Название | El hombre que no quería hacer el amor |
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Автор произведения | Carmen Resino |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418633027 |
Se sentaron frente por frente. Ana no había cambiado desde la última vez que la viera y desde luego no parecía una viuda inconsolable. Es más, le pareció más guapa, como si la viudez la hubiera hermoseado, y el ligero bronceado de las vacaciones le sentaba muy bien. ¿Sería verdad que Juancho estaba con otra cuando murió?
─¿Quieres tomar algo?
Dudó para luego pedir una cerveza. Tenía sed; esa sed anómala, casi insana que produce la descarga de adrenalina. Volvió a mirarla mientras ella se iba a la cocina. Seguía gustándole como siempre o incluso más. Buck se le acercó y le miró con sus ojos caídos, cansados, un poco legañosos; su enorme cabeza cerca de las piernas de José María, marcándole el sitio.
─Tranquilo ─dijo Ana mientras le servía─, no te hace nada. Es como una oveja.
No obstante, José María, le miraba de reojo y el perro también, como midiéndose.
La cerveza era rubia, de buena marca. No de las que él compraba. Siempre aprovechaba las ofertas: «tres por dos, lejía gratis con el detergente, una pastilla más..., un paquete de galletas con el chocolate, ocho yogures sabor a fruta en pack económico...». No; aquella casa no parecía de ofertas: todo aparentaba tener un sello, una marca, empezando por los cuadros de Juancho.
Gema, la hija de Ana, esa a la que él llamase un día por indicación de su madre, entró y le saludó con un par de besos. Era una casualidad que estuviera: viajaba mucho, era enóloga, tenía un novio inglés y siempre que podía se iba a Londres: «vive allá, más que aquí», dijo Ana. El novio de Gema era divorciado con dos hijos y eso también lo criticaba su madre: «un divorciado, como si no hubiera más hombres en el mundo». Encontró a Gema más delgada que la última vez, y muy pálida. Era evidente que no había ido al Caribe con su madre. Sin embargo, la mujer que estaba tras ella, observadora y sonriente, sí estaba bronceada:
─Ven, te voy a presentar: Marisa ─dijo Ana refiriéndose a la mujer silenciosa que aguardaba, y añadió un apellido que no se le quedó─. Aparte de buenísima amiga es también mi agente, mi secretaria, casi, casi, mi alter ego. La verdad es que no puedo hacer nada sin ella.
Marisa respondió al comentario con un gesto de complacida incredulidad:
─No le haga caso. Es una exagerada.
─¿Vas a negarlo?
─Al menos al cincuenta por ciento.
Sin saber muy bien por qué, José María se sintió molesto ante aquella mujer rubia, alta, de aspecto inteligente, más bien guapa y un tanto andrógina, que le miraba de frente, demasiado fijo quizás, mientras esbozaba una sonrisa de compromiso no demasiado abierta y estrechaba en apretón enérgico, la mano que él le tendía; una mano flácida, sudorosa. ¿Por qué tenía que tener Ana alter ego?... Porque eso había dicho: «alter ego». Y ante las presencias de Marisa y Gema que no esperaba, se sintió violento y hasta descubierto, como si entre las tres hubieran adivinado algo que él no quisiera mostrar. Bebió y la cerveza le supo amarga. No, no le había caído bien esa amiga, agente, secretaria o lo que fuera de Ana y él tampoco a ella. Era evidente: las simpatías o antipatías solían ser mutuas.
─¿Hacía mucho que no veías a Gema? ─preguntó Ana.
─Desde el verano pasado que fue a Gijón y pasó a ver a mi madre ─aclaró José María.
Gema corroboró con el gesto y con una frase amable. José María se acordaba de aquella visita, y de que aquel día la encontró muy guapa. A partir de entonces pensó en llamarla alguna vez: «llámame cualquier día y nos vemos», le había dicho Gema al despedirse y también, una tarde que coincidieron en Recoletos. Siempre decía eso: «¡llámame!», mientras agitaba la mano, tan efusiva, que pensó hacerlo. Luego se enteró de lo del novio inglés y desistió.
Comparó un instante a madre e hija: apenas se parecían. Gema era alta, esbelta, demasiado delgada, el pelo claro, dorado, enmarcando una piel muy blanca, casi transparente, al igual que los ojos; esos ojos de Juancho extrañamente nórdicos, ese parecido al padre: «esta hija mía es completamente de él». Porque Juancho era rubio como Rafaelito, ese angelote-traidor de su infancia, como ese otro compañero muerto en la flor de la edad, sin que se le diera oportunidad de vivir. Desde entonces lo rubio le parecía el sumo de lo bello, pero también de lo perverso. Ana, por el contrario, era menuda, el pelo castaño en el que brillaba alguna cana, la piel morena, mate, mediterránea. Se parecían madre e hija en la sonrisa abierta, franca, de labios más finos su madre. Resultaba en la comparación más guapa la hija, con la desenvoltura de los veintitantos años, su aire tan de hoy, tan natural aparentemente y, no obstante, tan sofisticada. Pero José María prefería a la madre, siempre la había preferido, aunque no fuera guapa ni joven. Tenía lo que los franceses llaman charme, ese algo indefinible del encanto, de la seguridad; esa seguridad que él tanto admiraba.
Se dio cuenta de que Marisa le observaba:
─¿Hace mucho que os conocéis? ─preguntó en un tono neutro, estudiadamente indiferente.
─¡Muchísimo! Su madre es paciente de mi padre desde hace un montón de años ─se adelantó Ana.
─¡Ah! ─exclamo Marisa por todo comentario.
Se hizo un silencio que a José María le resultó forzado e incómodo.
─Bueno, yo os dejo ─dijo a renglón seguido. Y como excusándose─: ya me iba...
─Quédate un poco más, ¿qué prisa tienes? Quédate a dormir y mañana nos vamos al campo con Buck ─insistió Ana.
─No. Tengo cosas que hacer.
Se despidió. Gema salió a acompañar a Marisa, y José María se sintió aliviado al liberarse de su presencia. Le molestaba que Marisa pudiera observarle y que luego, cuando estuviera a solas con Ana, hiciera algún comentario desagradable sobre él.
Quedaron nuevamente solos. Volvió el silencio embarazoso que Ana rompió:
─¿Y tú cómo estás?
─Bien, bien. Todo bien ─contestó él, evasivo.
─¿Qué haces? Me dijo tu madre que trabajabas en una compañía alemana.
─No, sueca ─dijo sin entrar en detalles. ¿Qué detalles podía contar si no era cierto?...
─¿Y tú?
─Estoy escribiendo una nueva novela.
─Es verdad, que escribías…
Estaba tan aturdido de que le hubiera preguntado por el trabajo y por haber tenido que mentir, que ya no se acordaba de que Ana escribía, y que pese al interés que todo lo de ella le inspiraba, no había leído nada suyo, y eso que su madre y él mismo guardaban algún libro dedicado: «A mi buena amiga… A José María, con mi afecto...», libros que nunca pasó de ojear. No le gustaba leer. No sabía nada de literatura. Se había quedado, como en otras muchas cosas, en su infancia: un poco de Dumas, Julio Verne y alguna cosa de ciencia ficción. Sus lecturas actuales se reducían a poco más que al periódico dominical. Para ficción, ya tenía bastante con la suya.
─¿Y de qué va? ─preguntó por decir algo.
─No le preguntes nunca eso a un escritor ─le reprendió Ana amablemente.
─¿Por qué?
─Dicen que trae mala suerte.
─¡No te lo creerás!
─No, pero por si acaso. Además, ni nosotros mismos sabemos a veces de qué va. Creemos saberlo cuando empezamos, pero a medida que la novela avanza, las cosas se van enredando, tomando cuerpo, y empieza a ser otra cosa distinta de la que pensamos en un principio. Se sabe cómo se empieza, pero nunca o casi nunca cómo se termina. Ahora, por ejemplo, estoy atascada: no sé qué voy a hacer ni cómo seguir.