El cielo de los animales. David James Poissant

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Название El cielo de los animales
Автор произведения David James Poissant
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789876286077



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y cuando esté de vuelta esta noche antes de las diez.

      –¿Otra vez turno noche? –pregunta Cam.

      Yo asiento.

      –Bueno –dice–. Vamos.

      * * *

      El año pasado tiré a mi hijo por la ventana del comedor. No recuerdo con exactitud cómo ocurrió. Recuerdo que entré en la habitación. Recuerdo que vi a Jack con la boca pegada a la boca del otro chico, recuerdo sus manos moviéndose rápido en la entrepierna del chico. Después me recuerdo parado, en el jardín, mirándolo desde arriba. Lynn salió corriendo de la casa a los gritos. Vio a Jack y me dio una cachetada. Me pegó puñetazos en los hombros y en el pecho. Arriba, desde el marco de la ventana, el otro chico nos miraba temblando, abrazándose con sus brazos flacos. Jack estaba tirado en el suelo. No se movía, excepto por el subibaja del pecho. El panel de la ventana se había roto impecablemente y no había rastros de sangre, sólo esquirlas de vidrio desparramadas sobre las flores, pero Jack tenía un brazo doblado debajo de la cabeza como si estuviera dormido y el codo fuera su almohada.

      –Llama al 911 –le gritó Lynn al chico.

      –No –dije. Yo no entendía nada de lo que estaba pasando, pero sabía que no podíamos pagar una ambulancia–. Yo lo llevo.

      –¡No! –gritó Lynn–. ¡Lo vas a matar!

      –No lo voy a matar –dije–. Ven aquí.

      Le hice un gesto al chico, que sacudió la cabeza y retrocedió.

      –Por favor –dije.

      El chico pasó, algo indeciso, por encima del borde filoso de la ventana. Plantó el pie en la cornisa de ladrillo de la pared del frente y saltó los pocos metros que lo separaban del suelo. Los vidrios rotos crujieron bajo sus zapatillas.

      –Agárralo de los tobillos –dije. Deslicé las manos bajo las axilas de Jack y entre los dos lo levantamos. Uno de sus brazos se arrastraba por el suelo cuando lo llevamos al auto. Lynn abrió la puerta trasera. Acostamos a Jack en el asiento y lo tapamos con una manta. Hicimos lo que había que hacer, lo que uno ve que hacen en la televisión.

      Algunos vecinos habían salido a mirar. Los ignoramos.

      –Necesito que me acompañes –le dije al chico–. Cuando terminemos te llevo a tu casa. El chico retorcía el dobladillo de la camisa con las dos manos. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

      –No voy a lastimarte, si es lo que estás pensando.

      Salimos rumbo al hospital. Lynn nos siguió en mi camioneta. El chico iba a mi lado en el asiento del acompañante, el cuerpo pegado a la puerta, aferrando el cinturón de seguridad con una mano a la altura de la cintura. Cada vez que pasábamos un bache se daba vuelta para mirar a Jack.

      –¿Cómo te llamas? –le pregunté.

      –Alan –dijo.

      –¿Cuántos años tienes, Alan?

      –Diecisiete.

      –Diecisiete. Diecisiete. ¿Y alguna vez estuviste con una mujer, Alan?

      Alan me miró; estaba más pálido que un muerto. Aferró con más fuerza todavía el cinturón de seguridad.

      –Es una pregunta simple, Alan. Te estoy preguntando: ¿estuviste con una mujer?

      –No –dijo Alan –. No, señor.

      –¿Entonces cómo sabes que eres gay?

      Jack se revolvió en el asiento de atrás. Gimió y se quedó callado. Alan lo miraba.

      –Mírame, Alan –dije–. Te hice una pregunta. Si nunca estuviste con una mujer, ¿entonces cómo sabes que eres gay?

      –No lo sé –dijo Alan.

      –¿Quieres decir que no sabes si eres gay o que no sabes cómo lo sabes?

      –No sé cómo lo sé –dijo Alan–. Pero lo sé.

      Pasamos por la panadería, el lavadero y el supermercado y llegamos a los límites de la ciudad. A lo lejos, la silueta del helicóptero en el techo del hospital. A nuestras espaldas, la persecución constante de la camioneta.

      –¿Y tus padres están enterados de esto? –le pregunté.

      –Sí –dijo Alan.

      –¿Y están de acuerdo?

      –En realidad, no.

      –No. Apuesto a que no, Alan. Te apuesto lo que quieras a que no están de acuerdo.

      Miré por el espejo retrovisor. Jack no había abierto los ojos, pero se había llevado una mano a la sien. La otra mano, la que correspondía al brazo roto, yacía a un costado de su cuerpo. Los dedos se movían, pero sin propósito; la mano se abría y se cerraba con movimientos espasmódicos.

      –Tengo una pregunta más para hacerte, Alan –dije.

      Alan parecía estar a punto de vomitar. Tenía los ojos clavados en el camino sinuoso que se abría delante de nosotros. Tenía miedo de mí. Miedo de mirar a Jack.

      –¿Qué derecho tienes a enseñarle a mi hijo a ser gay?

      –¡Yo no le enseñé! –dijo Alan–. Yo no soy.

      –¿No eres? ¿Entonces cómo lo llamas? ¿Cómo llamas a lo que estaban haciendo? Lo que hacían en el sofá.

      –Señor Lawson –dijo Alan, y el tono de su voz cambió. Y entonces sentí que estaba hablando con otro hombre–. Con el debido respeto, señor, permítame decirle que fue Jack el que me buscó.

      –Jack no es gay –dije.

      –Sí que es. Yo lo sé. Jack lo sabe. Su esposa lo sabe, señor Lawson. No entiendo cómo usted no lo sabe. No entiendo cómo no vio las señales.

      Traté de imaginar qué señales, pero no pude. No podía recordar nada que señalara que yo terminaría allí, llevando a mi propio hijo al hospital con un traumatismo de cráneo y un brazo roto. ¿Qué señal podría haber anticipado que, después de este día, después de pasar dos meses en un motel y otros dos meses en la cárcel, la que había sido mi esposa durante veinte años se divorciaría de mí porque, en sus propias palabras, yo estaba lleno de odio?

      Frené delante de la puerta de la guardia de emergencias y Alan me ayudó a sacar a Jack del auto. Una enfermera corrió a nuestro encuentro empujando una silla de ruedas. Sentamos a Jack en la silla y la enfermera se lo llevó rodando.

      Llevé el auto al estacionamiento y volví caminando a la entrada del hospital. Alan seguía parado en la vereda, en el mismo lugar donde yo lo había dejado.

      –¿Dónde está Lynn? –dije.

      –Adentro –dijo Alan–. Jack está despierto.

      –Bueno, voy a entrar. Te sugiero que te vayas.

      –Pero usted dijo que me llevaría a casa.

      –Lo lamento –dije–. Cambié de opinión.

      Alan se quedó mirándome, mudo, haciendo gestos con las manos en el aire.

      –Ah –dije–. Tengo una señal para ti.

      Levanté el pulgar por encima del hombro y lo sacudí hacia atrás varias veces mientras ingresaba al hospital.

      * * *

      Despierto. Al volante de mi camioneta, Cam conduce por caminos laterales llenos de baches enormes como cráteres.

      –Arriba, a brillar –dice–. Bienvenido a Lee.

      Es casi mediodía. El sol resplandece en lo alto y la cabina de la camioneta es un horno. Me limpio las lagañas de los ojos y la baba de las comisuras de la boca. Cam mira el camino con un ojo y con el otro estudia las direcciones que garabateó en tinta negra en la parte