Название | El arte de mentir |
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Автор произведения | Eucario Ruvalcaba |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786078764259 |
El hombre imaginario es el otro yo del hombre con imaginación. Cada hombre conferido de imaginación, lleva consigo su hombre imaginario. A todos lados. Y lo contempla desde que se mira al espejo por las mañanas. Le abre su corazón a ese hombre imaginario. Suele charlar con él en las horas más impensadas. En las juntas con el jefe. En el momento en que escucha las diatribas de su mujer. En el largo camino a casa. De ese yo imaginario no espera más que la verdad. Por eso hay el que acude a él tan de vez en cuando. Porque la verdad de uno mismo es la más rotunda y despiadada. Y no siempre se está de humor para escucharla. Aunque no falta el que se ríe de sí mismo con su hombre imaginario. Sólo el de alma grande lo hace.
EL ARTE DE SER PERRO
A la memoria de Lula
Al contrario que los perros, los hombres estamos educados para el ejercicio de la traición y la ingratitud. Para brincar a la yugular a la menor oportunidad, o volver la cabeza cuando el amigo nos necesita. Para escoger el camino más fácil entre la solidaridad y la indiferencia no nos quebramos la cabeza. Estamos formados para dar media vuelta cuando las cosas se complican.
Amamos a los perros porque se dejan acariciar. Todo el tiempo, en cualquier circunstancia. Ante quien sea. Delante de quien se trate, no importa en dónde se esté. El perro colabora en esa caricia. Sabe que en el fondo toda caricia es una suerte de complicidad. Esa caricia no acontece impunemente.
Dice Borges. El hombre que acaricia a un animal dormido –por animal dormido yo asumiría que se trata de un perro– está salvando al mundo.
Amamos a los perros porque son tiernos. Pocos ojos tan expresivos como los de un can. Más allá de la obtusa discusión respecto de si los perros tienen o no alma, los ojos de un canino cuando nos miran delatan la quietud del lago que yace en la más honda profundidad de ese ser.
Amamos a los perros porque descubrimos en ellos aquello de lo que nosotros carecemos: la paciencia.
Hoy día, el adiestramiento de la paciencia ha pasado a mejor vida. Todo mundo tiene prisa. Todo mundo anda a la carrera, sin tiempo para escuchar una confesión. Sin un par de segundos para ponerlos a disposición del interlocutor. La paciencia exige humildad para escuchar sin juzgar. Para no tomar partido.
Quien habla con un perro es hombre sabio. Puede detenerse a hablar por horas con él. Durante una caminata o en la soledad de su casa. Cuando nadie atisbe. Sentirá un bálsamo al instante. Como un alivio que cayera del cielo.
Amamos a los perros porque ellos nos aman sin escollos de clase, condición sine qua non para amar a una persona desde la óptica clasemediera de nuestro tiempo. Quién no lo sabe, los perros brindan amor sin prejuicios de clase. Nada importa nuestro aspecto. Si usamos ropa de marca o garras. Menos la elegancia les dice cosas. Los impele o los detiene. Carecen de prejuicios a favor o en contra. Y ni el estado de embriaguez flagrante, o de adicción consumada, provocan un centímetro de alejamiento.
El hombre que ama los perros posee una exigencia difícil de complacer. Pero que él la vuelca hacia el exterior. Es la sed de compartir las beatitudes de la vida. Un hombre que ama los perros da mucho porque exige mucho. Da silencio y paz. Porque es lo que espera de los demás. Es lo que le da el perro sin poner condiciones.
El hombre que ama los perros camina con la frente en alto. Sabe que su perro no le guarda rencor, le haya hecho lo que le haya hecho; pues cuántas veces la frustración, la desesperanza, el desconsuelo, generan violencia, malos tratos, inequidad. Que ese perro tiene la capacidad de perdón que un hombre –que él mismo– no tendría jamás.
El hombre ha devuelto ese amor de muchas formas. La primera y la más importante, amando a su perro. Adecuando su vida a la de él. Pero ha habido más.
La literatura es copartícipe en el amor al perro. Desde épocas remotas, la literatura ha elevado el arte de ser perro. De Homero a Paul Auster, de Dostoievski a Jack London, escasísimos escritores han resistido la tentación de acariciar a un perro a través de su palabra. De hecho, ha sido aún más ponderado que la mujer misma. Porque no tiene defectos.
SOLEDAD EN PEQUEÑAS DOSIS
Sólo bajo el manto de la soledad, un hombre conoce sus posibilidades –y limitaciones.
La soledad impele.
La soledad ubica a un hombre en su verdadera dimensión. Lo hace sentirse grande, cuando de verdad lo es; e increíblemente débil, igualmente cuando lo es. Esto es, la soledad le devuelve a ese hombre su rostro sin careta alguna.
Las mujeres resisten la soledad con mucha mayor entereza que los varones. Porque están preparadas emocionalmente para hacer frente al mundo desde el púlpito del aislamiento. Toda la vida lo han padecido, sin chistar.
Los hombres huyen de la soledad, como si fuera una peste. Se miran a sí mismos desvalidos, arruinados. A las primeras horas que pasan en soledad, la angustia los carcome. No están educados a vivirla. Carecen de respuestas. Preguntarse qué harán los próximos minutos quiebra su estructura. Es una pregunta que les llueve desde un cielo negro y hostil. Una pregunta maldita, que se repite ad infinitum, cada vez que esos cinco minutos transcurren. Rebasa su capacidad de sobrevivencia.
Precisamente porque la soledad empuja al individuo hacia el descubrimiento de sí mismo. A hurgar en su interioridad. Ningún otro vector tan impío. La soledad atraviesa el entendimiento de un hombre hasta pulverizarlo.
La soledad es un estado de gracia. Bajo el imperio de la soledad, las ideas bullen y se enciman entre sí. Porque la soledad extrae lo mejor de un hombre, que es su razonamiento.
Con la soledad como única acompañante, un hombre piensa. Da cuenta de lo que ha sido su existencia. Pone en una balanza los principales acontecimientos que, buenos o malos, para bien o para mal, le ha tocado vivir. Y la soledad –siempre y cuando se trate de un hombre honesto consigo mismo, que es lo más difícil de alcanzar– no le permite esquivar respuestas. No sólo es inclemente; también es implacable.
El hombre habla consigo mismo a través de la soledad.
Cada mañana que ese hombre se mira al espejo, a quien está mirando es a su soledad. Que lo devasta. Lo hace trizas. No son más que unos cuantos minutos. Acaso segundos. Sesenta segundos. En los que ese hombre se formula preguntas esenciales. Cuya respuesta ninguno otro sabría. Es la sabiduría que la soledad proporciona, aun más que la más confiable terapia O el más elevado sacramento de confesión.
La soledad se concentra en un solo punto. Se desparrama de un extremo a otro de aquella obstinación y termina anclándose en un punto nodal. Si un hombre ha llegado hasta este sitio, el camino a la muerte le será menos arduo.
Beethoven vivió siempre en la soledad. Lo acompañan en ese estado de beatitud, Brahms y Chaikovski.
También se llega a la santidad por la práctica constante de la soledad. Porque la soledad desgaja. Obliga al protagonista a despellejarse. Finalmente, la soledad es insobornable –de lo poco insobornable que queda. Devuelve la peor cara: la de quien se sabe descubierto. Avistado desde un ángulo que no tenía contemplado: su propio yo. Que es el más atroz de sus yoes.
Lo mejor de la educación es que se practique la soledad como método de aprendizaje. Vivir la soledad es como sumergirse en un estanque de agua helada. Que todos los nervios se excitan, hasta que la templanza termina por imponerse.
Soledad: sol al que se llega por la edad.
Cuando un niño advierte el desamor que se ejerce en su persona, está atisbando el corazón mismo de la soledad. Porque las mejores prendas de la soledad son el autodesprecio,