Tarantela. Abril Castillo

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Название Tarantela
Автор произведения Abril Castillo
Жанр Языкознание
Серия presente
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786079781576



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pasó a su esposa?

      Esa mujer no era su esposa. Esa foto la tomaron en la boda de su amiga Silvia. Jano sólo era un invitado. A tu abuela le gusta tenerla ahí, como para imaginar que sí se casó.

      ¿Jano no se casó?

      No, Jano nunca se casó.

      Los abuelos se casaron viejos. No estaban viejos en realidad, sólo para su época estaban viejos. La abuela tenía 28 años. El abuelo 36. Se conocían desde niños porque la abuela era la mejor amiga de Maga, la hermana del abuelo.

      Ya era tu último tren, doñita, le decía el abuelo de broma a la abuela.

      No siento que fuera verdad.

      No eras el último, eras mi tren favorito, marido, le respondía la abuela.

      Mi mamá me contó que se casaron en la catedral. Y que tuvieron un hijo cada año, hasta que sumaron cuatro. Mi mamá fue la cuarta. Luego el abuelo tuvo su primer infarto y nació Carlos. El abuelo también se llamaba Carlos. A su último hijo le puso igual que él. Los abuelos le decían el infartito a Carlos, de broma, porque nació después del susto.

      Algunas noches dormía en la cama de los abuelos. Me hacían un huequito en medio de los dos. Su cuarto estaba totalmente a oscuras, tenían unas cortinas tan gruesas que no veía nada si quería ir al baño en la madrugada. Tampoco me daba cuenta de cuándo amanecía. Siempre era de noche. Cuando abría los ojos, por un segundo sentía que estaba ciega o encerrada en algún lugar.

      Los abuelos no se tocaban casi nunca. No se daban besos ni se agarraban de la mano. Mis papás sí se agarraban de la mano y no me dejaban dormir con ellos. Los abuelos se tocaban con las palabras. El abuelo le decía en un tono cantadito a la abuela: doñita. La abuela se reía y le contestaba tratando de imitar el mismo tono: marido. Doñiiiita. Mariiido. Hacían más larga la palabra en la i. En esa letra se cantaban su amor los abuelos.

      Los abuelos dormían con pijama. El abuelo con pantalón y camisa de rayas. La abuela con un camisón de puntos. Telas blancas con estampados esmeralda. Los imaginaba abrazados como dos nubes. Puntos y líneas entrelazadas de algodón.

      En un libro viejo de la biblioteca de los abuelos leí La bella durmiente. El cuento era distinto a la película. En este cuento la princesa no se dormía, se moría. En la película la princesa dormía y dormía. Dormía cien años. Como Jano. Una princesa siempre dormida. Hasta que algo la despertara. Un príncipe. El antídoto.

      ¿Y si nunca llegaba? ¿Seguiría la princesa por siempre acostada ahí, incapaz de usar su cuerpo? ¿Y si quería morirse no podría, soñaría para siempre un sueño eterno del que no conseguiría escapar?

      En el cuento, la princesa tocaba el huso de la rueca y caía muerta al instante. Prefiero esa versión.

      Era cumpleaños del abuelo. Mientras los adultos hacían la sobremesa después de haber cantado Las mañanitas y comer pastel, mi hermano y yo nos metimos abajo de la mesa. Nadie nos vio. Los escuchábamos desde ahí. Los adultos siempre estaban preocupados. Escuché decir al abuelo que habría un golpe de estado. Sentí miedo en las voces de mis papás cuando el abuelo lo dijo. Como si fuera un niño tratando de asustar a sus amigos más pequeños.

      Salí de abajo de la mesa y les pregunté qué era un golpe de estado.

      Cuando no puedes salir de tu casa hasta cierta hora y siempre hay militares en las calles, me explicó mi mamá.

      Y alguien te cuida todo el tiempo y matan a los que piensan diferente, cerró mi abuelo.

      Mi hermano no nos escuchaba. Seguía jugando a atarle las agujetas entre sí a mis tíos. Yo querría no haber preguntado.

      El abuelo se rio de mí, como si acabara de hacer una travesura. Me acarició la cabeza antes de levantarse y se fue a sentar solo a un sillón en la sala. Siempre hacía eso al final de las comidas. Comía, hablaba y se retiraba a escribir un rato a solas. Sacaba unas tarjetas de la bolsa de su camisa y su pluma plateada. Apoyaba en los brazos del sillón los suyos y comenzaba a anotar lentamente. Hacía pausas en las que giraba la pluma. La llevaba a la altura de su boca y la acariciaba, a la pluma con su boca y a la boca con su pluma. Suspiraba. Le daba vueltas y la golpeaba en el borde del brazo del sillón. La llevaba al aire y la abría y la cerraba, la abría y la cerraba, infinitas veces. Volvía la vista al papel y continuaba anotando. Me hipnotizaba su ritual. Aunque a mis espaldas la plática siguiera, yo sólo escuchaba murmullos. Luego nada. Igual que el abuelo, que seguro no recordaba que ahí estábamos todos, a sus espaldas.

      ¿A dónde se iría el abuelo con su pluma?

      A veces se quedaba mirando hacia la ventana. La cortina gruesa siempre estaba abierta, pero la delgada no. Así que sólo podía ver la última luz de la tarde filtrándose.

      ¿Qué pensaría el abuelo? ¿Qué escribiría?

      Habría querido sentarme junto a él, pero me daba pena interrumpirlo.

      Ese día de su cumpleaños, en un instante todos nos sobresaltamos por un ruido de platos y cristales rotos. Lucas soltó una carcajada que me hizo voltear hacia el comedor. Mi tío David estaba en el piso con los zapatos entrelazados. Mi hermano salió de debajo de la mesa y se volvió a sentar en su lugar. David intentaba deshacerse el nudo, riéndose.

      Nadie camine por aquí descalzo, dijo mi mamá.

      Vi los pedazos más pequeños para siempre enterrados en la alfombra. Los imaginé. Supe que nos esperaban muchas cortadas. Que nadie podría evitarlo. Cuando regresé la mirada a la sala, el abuelo ya no estaba.

      Alcancé al abuelo en su cuarto y le pedí que me llevara a Coyoacán a alimentar a las palomas.

      Ha estado lloviendo, te vas a enfermar, me dijo.

      Pero insistí tanto que fuimos. Cuando llegamos, no había palomas y aún estaba chispeando.

      La tristeza del abuelo era como esa plaza vacía. Jano era las palomas. La muerte, el agua que se sugiere cuando chispea, pero sólo dibuja un poco su presencia en el suelo y luego se evapora. Ni moja ni deja estar. Así la veíamos desde el kiosco.

      Ya sabías que iba a seguir lloviendo, me dijo el abuelo. Y yo le respondí que él también sabía. Y aun así ninguno entendía por qué decidimos ir a Coyoacán esa tarde lluviosa.

      Para salir un rato de la casa.

      Para orearnos.

      Antes de que anocheciera, decidimos volver al Otate. Miramos la plaza mientras nos mojábamos camino al coche. Aún chispeaba y seguía sin haber palomas, la explanada vacía.

      Cuando el abuelo se alejaba de la gente y se iba a su sillón, veía cómo era su tristeza. Esa plaza vacía de palomas y un chispoteo que ni era lluvia ni era canto.

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