Название | El encanto podrido de Bogotá |
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Автор произведения | Fabián Martínez |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789585188037 |
Terminé en el Bronx, en la L; dígale como quiera, ñero. Es la misma mierda. De allá casi no me acuerdo de nada. Pasaban unas cosas horribles, pero a nadie le importaba; lo único que valía era seguir consumiendo, como fuera, sin mente. Los sayayines, los guardias de seguridad de allá, tenían todo ese mierdero bajo una disciplina brava. El que la cagaba, por ejemplo, si se ponía a robar a los clientes, se lo echaban a los perros que tenían enjaulados en las casas. Sin posibilidad de nada. Más de uno terminó despedazado por esos perros grandes y hambrientos.
Yo por ese entonces andaba en la mala. buscando a la huesuda para que me llevara. Solo, por las calles de esta ciudad sin alma. Una noche –me acuerdo–, después de salir del Bronx, me encontré con una amistad: el Negro. Nos pillamos por la carrera 10 con 10. Candela pura. Nos sentamos a fumar bazuco en el andén. Recuerdo que una buseta se parqueó al frente, y vi a un man, que era como un japonés o un chino, mirándonos azaradísimo por la ventana. No me puedo olvidar de esa mirada tan tétrica. Estaba paniqueado ese loco; en sus ojos se veía que acababa de conocer al demonio, ñero.
El hecho es que la buseta se fue, perrito, y aparecieron de la nada dos manes con un bate con el que nos levantaron durísimo. A mí me partieron la mano, y al Negro, la cabeza. Nos fuimos para el hospital y no nos atendieron, dizque nosotros no éramos gente, que éramos desechos; ¿qué tal esos hijueputas? Yo me abrí de ahí, pero el Negro se quedó. Luego me enteré de que había muerto; la herida de la cabeza era muy áspera, y esas gonorreas lo dejaron morir.
Yo anduve las calles con esa mano rota por varios meses. Después, los huesos se pegaron como pudieron y la mano me quedó toda torcida, ñero. Vea: ¿sí pilla cómo me quedó este dedo? Ahí fue que empecé a torear los carros, y la puta madre que me quería morir. ¿Es que con qué moral iba a seguir uno? Y después fue que llegó esa noche, en que, como un ángel venido del cielo, apareció Maxi, y yo volví a creer en algo.
Con el Maxi subimos a la Circunvalar para ver el atardecer cuando no está lloviendo. Nos gusta parchar en el Parque Nacional porque bien arriba, antes de que el agua se ensucie, hay un montón de quebraditas donde es bien firme bañarse. Lo malo es que a veces uno se topa con severas garbimbas que tienen el diablo adentro, y con esos pirobos cualquier cosa puede pasar. Y yo por mis peluditos, póngale la firma, me hago matar.
El video es que estábamos con Maxi mirando los colores del cielo cuando oímos un chillido de perro. Volteé a mirar y vi cómo un Mercedes rojo, un Mercho bien elegante, arrancaba a toda mierda. De la ventana habían tirado a un perrito las gonorreas esas. Así fue como llegó Rastica a nuestras vidas. No era un cachorro; ya tenía sus años. Todo gordito y pequeñito. Siempre sonriendo, pese a que lo abandonaron sin asco esos hijueputas.
Si Maxi me devolvió el amor, Rastica me enseñó que, pase lo que pase, hay que seguir viviendo y con la mejor de las actitudes, ñero. Ese perrito tiene una fortaleza más grande que el cerro de Monserrate, papá. Eso sí, traga como un cerdo esta gonorreíta, y lo vuelven loco los huesos y los cueros de pollo, que todos repelamos –los dos perritos, la gatica y yo– cuando esculcamos las basuras cerca de los asaderos, que aquí en Bogotá los hay por toda la ciudad. Una vez encontramos dos pollos asados completos. Tremenda fiesta la que armamos en el cambuche, ñero.
En las noches más frías, cuando llueve y hace un helaje que espanta hasta los fantasmas que abundan en Bogotá, yo armo un cambuche bien fino contra un muro. Con unos plásticos bien resistentes, pongo techo y paredes. Y le arrimo espumas, cobijas, almohadas, colchonetas, todo el arsenal. Porque, eso sí, en esta ciudad hay que andar montado contra el frío. Ahí nos atrincheramos con el Maxi, el Rastica y la Guaricha. A mí me encanta verlos dormir tranquilos. Es muy bonito ver cómo descansan como si estuvieran en tremendo palacio. Ellos me enseñan que a pesar de que esta ciudad es cruel tiene su encanto. Un encanto podrido, pero, al fin y al cabo, encanto, ñero. Estos peluditos me enseñan a ver todos los días el encanto podrido de Bogotá.
Desaparición del universo
Para María Alexandra Cabrera
Amo ir a exposiciones contigo. Amo cómo nos perdemos entre las galerías, moviéndonos de manera anárquica, rompiendo con la organización y el efecto buscado por los curadores. Tú por allá, yo por acá. Cuando regreso al punto donde te dejé, tú has partido hacia otro lugar impredecible de la muestra, y ya no nos es posible encontrarnos, sino tiempo después, bien sea frente a la proyección tridimensional de las calles de una ciudad norteamericana o frente a los fragmentos cubistas del rostro maquillado de una mujer.
Aquella tarde no fue diferente. Nos perdimos en medio de la oscuridad de la primera sala. Era un sótano donde se exponían obras que mezclaban arte y tecnología. Había un casco conectado a unos cables que despedían pequeños relámpagos azules. Si te ponías el casco y te concentrabas en cualquier cosa, al frente, sobre una pared, se proyectaba aquello en lo que pensabas.
Me puse en la fila de gente que esperaba para ver sus pensamientos proyectados a todo color. Una mujer de unos cincuenta años –pelo rojo como las llamas de un incendio– se puso el casco. Proyectó una pradera muy verde y florecida por la que corrían hombres desnudos. Un moreno con nalgas enormes, un oriental parecido a Bruce Lee y uno rosado con barbas rubias y yelmo de vikingo. Los hombres saltaban, huían, reían. Bruce Lee lo hacía con una erección enorme. Detrás de ellos, persiguiéndolos, iba la mujer con sus pelos rojos desordenados, pero mucho más joven y voluptuosa. Llevaba un látigo que restallaba en el aire con placer.
Un hombre de barba negra y gafas de marco grueso proyectó en la pared un armario muy amplio del que colgaban innumerables camisas leñadoras. El espacio inferior del closet estaba plagado de motocicletas, pequeñas como zapatos, de distintas marcas y cilindrajes. El hombre se calzó las motos como patines y recorrió el pasillo del armario, que resultó ser una enorme habitación de pisos de madera. El hombre dio giros en el aire como un patinador olímpico, pero con dos motocicletas atadas a sus pies: una scooter italiana y una enduro de montaña.
Las otras personas que pasaron y experimentaron la instalación no exhibieron nada original. Proyectaron una suerte de collages con retazos de viejos comerciales y escenas de sus propias vidas. Una torta de cumpleaños. Un bebé sonriendo. Una noche con juegos pirotécnicos.
No me había fijado, pero estabas en la fila. Te acomodaste el aparato en la cabeza, cerraste los ojos, y proyectaste en la pared a una mujer vestida de novia. La mujer se te parecía, pero no eras tú. Era una versión tuya con la nariz más larga y las cejas más pobladas. La novia caminó por el filo de un acantilado. Varias gaviotas volaban en el cielo. En algún momento la mujer se detuvo al borde de una roca inmensa y arrojó con furia el ramo de rosas; luego arrancó el velo transparente de su cabeza y dejó que el aire se lo llevara. Observó el mar que se rompía abajo en la base de la roca, y saltó de cabeza a las aguas. Te quitaste el casco, y te fuiste a toda prisa por las escaleras que llevaban al segundo piso de la exposición.
Traté de alcanzarte, pero un grupo me cerró el paso. Me quedé pensando en tu proyección, y deambulé otro rato por el primer nivel. Observé otras instalaciones en esa sala oscura. Me llamó la atención el fragmento de un tronco devorado por las termitas. El tronco estaba rodeado de lupas potentes que permitían ver su disolución. Luego me quedé largo rato en una exposición de fotografías tridimensionales de nebulosas rojas, verdes y naranjas, de galaxias elípticas y de estrellas agrupadas en constelaciones con nombres hermosos, como Andrómeda y Casiopeia. Luego subí por las escaleras con el fin de encontrarte y ver qué ofrecía la feria en su segundo nivel.
El segundo piso era amplio y bien iluminado, con paredes altas y blancas, distribuidas en varios corredores que enseñaban pinturas, fotografías, esculturas e instalaciones de todo tipo. Había gente por todas partes. Algo exagerado: como estar en un balneario en pleno