Tarantela. Abril Castillo

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Название Tarantela
Автор произведения Abril Castillo
Жанр Языкознание
Серия presente
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786079781576



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arañas no son venenosas, decía mi papá, y con un vaso y un papel las sacaba por la ventana.

      Nunca me picó ninguna. Lucas y yo sólo las observábamos. Igual que a las serpientes del jardín. Una vez mi papá mató una: se retorcía y seguía dibujando ondas en el pasto. Hasta que se quedó quieta en una letra S perfecta.

      La vida de los insectos dependía de la temperatura de la sala de mi casa. Estaban vivos gracias a la madera y a la tierra y a los sillones. Gracias a las tejas y a los tapetes y a ciertas flores que crecían solas en el jardín. Igual se reproducían las serpientes en el pasto. Surgían de la nada. Un día mi papá encontró una y se la llevó con un recogedor. Otro día surgió otra y Lucas casi la pisó.

      En las esquinas de los muros, en los escalones y abajo de los cojines del sillón, había alacranes. Abajo de nuestra cama y entre el colchón y la base también. Todas las noches mis papás revisaban que no hubiera ninguno. A veces había. Pero ya estaban muertos. Aplastados quién sabe cómo.

      Mis papás mataban a los alacranes o siempre aparecían muertos. Se deshacían de las serpientes que siempre aparecían vivas. Pero a las arañas no les hacían nada. Los alacranes picaban con su aguijón. Las arañas te mordían con sus dientes, su veneno es su saliva. Y a todas, sin importar cuál fuera, Lucas les decía alacrañas.

      Lucas nombraba el mundo y yo lo entendía. Y a diferencia de cómo ciertos tonos de azul son para algunas personas esmeralda y para otras verde, para Lucas tarántulas y alacranes eran un mismo universo. No sabía que uno te mata y otro te salva. No sabía que cuando se encuentran, se anulan.

      Una vez puse un vaso sobre un alacrán y se encajó el aguijón a sí mismo. Una vez vi a una araña envolver a una abeja y comérsela.

      A las arañas no las matamos porque se comen a los otros insectos, decía siempre mi papá. Él tampoco sabía que hay arañas venenosas. No sabíamos distinguirlas. Todos llevamos una gota de veneno en la familia. Y otra gota que es la salvación. El secreto está en la mirada, en ver a la alacraña y saber nombrarla: veneno o antídoto.

      Íbamos en tren. Era la primera vez que Lucas viajaba con mi mamá y conmigo. Mi papá nos dejó a los tres en la estación. Llámame llegando, le dijo a mi mamá. Íbamos a ver a los abuelos. Lucas tenía un año y casi no hablaba. Yo tenía casi cuatro y me gustaba viajar en tren.

      Llegamos a una cabina con litera. Yo quería arriba, así que nos subimos los tres ahí. Mi mamá preparó leche en polvo para mi hermano, me dio un trago y después le dejó la mamila entera.

      Pasó el encargado y nos dijo que apagarían las luces cuando el tren echara a andar. Que nos alejáramos de las ventanas porque la gente tiraba piedras. Sobre todo en el primer tramo. Era medianoche. Llegaríamos de día a la Ciudad de México. Cerré los ojos, escuché los golpes de las piedras contra el tren hasta que nos alejamos de ellas, o me quedé dormida como si ese golpe fuera un arrullo. Me desperté varias veces. Lucas no dormía, estaba sentado e inmóvil, mirando a través de la ventana, con los ojos abiertos, tratando de desentrañar la oscuridad del trayecto. Me desperté cuando amanecía. Lucas parpadeó por primera vez en horas y, como si fuera un gato, bostezó y se acurrucó junto a mi mamá, entre su brazo y su pierna. Mi mamá se despertó con ese movimiento, lo acarició y se dio cuenta de que no había dormido nada en todo el camino. Estábamos a punto de llegar a esa ciudad de la que no nos iríamos nunca.

      En la casa de los abuelos, nos acostaron juntos a Lucas y a mí. Parecía que la noche había durado muchos días. Me quedé mirando el techo y Lucas encontró una sombra que se movía.

      La señaló. Sólo la señaló porque no sabía hablar. O porque yo estaba ahí a su lado, nuestros brazos rozándose, y no era necesario decir nada. Yo la seguí con los ojos y tampoco dije nada. La luz se escapó y se escondió en la oscuridad. Un punto que se integró a esa plasta negra, que escupió su sombra y luego se la llevó, como papalote que desaparece arriba en el cielo, lejos de todos. Cerré los ojos con el compás de su respiración, la respiración de Lucas, que dormía a mi lado. Cerré los ojos y lo alcancé. Lucas y yo dormimos.

      Vivíamos con los abuelos en Cerro del Otate, donde creció mi mamá. Dormíamos en el que era su cuarto. En esa casa había vivido Jano, pero en su recámara ya no dormía nadie. Jano se acababa de morir.

      En esa casa también vivía Aura, con quien yo pasaba la mayor parte del tiempo.

      Otate quiere decir caña dura.

      A la abuela le gustaban las plantas. Cuidar su jardín. Me sentaba cerca de la ventana y veía cómo lo recorría. La escuchaba decir cosas. ¿Qué le decías a las plantas, abuela? Cada tanto ella salía de ese otro lugar, me sonreía y les seguía hablando. Pasaba más tiempo con las rosas que con cualquier otra flor. Le hablaba a las flores y me explicaba que un árbol de otate da flores cada siete años y después la planta se seca. Que se reproduce a través de sus semillas.

      El Cerro del Otate era una calle en un pedregal. La casa de los abuelos estaba sobre roca volcánica. Ahí las casas no se caían si temblaba.

      Antes había ríos por toda la ciudad. Ríos cerca de ese pedregal. Mi papá me enseñaba los nombres de las calles. Me decía que debía aprendérmelos por si me perdía. Que debía saber cómo regresar a casa.

      Las calles con nombres de ríos no siempre fueron calles. Antes tenían agua, me contaba él. Por eso en la Ciudad de México se dice: Cuando el río suena es porque agua lleva. En otros lugares dicen: Cuando el río suena es porque piedras lleva.

      Yo no entendía cómo, entre esos ríos de piedra, las semillas podrían germinar.

      La entrada del Otate olía a cebolla sofrita. A arroz con chile poblano. A jitomate con ajo y más cebolla. Aura cocinaba y yo la veía. A veces me dejaba ayudarla.

      Aura hacía sopa de lentejas, albóndigas, peneques, chalupas, chile con huevo, arroz rojo, arroz blanco con elote, pascal. El platillo favorito de Jano eran los peneques, me cuenta mi mamá cada que los comemos. También eran los favoritos de la abuela. No sé si siempre lo fueron.

      David, el hermano mayor de mi mamá, odiaba los peneques. Decía que eran quesadillas remojadas en salsa roja, sin chiste. Igual se los comía. A mí me encantaban. Quizá sólo para nosotras, que los preparábamos, no eran quesadillas.

      Con Aura íbamos al mercado. En el puesto de tortillas comprábamos peneques, que ya venían con la forma de una quesadilla, pero vacía. Y comprábamos chalupas, que eran sopes más largos. Las chalupas, ese plato típico de Zacatlán, de donde era mi abuelo y toda su familia. Las chalupas se preparaban en ocasiones especiales. Los peneques eran el plato típico de la familia de la abuela. Mi abuela y su familia eran de la Ciudad de México.

      Rellenábamos los peneques de queso. Batíamos aparte el huevo y Aura les echaba un poco de pimienta, pero nada de sal. El abuelo la tenía prohibida por los cuatro infartos que había tenido. Mi mamá decía que le dieron por no llorar cuando se murió Jano. Yo no entendía qué tenía que ver la sal con su hijo y con los infartos.

      En la casa no se cocinaba con sal, así que Aura usaba muchas hierbas de olor para darle sabor a las cosas. Nadie extrañaba la sal. Todos extrañaban a Jano, aunque nadie lo mencionara.

      Aura sumergía cada peneque en huevo batido y luego lo freía. Y los iba apartando uno a uno en un plato grande con servilletas que absorbían la grasa. Para sazonar la salsa de tomate, usaba romero y albahaca y laurel. Antes licuaba ajo, cebolla, jitomate. Me servía un poco en un vasito de juguete y yo me lo bebía. Me encantaba el jitomate. Vertía todo el contenido en una olla y le echaba máximo tres hojas de laurel. Ponerle más puede ser venenoso, me explicaba. Máximo tres. A la hora de la comida, echaba cada peneque en la salsa roja para que el queso se derritiera y quedaran mojados. Luego les echaba más salsa encima. Arroz con chile poblano para acompañar.

      Un peneque no es para nada una quesadilla.

      Pasaba mucho tiempo con Aura. Me divertía más que jugar con Lucas, o que estar con mis papás, tíos y abuelos en el comedor.

      Una