El Mar. Jules Michelet

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Название El Mar
Автор произведения Jules Michelet
Жанр Математика
Серия
Издательство Математика
Год выпуска 0
isbn 4057664167415



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la encantadora belleza de los antiguos pantanos de Dol, convertidos hoy en jardines. Es una madre un poco exaltada de genio, pero madre al fin. Rica en pescado, amontona sobre Cancale, que está enfrente, y sobre otros bancos, millones y más millones de ostras, y sus conchas desmenuzadas producen la rica vida que se trueca en pastos y frutos, al par que cubre de flores las praderas.

      Preciso es penetrarse de la verdadera inteligencia del mar, no dejarse arrastrar por la falsa idea que puede darnos el país inmediato, ni por las terribles ilusiones que nos produciría la sencilla grandeza de sus fenómenos, ni por los furores aparentes que con frecuencia se convierten en beneficios.

       Índice

      Continuación.—Playas, arenales y costas bravas.

      Las playas, los arenales y las costas bravas muestran el mar bajo tres aspectos y siempre útilmente. Explican, traducen, ponen en connivencia con nosotros esa gran potencia, salvaje á primera vista, mas divina en el fondo, y por lo tanto amiga.

      La ventaja que tienen las costas bravas es, que al pie de aquellos elevados muros, mejor que en parte alguna, puede apreciarse la marea, la respiración, el pulso (digámoslo así) del mar. Insensible en el Mediterráneo, es notable en el Océano. El Océano respira al igual que yo, concuerda con mi movimiento interno, con el de arriba, obligándome á contar incesantemente con él, á computar los días, las horas, á mirar al cielo. Me recuerda lo que soy y que vivo rodeado de gentes.

      Si me asiento sobre una costa rasgada, por ejemplo la de Antifer, veo un espectáculo inmenso. El mar, que hace un momento parecía muerto, acaba de espeluzarse. Ha temblado. Primer indicio del gran movimiento. La marea ha rebasado Cherburgo y Barfleur, dado vuelta violentamente á la punta del faro; sus aguas divididas siguen el Cavaldos, se elevan en el Havre, viniendo hacia mí, en Etretat, Fécamp y Dieppe, para sumirse en el canal, á pesar de las corrientes del Norte. Tócame, pues, ponerme en guardia y observar con atención la hora de su llegada. Su elevación, indiferente casi en los méganos ó colinas de arena que es fácil remontar, impone y llama la atención al pie de las costas rasgadas. Ese dilatado muro de treinta leguas no tiene muchas escaleras: sus estrechas aberturas que constituyen nuestros puertezuelos, están bastante distantes la una de la otra.

      Curioso es en extremo observar en baja mar las hiladas sobrepuestas donde se lee la historia del globo en gigantescos registros, do los siglos acumulados ofrecen completamente abierto el libro del tiempo. Cada año se traga una página. Es un mundo que se derrumba, que el mar muerde constantemente por debajo, y las lluvias, los hielos, atacan con más fuerza por arriba. La onda disuelve la parte caliza, se lleva, trae, arrastra incesantemente el sílex que convierte en guijarrillos redondos. Tan rudo trabajo hace de esa costa, riquísima por el lado que mira á la tierra, un verdadero desierto marítimo. Pocas, muy pocas plantas marinas se libran de la trituración eterna del guijarrillo magullado una y otra vez. Los moluscos y las conchas la temen, y hasta los peces se mantienen apartados. Gran contraste de una campiña apacible y tan humanizada y un mar en extremo inhospitalario.

      Este, sólo se ve desde arriba. Por bajo, la triste necesidad de moverse sobre un terreno ruinoso, rodadero, cubierto de guijarros cual balas, hace intransitable la angosta playa, convirtiendo el más corto paseo en un violento ejercicio gimnástico. Preciso es vivir en las alturas donde las espléndidas quintas, las magníficas arboledas, los fructíferos campos, los jardines, se adelantan hasta la orilla de la gran muralla, contemplando con satisfacción la majestuosa calle de la Mancha cubierta de barquichuelos y de buques de gran porte, dividida por las dos playas y los dos grandes imperios del orbe.

      ¡La tierra! ¡el mar! ¿Qué más puede desearse? Ambos tienen aquí su encanto. No obstante, todo aquel que es aficionado al mar por lo que vale en sí, esto es, su amigo, su amante, irá más bien á buscarlo en sitio no tan variado. Para entrar en relaciones continuadas con él, las grandes playas arenosas (si la arena no es demasiado blanda) son mucho más cómodas, permitiendo paseos interminables. Allí se sueña despierto; allí puede entregarse el hombre á efusiones misteriosas del corazón. Nunca he tenido motivo de quejarme de esas vastas y libres arenas donde otros se fastidiaban; no me encuentro solo en aquel sitio. Voy, vengo, y siempre tengo junto á mí el gran compañero. Si no está muy conmovido, de mal humor, me aventuro á interrogarle, y se digna contestarme. ¡Cuántas cosas nos hemos comunicado durante los tranquilos meses en que la muchedumbre se ausenta á las ilimitadas playas de Scheveningen y de Ostende, de Royan y de Saint-Georges! Entonces se establece cierta intimidad merced á las prolongadas conversaciones tenidas á solas. Requiérese cierto tacto para comprender el gran idioma de los mares.

      Uno encuentra triste el Océano cuando, desde las torres de Amsterdam, el Zuiderzée se aparece terroso y con ondas plomizas: cuando, desde los méganos de Scheveningen, divísanse desplomarse sus aguas, dispuestas á cada momento á salvar el dique. En cuanto á mí, encuentro interesante este combate; dicha tierra me atrae, por imponente que sea: es el esfuerzo, la creación, el invento del hombre. Y también me agrada el mar, por los tesoros de la vida fecunda que encierra su seno. Es una de las partes más pobladas del Universo. Llega la noche de San Juan, día en que se abre la pesca, y veis surgir de las profundidades la ascensión de otro mar, el mar de los arenques. La llanura indefinida de las aguas no será bastante grande para contener aquel diluvio viviente, una de las revelaciones más triunfales de la fecundidad sin límites de la Naturaleza. He aquí lo que anticipadamente percibo en ese mar, y en los cuadros do el genio ha señalado su profundo carácter. La sombría Estacada de Ruysdael es el cuadro que siempre ha llamado más mi atención de todos los del Louvre. ¿Por qué? En las rojizas tintas de aquellas aguas electrizadas no siento ni por un momento el frío del mar del Norte, sino la fermentación, el oleaje de la vida.

      Con todo, si se me preguntara qué costa del Océano produce mayor impresión, contestaría: la de Bretaña, particularmente junto á los agrestes á la par que sublimes promontorios de granito que terminan el mundo antiguo, en aquella atrevida punta que desafía las tempestades y domina el Atlántico. En parte alguna he sentido mejor las nobles y elevadas tristezas que constituyen las mejores impresiones del mar. Esto requiere una explicación.

      Hay tristeza y tristeza—la del sexo débil, la del fuerte,—la de las almas demasiado sensibles que lloran sus propios males, y la de los corazones desinteresados que siempre están contentos con su suerte y bendicen continuamente á la Naturaleza, empero sienten los males de sus semejantes, y sacan de la tristeza misma fuerzas para obrar ó crear. ¡Con qué frecuencia nuestros males necesitan remojar su alma en ese estado que podemos nombrar melancolía heroica!

      Al visitar aquel país treinta años ha, no me daba cuenta del gran atractivo que para mí tenía. En el fondo, el atractivo es su grande armonía. Por otro lado, y sin que uno se lo explique, siéntese discordancia entre el suelo y el habitante. La magnífica raza normanda, en los cantones en que se ha mantenido pura ó donde ha conservado el color rojo, el extraño rojo de la Escandinavia, no tiene la menor relación con la tierra que ocupa por acaso. En la Bretaña, por el contrario, sobre el suelo geológico más antiguo del globo, sobre el granito y el sílex, se pasea la raza primitiva, un pueblo también de granito. Raza ruda, nobilísima, con la finura del guijarro. Todo lo que progresa la Normandía, decae la Bretaña. Imaginativa y dotada de talento, le agrada lo absurdo, lo imposible, las causas perdidas. Empero si pierde en tantas cosas, le queda una, la más rara, el carácter.

      Si uno quiere desviarse un tanto del anglicismo insípido y de la vulgaridad con pretensiones de positivismo, en fin, de las tontas alegrías tan tristes, que vaya á posarse sobre las rocas de la bahía de Douarnenez, en el promontorio de Penmark; ó, si la brisa sopla con demasiada violencia, que se embarque en las islas bajas del Morbihan: el mar arrastra hacia ellas una tibia onda que ni siquiera se siente. La Bretaña, donde es apacible, esto de veras. En sus archipiélagos creeríais encontraros mecidos por la ola de la muerte; empero donde se ostenta con fuerza, es sublime.

      En 1831 sentí sus tristezas, las cuales forman parte de la historia de mi vida. Entonces no conocía el verdadero carácter del mar. En los más solitarios ancones,