Las inquietudes de Shanti Andia. Pío Baroja

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Название Las inquietudes de Shanti Andia
Автор произведения Pío Baroja
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 4057664138439



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nos intranquiliza a todos los hombres, aun a los más desaprensivos, aun a los más indolentes, y yo, por mi parte, hubiera deseado vivir todavía más en cada hora, en cada minuto, sin la nostalgia del pasado ni la ansiedad por el porvenir.

      Este deseo es consecuencia de mi fondo de epicurismo y de la decantada indolencia que tanto me han reprochado, y que, sin duda, desarrolla y exagera la vida del marino.

      Realmente, el mar nos aniquila y nos consume, agota nuestra fantasía y nuestra voluntad. Su infinita monotonía, sus infinitos cambios, su soledad inmensa nos arrastran a la contemplación.

      Esas olas verdes, mansas, esas espumas blanquecinas donde se mece nuestra pupila, van como rozando nuestra alma, desgastando nuestra personalidad, hasta hacerla puramente contemplativa, hasta identificarla con la Naturaleza.

      Queremos comprender al mar, y no le comprendemos; queremos hallarle una razón, y no se la hallamos. Es un monstruo, una esfinge incomprensible; muerto es el laboratorio de la vida, inerte es la representación de la constante inquietud. Muchas veces sospechamos si habrá en él escondido algo como una lección; en momentos se figura uno haber descifrado su misterio; en otros, se nos escapa su enseñanza y se pierde en el reflejo de las olas y en el silbido del viento.

      Todos, sin saber por qué, suponemos al mar mujer, todos le dotamos de una personalidad instintiva y cambiante, enigmática y pérfida.

      En la Naturaleza, en los árboles y en las plantas hay una vaga sombra de justicia y de bondad; en el mar, no: el mar nos sonríe, nos acaricia, nos amenaza, nos aplasta caprichosamente.

      Si a uno le coge mozo como a mí, le moldea de una manera definitiva, le hace marino para siempre; al que de niño se entrega a su poder con el alma cándida, con la inteligencia virgen, le convierte en su esclavo.

      Para el pescador, para el hombre ignorante y sencillo que no puede apoyar sus ideas en las bases de la ciencia, el mar es un tirano, le engaña, le adula, le seduce, le ahoga. Para el pobre marinero, el mar es el summum del interés, del encanto, de la variedad. Esos trabajadores míseros cuya vida es una continua lucha y un esfuerzo titánico y desproporcionado, son muchas veces felices, y el mar, su enemigo, el mar, el monstruo incomprensible, llena su existencia y hace su felicidad.

      Para nosotros los marinos de altura, el mar es principalmente una ruta, es casi exclusivamente un camino. ¡Pero qué camino!

      Yo no olvidaré nunca la primera vez que atravesé el Océano. Todavía el barco de vela dominaba el mundo.

      ¡Qué época aquélla! Yo no digo que el mar entonces fuera mejor, no; pero sí más poético, más misterioso, más desconocido.

      Hoy, el mar se industrializa por momentos; el marino, en su barco de hierro, sabe cuánto anda, cuándo va a parar; tiene los días, las horas contadas...; entonces, no; se iba llevando la casualidad, la buena suerte, el viento favorable.

      En aquel tiempo, todavía el mundo estaba mal conocido, todavía había derroteros tradicionales y una inmensidad de Océano en blanco jamás visitado por el hombre. Como el caminante en el desierto sigue las huellas de otro, el marino en alta mar sigue la derrota de los antiguos nautas. Así, los que se dirigían al Cabo de Buena Esperanza, al llegar a las islas de Cabo Verde marchaban al Brasil, obedientes a la rutina y al viento, y atravesaban el Atlántico de nuevo.

      Entonces, en la mayoría de los buques se deducía la situación más por conjeturas que por cálculos; los instrumentos de navegación empleados por la generalidad de los marinos tenían errores de grados enteros. Claro que en Londres y en Liverpool había ya admirables sextantes y círculos de reflexión; pero muchos capitanes no sabían usarlos y navegaban a la antigua.

      La variedad de formas y de aparejos era extraordinaria. Todavía se veían en los puertos, alternando con los bergantines y las fragatas vulgares, las carabelas turcas, las saicas greco-romanas, las polacras venecianas, las urcas de Holanda, los síndalos tunecinos y las galeotas toscanas.

      Todavía en el mundo había piratas, todavía había negreros, males todos ¿quién lo duda?, peligros que obligaban al marino a tomar ante los hechos una actitud gallarda. Todos estos riesgos exaltaban la imaginación, aumentaban el valor, daban el pensamiento de luchar contra el mal y de vencerlo.

      A la gran barbarie del mar correspondía la barbarie de su servidor el marino; a la brutalidad del elemento salobre, la brutalidad humana. En aquella época, un marino volvía a su rincón con un anillo en la oreja, una pulsera en la muñeca y una cacatúa o una mona en el hombro.

      Un marino, entonces, era algo extrasocial, casi extrahumano; un marino era un ser para quien la moral ofrecía otros aspectos que para los demás mortales.

      —Te preguntarán cuánto has hecho—decían los padres a sus hijos, que se lanzaban a la aventura—, no cómo lo has hecho.

      Y los hijos se hundían en los abismos de la vida intensa, sin preocupaciones ni escrúpulos. La madre casualidad los llevaba por sus ignorados derroteros; el Destino, en su misterioso molde, vaciaba esta humanidad y sacaba intrépidos mareantes o feroces negreros, exploradores audaces o vendedores de chinos.

      Para aquellos hombres, la moral era una cuestión de paralelo. El mar era el más grande escenario de los crímenes y violencias de los hombres.

      Hoy, el mar ha cambiado, y ha cambiado el barco, y ha cambiado también el marino. De aquellas airosas arboladuras que tanto nos entusiasmaban, no quedan más que esos palos cortos para sostener los vástagos de las poleas; de aquellas maniobras complicadas, nada se conserva.

      Antes, el barco de vela era una creación divina, como una religión o como un poema; hoy, el barco de vapor es algo continuamente cambiante como la ciencia ... una maquinaria en eterna transformación.

      Antes, el capitán era un personaje sabio, un tirano de un poder inaudito, un hombre que tenía que bastarse a sí mismo; hoy es un especialista injerto en un burócrata.

      Hoy, es la máquina la impulsadora del barco, algo exacto, matemático, medido; antes, era el viento, algo caprichoso, impalpable, fuera de nosotros. "Llevamos el Ángel de la Guarda en la lona de nuestras velas", me decía don Ciriaco, un viejo capitán de fragata muy inteligente y muy romántico; "llevamos la fuerza en nuestra carbonera", puede decir el capitán de hoy.

      El carbón, ese dios modesto, pero útil, ha reemplazado las alas del poético Ángel de la Guarda que llevábamos en nuestras velas, y ha cambiado las condiciones del mar.

      Antes, el mar era nuestra divinidad, era la reina endiosada y caprichosa, altiva y cruel; hoy es la mujer a quien hemos hecho nuestra esclava.

      Nosotros, marinos viejos, marinos galantes, la celebrábamos de reina y no la admiramos de esclava.

      Seguramente, no; el mar entonces no era tan bueno como hoy, ni tan pacífico; pero sí más hermoso, más pintoresco, un poco más joven. La belleza del mundo y del mar dependía en gran parte de su rutina y de su inmovilidad.

      El mapa espiritual del universo de aquella época era como un plano de diferentes colores, en donde se apreciaban no sólo las entonaciones fuertes, sino los más ligeros matices.

      Hoy, estos matices se pierden; el mundo lleva el camino de confundir y borrar sus colores. Hoy, un japonés es un señor civilizado vestido a la europea; un polinesio va como turista a la Meca, en un magnífico paquebot de quince mil toneladas. La musa del progreso es la rapidez: lo que no es rápido está condenado a morir.

      Todo ello es mejor, ¿quién lo duda? Indica más civilización; pero para el que todavía conserva en la retina el recuerdo del mar antiguo, para ése, la confusión moderna es un espectáculo lamentable.

      ¡Oh, gallardas arboladuras, velas blancas, fragatas airosas con su proa levantada y su mascarón en el tajamar! ¡Redondas urcas, veleros bergantines! ¡Qué pena me da el pensar que vais a desaparecer! ¡Amable sirena, que te levantabas sobre las olas azules para mirarnos con tus ojos verdes, ya no te verán más!

      ¡Oh, días de calma! ¡Oh, momentos de indolencia!

      ¡Cuántas