¡Te amaba y me chingaste!. Nora de la Cruz

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Название ¡Te amaba y me chingaste!
Автор произведения Nora de la Cruz
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786073044608



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promesas, cuando uno se despide. No es parte del juego creerlas, pero, ¿qué sabía la inexperta Fosca, y quién se va a poner a pensar en eso, a las dos de la mañana, si la noche fue perfecta y todo parece verdad? Nadie es tan aguafiestas, ni siquiera una joven cínica, como Fosca María, maestra de música. Porque faltan pocas horas para volver a verlo —así lo ha prometido—. Y porque podrían ser muy felices. Seguro que podrían ser muy felices.

      ¡Momento! ¿Qué, no amaba el tierno Tito a Lucrecia sin esperanza y sin remedio?

      No, le juró a Fosca. No era cierto.

      En cuanto cruzó el umbral de su buhardilla, la mente de Fosca María se llenó de dudas: ¿había sido sincero Tito Lucio Cucufato o se estaría burlando de ella? ¿Tendría algún futuro un romance entre un señorito de buena familia y una muchacha de orilla? ¿Quién puso el bomp en el water–gong? ¿Quién puso el ring en el rame dame ring rang? Pero, a pesar de ello, repasaba los detalles de la velada con un regocijo semejante al de un niño que abre sus regalos de Navidad. Para Fosca las alegrías no eran frecuentes: aunque como joven pueblerina había asistido a tanta fiesta campesina como le fue posible, la ciudad había ido minando su entusiasmo poco a poco. Con el tiempo se había convertido en una muchacha silencio­sa, a la que sus vecinos calificaban como rara. Dormía hasta muy tarde, pues se la pasaba leyendo novelitas modernas, se ali­mentaba de frutos secos y raíces y casi no aceptaba compañía, salvo la de sus estudiantes de solfeo, su gato y un par de amigas aristócratas, a quienes había conocido gracias a sus empleos como institutriz en casas de la falsa sociedá.

      La buhardilla estaba en penumbra: se colaba por la ventana un poco de la luz del alumbrado público, tan lejana que no daba para iluminar todo el lugar. Fosca intentó avanzar hacia su cama: estaba cansada de los tacones, así que se los quitó con grandes gestos, extendiendo una pierna y luego la otra como las bailarinas de can–can. Los zapatitos volaron a través del cuarto miserable mientras la torpe muchacha reía, alegre y un tanto ebria. Pero, como en la vida, a veces la felicidad es seguida por un trágico golpe del destino: el pie desnudo se encontró violentamente con la pata de un viejo sillón. Fosca vio cómo la sangre de su meñiquito izquierdo quedó apachurrada y formó una moneda violeta bajo su piel, de la misma forma en que todas las malas palabras que cono­cía se habían apelmazado en su cogote, sin que pudiera gritarlas como se acostumbraba en su pueblo, pues era tarde y no quería problemas con los vecinos. En definitiva, la sensualidad no era lo suyo, ¿cómo podría haber ganado la atención de Tito, tan popular con las mujeres como todos los marimberos? Entre la oscuridad fue acercándose a la cama y preparándose para dormir, aunque no conseguía sacarse esa pregunta de la cabeza: tal vez todo había sido una treta para despertar los celos de Lucrecia, aunque no parecía haber surtido efecto, pues la aparición y posterior desaparición del joven músico en compañía de Fosca no había generado en la joven ninguna reacción (en honor a la verdad, Lucrecia no reaccionaba ante nada: parecía tener menos vida interior que un he­lecho artificial). Tal vez —pensaba Fosca mientras dejaba caer su vestido hasta los pies, para luego pasarle por encima—. tal vez la noble Condesita Fabia Lidia, conmo­vida por la soledad de la maestrita, le había pedido a su amigo que la invitara a salir para brindarle una sorpresa y una alegría. Eso podía ser, sí, pero, aunque en ello había gene­rosidad, no dejaba de ser humillante, pensó Fosca, tan distraída que no conseguía desabrochar su corsé, sujeto a todo lo largo con broches de los que las costureras de su pueblo llamaban macho y hembra. Cuando consiguió liberarse de la prenda sintió en la espalda un frío que viajó de inmediato a los senos, pequeños y redondos. Pero ni siquiera el frío y la turgencia que provocaba lograron sacarla de su mente, pues seguía preguntándose qué pretendía el vehemente marimbero, y si su pasión repentina era fingida o verdadera.

      Tal vez, se dijo al fin, tal vez sólo estaba borracho. Esta respuesta le parecía sensata y la contentaba, pues la alegría del beodo puede ser ficticia, pero no necesaria­mente falsa. La de ella había sido auténtica, claro, pero era hora de olvidarla. Había que dormir la borrachera y despertar a un día normal.

      Mientras la inexperta Fosca combatía sus dudas pertinaces, Tito Lucio profería desde el mullido asiento de su carruaje unos ronquidos tan potentes y agudos que competían con el ruido de las ruedas al atorarse en e­­llas una piedra o una corcholata de cerveza. Al llegar a su palacete de infanzón apenas podía tenerse en pie, pero con ayuda de Ovidio —su mozo, mensajero y chofer— consiguió llegar a su cuarto. Se arrojó sobre la cama sin quitarse siquiera los zapatos y durmió como si no debie­ra la luz.

      Al día siguiente, sin embargo, una vez que consiguió abrir los ojos –esto es, luego de quitarse las lagañas—, y después de atender los llamados de la naturaleza (que suelen intensificarse con la resaca), el tempestuoso Tito se entregó a la música: ejecutó en su marimba chiapane­ca varias piezas de Liszt, otras de Mahler y algunas de Emmanuel. No sabía si había algo distinto en el ambiente, o si era un efecto de los chila­quiles verdes que se había desayunado, pero se sentía poseído por una inspi­ración que lo sobrepasaba. La música fluía como si él mismo fuera el instrumento: Tito interpretaba con tanta gracia y habilidad como nunca se había conocido. Dos horas después, satisfecho y agotado, salió al balcón a fumar un cigarrillo. Cuando lo llevó a su boca para encenderlo reconoció entre sus dedos un aroma a la vez nostálgico y promisorio: el del jabón Zote rosita.

      Súbitamente brotaron de su memoria las imágenes de su paseo nocturno, como dos panes olorosos surgen de un tostador. Se sintió de pronto tan abrumado por la ausencia de la tierna Fosca que mandó al mozo a buscarla. Cuanto antes. De inmediato. Ya, ya, ya.

      Eran algo así como las cuatro de la tarde cuando el ca­rruaje azul —inconfundible— se detuvo ante la entrada del edificio donde se ubicaba la buhardilla. Fosca lo vio desde la ventana y bajó al encuentro del mensajero. Éste le extendió un sobre sepia, lacrado con el escudo de armas de los Cucu­fato en bermellón. La incauta muchacha lo abrió con premura y leyó:

      Dulce Fosca,

       en cuanto noté su ausencia me hizo mal. Me falta. La extraño. ¿Vamos a comer?

      En la expresión de la institutriz, que combinaba la risa y el llanto, se notaba que estaba al borde de perder la razón, o ya lo había hecho. En cuanto volvió en sí notó que Ovidio el mozo hacía una reverencia, con la mano extendida, por supuesto. Fosca la tomó entre las suyas —sudadas por la emoción— y le pidió que la esperara: se cambiaría e iría al encuentro del joven Tito, porque pa’ lue­go es tarde y a las cuatro en domingo ya hace hambre.

      Cuando se hubo puesto sus menos–peores jeans, abordó el coche. En él se respiraba el inconfundible aroma del marimbero: peste a alcohol y cigarrillo combinada con Vetiver de Guerlain (en imitación, pues era bien sabido que Tito era la oveja negra de la familia y había perdido algunos de sus privilegios). Fosca no podía disimular su emoción, aunque trataba de contenerse. Cuando finalmente estuvo frente al joven no supo qué decir, así que no dijo nada. Él simplemente la tomó de la mano y sonrió.

      —Gracias por aceptar mi invitación.

      —Ajá.

      El mozo esperó en el carruaje mientras ellos repli­caban su paseo de la noche anterior, de la mano, con idénticos besos y palabras melosas, haciendo las mismas promesas o mejores, demorándose esta vez en los detalles de la ciudad y del domingo, en la luz de la tarde entre los árboles y en los aromas de los algodones de azúcar que vendían en la plaza. Todo era perfecto, tanto que el corazón de Fosca se fue inflamando de alegría de tal modo que en algún punto se volvió doloroso estar tan feliz, como si toda la sangre de su cuerpo tuviera que ocuparse en ello.

      —¿Cómo estás? ¿Estás contenta?

      —Ajá.

      La pobre no podía articular palabra.

      —Ven. Te voy a llevar a mi lugar favorito.

      Tito tomó su mano con delicadeza y condujo los pasos de ambos con decisión, pero sin prisa. Pronto se vie­ron