe, sonríe y sonríe, una sonrisa nunca falla», me repetía sin cesar. Mi inseparable miedo a parecer distinto me recordaba que en esta vida la única salida es sonreír. Sonreír y luchar.
–Sácame bien guapo güey, que quiero sentir el orgullo de mi mamá cuando la feliciten sus vecinas en Monterrey.
Imagino la cara de mi mamá cuando nací. Seguro palideció, seguro lloró varios días, seguro pensó que era el castigo de dios por sus pecados: un hijo sin piernas en un país tan duro como México. ¡Qué cabrón ese dios y qué ingenua mi mamá! Si existiera ese dios habría escuchado los rezos de una pobre viuda y le habría dado un hijo completito. Si existiera ese dios le preguntaría donde se mete cuando se le necesita, si soy el plan que falló o solo un retazo de su creación. ¡Me vale madres ese dios!, ese dios no existe, pues en mi historia no hay retazos ni creación.
De mi infancia recuerdo el café con leche por la mañana al lado de mi mamá, las tardes de otoño jugando a las adivinanzas y hablando de la vida, los apapachos y los infinitos «te quiero», que en el regazo de una madre saben mejor. «Sonríe siempre mi Chuchito, una sonrisa nunca falla», me decía mientras acariciaba mi pelo y se dejaba ganar en nuestros juegos. A los catorce llegaron las hormonas y quise correr detrás de las chavas. Entonces descubrí que me faltaban las piernas y se vinieron a vivir conmigo la amargura y la rabia. Rabia y amargura, por no poder correr, por no poder saltar, por no poder ir a pistear con mis amigos en busca de la chava que me pudiera gustar. Las chavitas solo veían las piernas que me faltaban; tan solo me veían como el mejor amigo o el peor amor. En la adolescencia aprendí a fijarme en lo que me faltaba, a sentirme un retazo de la creación.
A mis veintidós, mi mamá lloró de orgullo en mi graduación de los estudios de Marketing Digital. Ya era todo un egresado, pero no me quitaba el amargo sabor de sentirme perdedor. Me acompañaba el dolor de ver que los amigos no me llamaban para ir de fiesta, o que las chicas solo veían en mí a un buen bato con un adorable corazón. Mi mamá insistía «Sonríe, sonríe y sonríe», pero yo me había cansado de sonreír, de ser el buen hijo, el perfecto pendejo. El pendejo que acompaña a la chava hasta la entrada de su casa, pero ella no le invita a pasar al interior. El pendejo al que llaman para ir al cine, pero no para ir de peda hasta cagar de risa en el amanecer. El pendejo al que nunca llaman para romper una norma, pues si hay problemas será un lastre o un soplón, que no sé qué es peor. Yo no quería quedarme en la entrada, ni ir al cine, ni ser el olvidado cuando se rompieran las normas. Tenía que demostrar que sabía ser el alma de la fiesta, que no era un coyón.
En Monterrey sabes dónde está la droga y la droga sabe dónde estás tú. Si de romper normas se trataba yo iba a demostrar que lo haría tan bien como el mejor. Conseguir mota sería sencillo y así mostraría que no me rajo. Robé tres mil pesos a mi mamá y me armé de valor. Sabía dónde comprar:
–Quiero tres mil pesos de mota.
–Anda de aquí jueputa, eres un niño, vete de aquí cabrón.
–No hay pedo con mi lana, dame la mota y me voy.
Desapareció aquel dealer sin decir nada, y a los cinco minutos volvió acompañado del jefe del cártel de Nuevo León. El jefe, el gran Jefe, el mero mero.
–Bueno, bueno, bueno, un bato en su sillita motorizada buscando mota, ¿Quién crees que eres Chucho?
–No quiero problemas, dame mi mota y me voy.
–No seas pendejo. Aquí nadie va a darte nada. Vuelve a cuidar a tu mamacita, que no hay mujer más santa en todo Nuevo León.
En México los narcos conocen a todo el mundo, por eso el mero mero sabía quién era yo y quién era mi mamá. Conocía su lucha por sacar adelante a un hijo que no puede escapar corriendo del peligro. Si hubiera tenido piernas me habrían pasado la droga y en unos meses la habría vendido yo. Luego, a traficar unos años para acabar en una zanja con un tiro en la nuca o en una cárcel mexicana, que no sé qué es peor. Desde entonces sé que mis piernas ausentes pueden llevarme a los mejores sitios o sacarme de la peor situación.
Sin saber bien cómo, aunque creo que fue el mero mero, mi mamá se enteró de aquella compra fallida y actuó con el coraje de las madres luchadoras. Habló con un padre salesiano que me había dado clase en bachillerato, quien me metió en un programa de empleo rumbo a España. Sin contemplaciones me subieron en el primer avión. Recuerdo el enfado con mi