Watson & Cía. Detectives de monstruos. Pablo Zamboni

Читать онлайн.
Название Watson & Cía. Detectives de monstruos
Автор произведения Pablo Zamboni
Жанр Книги для детей: прочее
Серия
Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9789500211574



Скачать книгу

de la explosión, y que tengo entre mis manos, solo nombran a científicos, algunos conocidos y otros no tanto. Nicolás Tesla, Tomás Edison, Teobaldo Ricaldoni, Otto Hans y Lise Meitner, Robert Oppenheimer, Niels Böhr, Enrico Fermi, Ernest Lawrence, entre otros.

      También aparecen escritores como Jules Verne, mencionando su libro Viaje al centro de la Tierra, Emilio Salgari con 2000 leguas por debajo de América, que al parecer menciona una ruta subterránea en la Cordillera de los Andes. Leo el nombre de sir Arthur Conan Doyle y Un mundo perdido.

      También había escritos de 1906 sobre el navegante noruego Olaf Jansen, quien narra cómo ingresó por el Polo Norte y, al cabo de unos meses, salió por el Polo Sur, contándolo en su libro: Viaje al interior del planeta.

      Argentina, 2010

      El rompecabezas es confuso. Al parecer, muchas notas se perdieron. Se habla de un arma secreta que será enviada a Sudamérica. No puedo contar más, si quieres saber cómo sigue la historia, continúa leyendo. Puede ser que, tarde o temprano, formes parte de ella.

      Capítulo uno

      DETECTIVES DE GALLINAS

      La luna aparecía en el cielo y se desdibujaba detrás de las nubes, una y otra vez.

      Mi hermana Ágatha y yo nos encontrábamos en una pequeña granja cercana al pueblo. La noche de luna llena era ideal para hacer una investigación. El gallinero estaba alejado de la casa principal. Los ataques reiterados a las gallinas nos habían llevado hasta allí. Es común que, cada tanto, un zorro o algún perro vagabundo y hambriento cause un desastre en los gallineros o que un ladrón haga de las suyas. Pero esto parecía diferente. Y nosotros estábamos decididos a descubrir quién era el culpable.

      Habíamos llegado a la granja apenas unos minutos después del atardecer, para recorrer el lugar y prepararnos para la noche. El gallinero comprendía unas cuantas casillas de madera destartaladas, rodeadas por arbustos de espinillo de un metro de alto, que lo protegían del constante viento del mar. Observamos el lugar y elegimos la ubicación más conveniente para tener un panorama de todo el corral. Ágatha, a unos veinte metros de mí, se escondió tras unas casillas abandonadas, apiladas en un extremo del gallinero. Yo, en el extremo opuesto, me oculté entre unos espinillos que formaban una especie de cueva.

      “Las gallinas desangradas de la señora Núñez”. Así habíamos llamado a nuestro primer caso. Como sabía cuánto nos gustaban los hechos misteriosos, la señora Núñez nos había comentado su problema, ya que hasta el momento no había logrado que la policía prestara atención a sus reclamos.

      Hacía tres horas que esperábamos agazapados en el suelo. El olor del gallinero era insoportable, pero no teníamos más opción que permanecer allí, sin movernos.

      –Uf, espero que esto termine pronto –dije con un resoplido–. No me gusta estar en este lugar.

      Acostumbrados a disfrutar de la luz eléctrica, habíamos olvidado el miedo que generaba la oscuridad. Según nuestra profesora, el miedo era instintivo, venía de la época en que los hombres se refugiaban temerosos en las cavernas, al resguardo de las fieras que se movían en la penumbra. En ese momento me sentía como un hombre de las cavernas, esperando que la fiera apareciese. Respiré profundo y pausado, intentando alejar los pensamientos aterradores que me acechaban. “Tengo que relajarme…”, me dije.

      Miré a un costado: la luna seguía creando extrañas siluetas. A mi izquierda, un poste retorcido se transformaba en una larga serpiente. Más allá, las ruinas de un molino de agua se convertían en una enorme araña lista para saltar sobre mí.

      Luego, la brisa del mar trajo nubarrones más negros, que comenzaron a ocultar la luna amenazando con sumergir todo en la más completa oscuridad.

      De pronto, el transmisor se activó.

      –¿Ulises, estás bien? –Era la voz de Ágatha, que sonaba fuerte y clara.

      –Estoy bien, pero el cielo se está cubriendo, no puedo ver nada –contesté preocupado.

      –¡No seas cobarde, Ulises! No podemos esperar hasta la próxima luna llena. En cuatro semanas la señora Núñez se habrá quedado sin gallinas.

      –Tengo otra vez esa extraña sensación de peligro –dije con preocupación. Aunque pareciera extraño, tenía algo así como un sexto sentido para “oler” una situación inesperada o peligrosa. Mi hermana, que lo había comprobado en varias oportunidades, terminó por aceptar mis premoniciones. Sin embargo, esta vez su ansiedad por descubrir e investigar hizo que le restara importancia.

      La brisa dio lugar a un fuerte viento que nubló el cielo por completo.

      Cuando pensaba que nada podía ser peor, una espesa niebla comenzó a brotar de la tierra, cubriendo todo el paraje, como si las puertas del Hades se hubieran abierto, dejando escapar el humo de las fraguas infernales. El lugar se había transformado totalmente. Si antes me parecía tétrico, ahora era escalofriante.

      –Esto es inusual –comenté por la radio–, ¿te has dado cuenta? No es común la niebla en esta época del año. Pero ¿de dónde sale?

      La falta de respuesta de Ágatha confirmaba mi preocupación.

      En Oriente, el pueblo donde vivíamos, estábamos acostumbrados a la niebla que de repente llegaba del mar. Pero solo en otoño o en invierno, cuando el clima era frío, nunca promediando el verano. Además, en el aire flotaba un extraño olor, mezcla de almizcle y pólvora quemada.

      –Ulises, lamentablemente perdimos la noche –respondió al fin mi hermana–. Sin luna y con esta niebla es imposible distinguir algo. Es hora de regresar.

      –¡Ulises! Repito: es hora de regresar. ¿Por qué no respondes? ¿Sucede algo?

      Escuchaba la voz de mi hermana, pero no podía hablar. A escasos metros veía dos enormes ojos rojos, como brasas encendidas en medio de la tiniebla. Sentía una respiración agitada y el crujido de pastos pisados. Supuse que era algún animal. Estaba convencido de que, aunque me había descubierto, pasaba indiferente frente a mí. Todo mi cuerpo tiritaba de miedo, no podía controlar mis manos para usar el transmisor, mis ojos desorbitados buscaban en todas direcciones a ese ser espectral.

      –Ulises, ¿estás ahí? –volvió a decir la voz de mi hermana en el transmisor.

      Por fin pude salir del pánico y responder:

      –Ágatha, silencio. No grites, va hacia allá. Cambio.

      –¿Quién, Ulises? ¿De qué hablas?

      –Es un animal, tal vez un perro –dije con un hilo de voz.

      –¿Un perro? ¿Tanto te asusta un perro?

      –Es un perro enorme o algo por el estilo –dije, dudando.

      –¿Un rottweiler? ¿Un doberman? –preguntó Ágatha, molesta por la poca información–. No te muevas, Ulises. Voy para allá. Cambio y fuera –dijo, y cortó la transmisión.

      –¡No, Ágatha, no salgas! ¡No es un perro común! –grité. Pero era tarde, seguramente iba al encuentro del animal, con idea de darle una paliza.

      Hubo un silencio sepulcral, como si el tiempo se hubiera detenido absorbiendo todo ruido.

      –¡Por