Название | La pasión de Jesús |
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Автор произведения | Euclides Eslava |
Жанр | Философия |
Серия | |
Издательство | Философия |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789581205776 |
En ese contexto es posible decir que el sacerdote —y todo cristiano enamorado de Dios— “es el hombre del Amor, el representante entre los hombres del Amor hecho hombre. Vive por Jesucristo, para Jesucristo, con Jesucristo y en Jesucristo”. Pensar en esas preposiciones admite mucho examen de conciencia: tú y yo, ¿vivimos “por, para, con y en” Jesucristo?
Inmediatamente pensamos en el final de la plegaria eucarística, ese momento en que le presentamos al Padre el Cuerpo y la Sangre de Cristo, recién consagrados, ofrecidos en alto por las manos del sacerdote, que dice: “Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria…” ¿Cuántas veces nos hemos conmovido al responder “Amén”, después de esta doxología?
San Josemaría dice que se conmueve hasta las entrañas “cuando todos los días, alzando y teniendo en las manos el cáliz y la sagrada hostia, repito despacio, saboreándolas, estas palabras del Canon: […] Por él, con él, en él, para él y para las almas vivo yo” (Apuntes tomados en una reunión familiar, 10-4-1969, citado por Echevarría, 2003). Una objeción que puede surgir ante palabras tan encendidas, que nos permiten adentrarnos en el corazón de un santo es, precisamente, que nosotros somos pecadores. Podemos ver el ejemplo de los bienaventurados como un ideal inaccesible, para “genios de la santidad”, como decía el entonces cardenal Ratzinger. Y para eso nos ayudan las últimas palabras de esta cita: “De su Amor y para su Amor vivo yo, a pesar de mis miserias personales. Y a pesar de esas miserias, quizá por ellas, es mi Amor un amor que cada día se renueva” (Apuntes tomados en una reunión familiar, 10-4-1969, citado por Echevarría, 2003), que muestran una lucha que ha durado toda la vida, hasta la muerte.
Contaba que, siendo muy joven, un profesor le había enseñado la necesidad del celibato para los curas: “porque no concuerda el salterio con la cítara”. De esa manera le aclaraba que no hay lugar —ni tiempo— para un cariño humano. Y viene al caso una anécdota que trae el libro de las hermanas Toranzo acerca de “Una familia del Somontano”: refieren que, mientras Josemaría era estudiante en el Seminario de Zaragoza, durante algún periodo, unas mujeres que no conocía en absoluto, con cierta frecuencia, intentaron provocarlo, pero él ni las miraba siquiera y soportó esta persecución diabólica —que no podía evitar—, poniéndose en manos de la Virgen. Cuando su papá le sugirió “que era mejor ser un buen padre de familia que un mal sacerdote”, la respuesta del seminarista fue que “en el mismo momento en que se había dado cuenta de la persecución de aquellas mujeres desconocidas, a las cuales, por su parte, no había ofrecido ni la más mínima consideración, se había apresurado a informar al Rector del Seminario”. Pidió al padre que estuviera tranquilo, porque aquello “no había venido a enturbiar su decisión de hacerse sacerdote, con todas las consecuencias requeridas” (2004, p. 119). Cuántas anécdotas parecidas tendremos que contar nosotros si queremos de verdad que, a pesar de nuestras miserias —quizá por ellas—, sea nuestro Amor “un amor que cada día se renueva”.
Acudimos a la Virgen Santísima para que cada vez sean muchas las personas que se decidan a vivir el celibato por el reino de los cielos. Y que todos los cristianos vivamos “por Cristo, con Cristo, en Cristo, para Cristo y para las almas”.
El Sábado de Pasión, la víspera del domingo de Ramos, conmemoramos el día cuando el Señor fue a comer a Betania, la pequeña aldea cercana a Jerusalén, a donde tanto le gustaba llegar. Allí, con la compañía de esos queridísimos amigos Lázaro, María y Marta, Jesús descansaba y reponía fuerzas (cf. Jn 12,1-11). Habían invitado al Maestro para celebrar la resurrección del hermano mayor, pero no había sido fácil concretar el día, debido a la persecución que habían desencadenado sus enemigos.
“Allí le ofrecieron una cena; Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa”. María, detallista como siempre, había empleado una buena cantidad de sus ahorros para comprar un perfume importado del Oriente. En los momentos iniciales, cuando el protocolo sugería ofrecer al invitado agua para que se limpiara los pies —como sabemos por el banquete en casa de Simón el fariseo (cf. Lc 7,36-50)—, “María tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera”.
Este gesto nos habla, además de la natural manifestación de gratitud por la resurrección de Lázaro, de un amor generoso y pródigo al Señor, del trato delicado y fino con quien nos ha mostrado caridad hasta el extremo. Y nos invita a preguntarnos cómo le demostramos a Jesús que lo queremos, a él directamente y en sus hermanos más pequeños.
Estas dos manifestaciones pueden ser el tema de nuestra meditación de hoy. Al comienzo de la Semana Santa, podemos examinar cuántas veces te hemos agradecido, Señor, durante el tiempo de la cuaresma, por habernos redimido; qué esfuerzo hemos hecho para tener muestras de delicadeza y afecto contigo. Por ejemplo, cómo cuidamos la preparación remota y próxima de la santa misa, cómo la celebramos o participamos, con cuánto amor vivimos cada parte de la eucaristía, desde el primer momento.
Regresemos a la escena: “María tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume”. Ese aroma nos llega a través del tiempo hasta el hoy de nuestra oración. Es la esencia del amor, de la generosidad, del cariño por el Maestro. Ese “buen olor, incienso de Cristo”, del que habla san Pablo, pregunta por nuestra labor apostólica, que es el contexto en el que el Apóstol de las gentes lo menciona: “Doy gracias a Dios, que siempre nos asocia a la victoria de Cristo y difunde por medio de nosotros en todas partes la fragancia de su conocimiento” (2Co 2,15).
Pidamos al Señor que, como fruto de nuestro amor por él —queremos que nuestro cariño sea como el de los hermanos de Betania—, tengamos ese sano afán de difundir en nuestro ambiente la vida y la doctrina de Jesús. Que, con nuestras palabras y con nuestras obras, con el esfuerzo por adquirir las virtudes, seamos de verdad ese buen olor que salva. De esa manera se cumplirán en nuestra vida las palabras del Apóstol: “Porque somos incienso de Cristo ofrecido a Dios, entre los que se salvan y los que se pierden; para unos, olor de muerte que mata; para los otros, olor de vida, para vida” (2Co 2,15-16).
Esta dicotomía la vemos reflejada en la escena de Betania. En medio del buen ambiente que se respiraba, había una persona para la cual la fragancia de nardo era olor de muerte: “Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dice: ‘¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres?’”. San Juan añade que esa repentina preocupación social se debía en realidad a la codicia: “Esto lo dijo no porque le importasen los pobres, sino porque era un ladrón; y como tenía la bolsa, se llevaba de lo que iban echando”.
San Juan Pablo II comenta que, “como la mujer de la unción en Betania, la Iglesia no ha tenido miedo de ‘derrochar’, dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don inconmensurable de la eucaristía” (2003b, n. 48). En el mismo sentido había escrito antes san Josemaría: “Aquella mujer que en casa de Simón el leproso, en Betania, unge con rico perfume la cabeza del Maestro, nos recuerda el deber de ser espléndidos en el culto de Dios. —Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco” (2008, n. 527).
Un ejemplo de ese cuidado nos lo brinda un pasaje de la biografía de san Manuel González, cuando dejó reservado por primera vez el Santísimo Sacramento en un convento: “Después de haber cerrado el sagrario, ya lleno con la presencia real del Maestro divino de Nazaret, se despedía el Fundador de sus hijas, recordando la frase del beato Ávila, les repetía: ‘¡Que me lo tratéis bien, que es Hijo de buena Madre!’” (cf. Rodríguez, 2004, n. 531).
Podemos repetir la oración de san Josemaría al recordar ese suceso: ‘¡Tratádmelo bien, tratádmelo bien’ […] —¡Señor!: ¡Quién me diera voces y autoridad para clamar de este modo al oído y al corazón de muchos cristianos, de muchos!” (2008, n. 531). Aprendamos del ejemplo de María de Betania y de tantos