Después de matar al oso pardo. Josemaría Camacho

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Название Después de matar al oso pardo
Автор произведения Josemaría Camacho
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786078646746



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acerca de una amputación. No, hay muchas consecuencias más. Antes de enlistarlas, sin embargo, sí debo decir algo del miembro ausente: no es curioso ni divertido. Lo he referido varias veces a mi médico —porque ahora tengo un médico que veo dos veces al año, si nada raro ocurre, sólo como profilaxis y monitoreo, algo parecido a la revisión automotriz obligatoria en modelos anteriores a 1990—. Sobre todo al principio. No siento como si aún conservara la pierna, sólo hay un dolor ahí, en el espacio vacío. No hay comezón ni cosquilleos ni el peso normal que tenía mi antepierna, no, sólo un dolor agudo y frío. Es normal: los nervios que llevaban el dolor hasta el cerebro siguen ahí, sólo que ahora se cortan antes. La electricidad sigue fluyendo por ellos. Pero en fin, no es ésa la única consecuencia. También está el problema de los músculos atrofiados: levantar el muslo es mucho más fácil ahora, ya no carga pierna y pie. Además, algunos músculos que cubren el fémur en su parte anterior y también en la posterior, que antes tenían la única función de jalar para doblar la rodilla, se encuentran ahora desempleados. Hay calambres y contracciones continuas que son muy difíciles de controlar. El muslo se hace delgadísimo y la articulación de la rodilla se atrofia en apenas unos meses, convirtiéndose en una extensión calcificada del fémur, completamente inútil. Otro problema es el control de la textura de la sangre: nosotros, los mutilados, estamos más expuestos a la formación de trombos, así que hay que mantener la sangre delgada a toda costa. Medicamentos, dieta rica en verduras, poca grasa animal y saturada, mucho jitomate y mucho plátano. El cuerpo es una persona diferente a uno, sigue sus propias reglas. Pero, como uno, tiene también que acostumbrarse a funcionar incompleto. Todo, el corazón y su sistema circulatorio, la cantidad de oxígeno que inyecta a la sangre y distribuye con cada bombeo y con cada respiración, la cantidad de toxinas que se quedan en los distintos filtros de todo el cuerpo, etcétera, está adaptado para funcionar con determinada forma. Cambiar esa forma, más allá de la pérdida irreparable de esa estética simetría que se busca desde el Renacimiento o desde Policleto, significa obligar al cuerpo a adaptarse a otros procesos, más cortos, más leves o más fuertes y potentes, según el caso.

      Todo esto dijo o intentó decir —o imaginé a partir de lo que dijo— el doctor, sentado como un visitante compungido junto a mi cama. Algunas cosas las pesqué al vuelo, otras las reflexioné más tarde, cuando tuve que vivirlas. Una vez más, a toro pasado, a pierna mutilada, puedo decir que el cambio más fuerte lo descubrí en la regadera, desde la primera vez que me bañé y hasta la última, meses y meses después, es decir hoy por la mañana. Lavar el final de la pierna es muy raro. Se tallan zonas que no existen pero con puntos de sensibilidad extrema como un glande; y otras zonas muertas, desiertos de nervios erosionados y desaparecidos como un talón.

      Hasta aquí hablaré de la recepción de la noticia de que mi cuerpo había quedado incompleto. Reitero que no fue tan grave, pero reitero también que hay que ser imbécil para considerarse afortunado por haber estado en un avionazo y haber perdido una pierna.

      TRES

      —Antes de que se descubriera Australia se pensaba que todos los cisnes eran blancos. Luego vieron que allá había especímenes negros… que había muchos especímenes negros y ¿sabes lo que hicieron?

      —No —le contesté con interés auténtico.

      —Prefirieron decir que esas aves negras eran una especie diferente antes que aceptar que había cisnes negros —dijo mientras se servía café en un vaso de unicel.

      —¿Eso crees que pasa aquí? ¿Que la gente inventa una nueva realidad en lugar de aceptar la que le toca?

      —Más o menos —me dijo, ahora mirándome a los ojos—, la gente inventa destinos divinos, vocaciones, crónicas heroicas… mundos paralelos en los que ellos son el centro y única entidad. Pero lo que crean o dejen de creer en realidad no cambia en nada lo que ha sucedido.

      Era ya la cuarta sesión del grupo y fue la primera a la que me animé a ir. Había pasado un mes desde el accidente y había tenido que aprender a valerme por mi cuenta ahora que mi cuerpo estaba incompleto. De hecho, había aprendido ya a desterrar ese término, a verlo así y concebirlo como un cuerpo completo, porque lo inacabado se dice con referencia del todo y, en el caso particular de mi cuerpo, el todo ya no volvería a ser como antes, sino que había comenzado un período diferente, otra manera de ser uno, así, con una sola extremidad inferior.

      El lugar de reunión era una de las recámaras del sótano del Sanatorio San José, que está muy al principio de la avenida Gabriel Mancera, cerca del cruce con Miguel Laurent. Entrar al sitio era una especie de curso propedéutico fugaz porque, después de anotarse en una libreta de la recepción, había que bajar una escalera que tenía el foco del rellano fundido, adentrarse en una breve pero densa oscuridad de sótano y salir a un pasillo blanco bien iluminado con un letrero que indicaba hacia dónde había que ir para llegar a los salones de conferencias y hacia dónde para llegar a la morgue. No era necesario un aire acondicionado ni un calentador pero había una corriente ligera y fría que cualquiera podía suponer que viajaba desde los refrigeradores que mantienen a los cadáveres en situación —podríamos calificarla así, con muy mal gusto— de comestible. El tercer salón estaba dispuesto con una silla al centro y dos semicírculos de diez sillas más en torno a ésa. Los otros dos estaban cerrados y con la luz apagada. Apenas en el umbral una luz de tubo de halógeno parpadeaba intensificando la espesura del ambiente. Olía a café y a medicinas en proporciones semejantes, de forma que no se le olvidara a ninguno que estaba en un hospital, aunque las paredes del salón tuvieran tapices y, contra toda la lógica de un lugar pretendidamente aséptico, desinfectado y casi pasteurizado, una alfombra vieja cubriera todo el piso. El forrado entero del salón provocaba el efecto de silencio absurdo, sin ecos y en el que uno teme que los crujidos estomacales se escuchen hasta el otro extremo del lugar.

      Según me contaron más tarde, la primera sesión había sido presidida y organizada por un psicólogo que trabajaba para Bravo Airlines. Nos citó —aunque yo no acudí—, hizo que cada uno se presentara y luego tomó la palabra. Habló de manera prolongada sobre casos colectivos de traumas psicológicos (término que literalmente significa golpes al alma) que había tratado con el mismo método y de los grandes resultados que había obtenido. También les hizo ver a quienes seguían muy afectados con el trance que sus reacciones eran normales; y a quienes no mostraban muchos síntomas de aturdimiento mental, se encargó de advertirles que no cantaran victoria. En otras palabras, se aseguró de que toda la concurrencia estuviera convencida de la necesidad de esas reuniones para corregir o, en su caso, evitar problemas psicológicos, sociológicos, espirituales y morales que con toda probabilidad llegarían después. Desparramó miedo. Les dijo también que a partir de la segunda sesión (eran tres por semana), ya no acudiría él, que la dinámica tendría que ser de participación equitativa. Los instó a que compartieran su experiencia del accidente dejando salir lágrimas y sentimientos que de otra manera permanecerían encerrados en el tórax o no sé en qué otro lugar y terminarían por infligir daños irreversibles a la personalidad.

      Para esa noche, la de la cuarta sesión, los concurrentes habían vaciado casi por completo sus cámaras lagrimales y habían logrado ya un estatus de grupo. Yo era nuevo, traía muletas y, por consiguiente, todos los ojos se fijaron en mí en el momento en que entré, por más que intentara pasar inadvertido refugiándome de inmediato en la mesa del café, cerca de la puerta, y tratando de no hacer mucho ruido. La mujer que había visto en el avión, con la que —según yo— había cruzado una mirada significativa y digna de un epitafio muy poético, se puso a hablarme repentinamente sobre cisnes negros. No parecía haberme reconocido, sin embargo.

      Esa mujer se llamaba María Lombardi. Era una reputada física nuclear que trabajaba en la planta de Laguna Verde como asesora de fusión. Era de Coatzacoalcos, descendiente de esas comunidades italianas que se establecieron en Veracruz durante la Segunda Guerra Mundial. Parecía no tener demasiados ánimos de socializar y estar incómoda en ese lugar. Después me diría que su empresa, paraestatal, la había obligado a quedarse en la capital para asistir a esas reuniones cuanto tiempo fuera necesario o recomendado por el psicólogo de la aerolínea. Permanecía de pie, cerca del café, y al parecer sólo hablaba con la gente que se acercaba a llenar el vaso de unicel.

      —¿Qué tal