Zezé. Ángeles Vicente

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Название Zezé
Автор произведения Ángeles Vicente
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788412212952



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son el sistema más ridículo de altruismo?

      —Sé decirle, que hoy no acepto convenciones que estén fuera de mí misma; que para mí no existe ni el bien ni el mal, ni lo feo ni lo bonito; que admiro lo que me agrada. Tal vez mi gusto está pervertido, porque tengo pasión por lo hórrido, por lo monstruoso. Para mí la mejor música y los mejores cuadros están en una terrible tormenta en medio del mar.

      Adoro la armonía de la Naturaleza; la melodía infinita que vibra en el silencio de las cosas; la música de la noche; la poesía de un crepúsculo de verano… Detesto los detalles, la hojarasca; me gustan los esbozos, no la obra de arte terminada. Me he conmovido delante de una torre en ruina, y he llorado al murmullo de las olas en una playa, como si sintiera los sollozos, el llanto de todos los muertos tragados por el mar; como si escuchase el eco de sus voces mezcladas en una grandiosa melodía que ningún músico podrá escribir jamás.

      —Eso, a mi manera de ver, revela un temperamento muy artista y un espíritu grandioso.

      —No sé. Sin duda, encontrará usted en mí algunas contradicciones, porque me ha sucedido siempre un fenómeno muy curioso: parece como si hubiera un desdoblamiento de mi yo, y este fuera múltiple, o que mi materia sea instrumento donde se manifiestan varias personalidades, cada una de ellas con su carácter propio y diferente... En fin, continuaré mi narración, y usted juzgará.

      IV

      —Mi padre no tenía bienes de fortuna, pero era muy trabajador y ganaba mucho dinero. Con su muerte, faltaron los principales ingresos, y todo empezó a venir cabeza abajo. Ferrario era demasiado egoísta para ayudar a mi madre, y mi madre demasiado orgullosa para aceptarlo. Las rentas de mi madre no eran suficientes para mantener el lujo que gastábamos, así que decidió venderlo todo y se retiró a vivir al campo con su amante, dejándome interna en un convento, y prometiéndome ir a verme de vez en cuando.

      Me alegré perder de vista a Ferrario, y salir de mi casa, donde solo me distraía mi fantasía y los consejos que ingenuamente daba a mis muñecas.

      Como aún no había empezado el curso, y yo era la única pensionista, mis primeros días de colegiala fueron de una gran tranquilidad.

      Todas las monjas me trataban con cariño; especialmente sor Angélica, la hermana custodia de mi sala. Era muy buena, y tanto había simpatizado conmigo, que en ella encontré una verdadera madre.

      Pasaba las mañanas en la pequeña iglesia del convento, oyendo el órgano que sor Beatriz tocaba de un modo singular, y cuyas notas en volvían mi alma en una especial dulzura. Por las tardes jugaba con las hermanas en el parque del colegio, corriendo y saltando hasta quedar rendida. Así se deslizaba el día rápida y agradablemente. Solo de noche, al acostarme, me impresionaba la semioscuridad de aquella sala tan larga y desmantelada: las sombras confusas que, a la luz mortecina de una lámpara de aceite que ardía delante de una imagen del niño Jesús, proyectaban en la pared las cortinas des corridas de las camas vacías, tomando en mi imaginación formas fantásticas, me producían miedo; para espantarlo, hablaba a sor Angélica, la que, al comprender mi temor, me hacía ir a su cama. Allí le contaba mis penas, y ella me acariciaba dándome consejos.

      Con el ingreso de las alumnas terminó aquella plácida vida, dando comienzo las tareas escolares.

      Pasé el año dedicada con entusiasmo al estudio, siendo la preferida de las monjas por mi aplicación.

      Como no hice amistad con ninguna de mis condiscípulas, el cariño que profesaba a sor Angélica, y las distinciones que ella usaba conmigo, dieron lugar a disparatados comentarios.

      Mis compañeras pretendían desconcertarme con miradas y sonrisas burlonas, no perdonando ocasión de hacerme algo que me mortificara.

      No obstante, no les hacía caso, y cada vez me retraía más de ellas.

      Después de los exámenes, en los que saqué las mejores notas, volví a quedar sola. La directora escribió a mi madre, preguntándole si me iba a dejar en el convento durante las vacaciones, y en contestación vino ella, dando excusas por no haber estado a verme durante el año.

      Acordaron que las monjas me llevarían a la sucursal del campo, donde ellas por turnos pasaban el verano, y me fui con las primeras que para allí salieron.

      El convento ocupa el centro de un gran rodenal. Algunos de aquellos pinos, alcanzan sorprendente altura. Más allá del pinar, se extienden unas cuantas fanegas de tierra, propiedad del convento, pobladas de almendros, olivos y algunas manchas de viñedo.

      El pueblo más inmediato, es el de Fuentesoltera, que dista media hora de buen camino. Sus gentes llanas, crédulas, e ingenuas en demasía, profesan verdadera adoración por la Virgen del Rodenal, patrona del convento, y cuentan una fantástica leyenda de cómo apareció dicha Virgen entre los pinos y cómo no quiso salir de allí, obligando a que le hicieran una capilla, la que más tarde sirvió de base al convento.

      Los domingos llegan los aldeanos a oír misa y llevar sus ofrendas a la milagrosa imagen, estas generalmente consisten en gallinas, cabritos, quesos... que, como es natural, tienen que comérselos las monjas.

      También suelen llevar sus meriendas para pasar el día en el pinar de la Virgen, como ellos le llaman, aspirando el sano olor a resina y pinocha.

      Yo me divertía viendo la alegría de aquellas buenas gentes, y deseaba que llegaran los domingos, aunque para mí lo eran todos los días. Las monjas me dejaban libre, y yo hacía vida montaraz corriendo con las hijas de los labradores vecinos o tendida a la sombra de un frondoso olivo rodeada de mis amiguitas, que escuchaban extasiadas mis relatos de las cosas que había en Madrid. Una de ellas me acosaba con preguntas de cómo eran los reyes, pues en su pequeño cerebro no cabía que pudieran ser personas como las demás.

      La vida higiénica, la libertad y tranquilidad de espíritu, durante aquellos tres meses, fueron, sin duda, mi salvación. Me desarrollé como por encanto, y en mi cara, antes paliducha, se estampó el color de la grana.

      En el último turno vino sor Angélica. Como las monjas los días que pasaban en el campo hacían ejercicios de silencio, no podía hablarle, y eso me contrariaba; le hubiera querido contar mis impresiones campestres y mis charlas con las muchachas; pero tuve que aguantarme hasta el regreso a Madrid. Volví con ella, y durante el camino no callé un instante, narrándole hasta las más insignificantes tonterías, que ella escuchaba con aquella su sonrisa de bondad.

      De nuevo se dio comienzo a las tareas escolares. Volvieron las mismas niñas del año anterior, y me parecieron más odiosas al compararlas con mis sencillas campesinas.

      Ese año no tenía ganas de estudiar ni de hacer nada. Raro era el día en que no recibiera un castigo, castigo que en mí hacía efecto contraproducente.

      Solo mi tía, con aquellas prácticas inquisitoriales, pudo anular mi voluntad; pero fuera de ella, rara vez he aceptado imposiciones de nadie, aunque a veces hubiera querido obedecer. Habla algo inconsciente en mí, más fuerte que yo, que no me lo permitía. Siempre he pensado que si a una le quitan la voluntad, la convierten en una pobre cosa, y por eso me he sublevado.

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