El misterio del Atlas de Oliva. Borja Galmés Belmonte

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Название El misterio del Atlas de Oliva
Автор произведения Borja Galmés Belmonte
Жанр Книги для детей: прочее
Серия
Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9788418499166



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has oído?

      —Sí, hermanita, no te preocupes que soy una tumba —respondió él con cierto entusiasmo, pues tanto secretismo había incrementado de forma inconsciente su curiosidad por el asunto, aun sin saber nada del mismo.

      Tania escribió la frase en latín en un trozo de papel en blanco. Bajo la clara y determinante instrucción de que tenía que decir que era para un trabajo de clase, sin mencionar en ningún momento nada acerca de un juego de pistas o acertijos, le entregó la hoja a su hermano con cierto recelo, para que este se la hiciera llegar a su amigo. No terminaba de estar convencida de inmiscuir a un pequeñajo como Guille en esta historia. Pero también sabía que, si no conseguía traducir correctamente aquel mensaje, ni siquiera habría historia.

      Guille cumplió su cometido, y ahora solo restaba esperar resultados.

      La jornada transcurrió sin nada que reseñar. Ninguno de los implicados volvió a sacar el tema del supuesto misterio hasta que, a la salida de clase, Tania lo mencionó de nuevo. Es curioso cómo había pasado desde el recreo sin pensar en ello, pero ahora que se encaminaba hacia su casa, no pudo evitar rescatarlo de su memoria.

      —Chicos, ¿a qué pensáis que puede referirse el mensaje que os enseñé esta mañana? —preguntó a sus amigos.

      La verdad es que la pregunta les pilló un poco desprevenidos. Si Tania había sido capaz de olvidarse durante ese tiempo, ellos, que no terminaban de compartir el entusiasmo de su amiga, mucho más. Alex fue el primero en asumir, no sin cierta cautela, la tarea de responder.

      —La verdad, Tania, que a mí todo esto que has contado no termina de convencerme. No te ofendas, pero, no sé, eso de un mensaje oculto en un libro antiguo para descubrir un secreto… me parece un poco… ¿obvio?

      Aquel alarde de sinceridad de su amigo Alex fue como un bofetón de realidad para Tania. Pero, pensándolo bien, tenía razón. Hasta casi resultaba pueril dar credibilidad a semejante fábula.

      —Yo estoy con Alex, Tania. Tu historia es demasiado increíble —añadió Eva.

      Milo no se atrevió a manifestarse, pero, a juzgar por su mirada, Tania no tuvo duda de que ninguno de sus tres amigos tenía el menor interés en prestarle atención a su historia.

      «Supongo que me he dejado llevar por mi imaginación», pensó Tania en silencio.

      Al día siguiente, ni Tania ni sus amigos volvieron a hacer mención del mensaje del atlas hasta que, durante el recreo, apareció Guille con el mismo papel que le había entregado su hermana el día anterior.

      —Chicos, misión cumplida. Aquí tenéis la primera pista del juego —comentó Guille dándose un cierto aire de importancia mientras les entregaba la hoja con la traducción del texto.

      Si bien es cierto que ya ninguno de ellos creía en aquella historia, la natural curiosidad de unos muchachos de su edad les impulsó a arremolinarse en torno al pequeño trozo de papel para ver lo que ponía. Milo hizo de portavoz leyendo en alto.

      «Bajo la cruz tardía pintada sobre el reflejo del cuadro, se encuentra la clave para hallar el secreto custodiado por nuestra orden».

      Y se supone que está firmado por un tal Nicolás Antonio en 1659.

      —¿Qué significa eso de MOS que acompaña a la fecha? —observó Álex.

      Durante unos segundos, se miraron todos entre sí, sin saber qué decir.

      —A mí todo esto sigue sin decirme nada —añadió Eva casi a modo de respuesta a la pregunta de Álex.

      —¿Qué os pasa? —preguntó Guille inquieto al ver el gesto de decepción de los demás—. ¿Es que ya no os interesa el juego?

      Aunque el mensaje traducido había añadido un cierto halo de misterio al asunto, este no parecía suficiente como para despertar el interés de los amigos de Tania, que permanecieron en silencio, sin atreverse a dar respuesta a la pregunta de Guille.

      Ya en casa, Tania ansiaba preguntarle a su padre acerca del significado de la frase del atlas. Su padre siempre les estaba contando curiosidades, generalmente de cuestiones de ciencia, aunque también le apasionaba la historia y el arte. Así que era una buena fuente de conocimientos para obtener información. Pero tenía que hacerlo sin levantar sospechas, como si fuese una curiosidad sin más. Aprovechó durante la cena, pues era casi el único momento del día en que los cuatro se sentaban juntos, para preguntar disimuladamente:

      —Papá, hoy nos han hablado en clase de un pintor que pintaba reflejos, o sobre el reflejo de algo, no sé, la verdad es que no me he enterado muy bien. ¿Sabes a quién podían referirse? —preguntó Tania, mientras le hacía un gesto de complicidad a su hermano posando disimuladamente el índice sobre sus labios para que este no dijera nada.

      —Pues hija, como no me des más datos… —respondió él.

      —¿Lo de pintor y reflejo no te dice nada? —insistió Tania.

      —Hombre, eso podría hacer referencia a Leonardo da Vinci.

      —Ummh, no sé —comentó Tania—. ¿Por qué lo dices?

      —Porque, de Leonardo da Vinci, que además de muchas otras cosas también era pintor, cuentan que siempre, para mantener la confidencialidad de sus textos, los escribía al revés, de modo que solo se podían leer viéndolos a través de su reflejo en un espejo. Pero no sé si te refieres a eso.

      —No estoy segura. ¿Puedo mirar un momento en internet cuando acabemos la cena? —preguntó Tania.

      —Puedes estar un rato, pero cuidado por dónde navegas —asintió su padre.

      —Sí, no te preocupes, que siempre tengo cuidado.

      Cuando terminaron de recoger la cena, Tania se sentó frente al ordenador y comenzó a indagar acerca de Leonardo da Vinci. Encontró un montón de cosas, prueba de la importancia histórica del personaje, sin duda, pero nada concluyente acerca de una cruz pintada sobre un reflejo, o cualquier cosa que permitiera establecer una relación con la frase dichosa. Después de un rato buceando por la red, asumió que aquello era un callejón sin salida. Entonces recordó el nombre que aparecía en la firma del escrito: un tal Nicolás Antonio.

      «Si seré idiota», pensó, acusándose de la torpeza de no haber empezado por ahí.

      —Tania, Guille, es hora de acostarse. Lavaos los dientes y a la cama —resonó la voz de su padre por el pasillo.

      —Habrá que intentarlo mañana. Y mejor desde la biblioteca, no quiero levantar más sospechas —se dijo Tania antes de desconectar el ordenador.

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