Название | La Ruta del Aventurero |
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Автор произведения | Pío Baroja |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 4057664097187 |
En las capillas resplandecían los grandes altares churriguerescos, con sus columnas salomónicas retorcidas, y las tablas antiguas pintadas por maestros imitadores de los flamencos.
Otra iglesia existía en Ondara, hacia el puerto; los arqueólogos no hubiesen encontrado en ella belleza alguna; sin embargo, pintada de azul y de rosa, daba la impresión de juventud y de fuerza de una aldeana rozagante.
El caserío de Ondara, agrupado en torno de la iglesia, en la colina del castillo, tenía un aire de inocencia, de beatitud, de paz; parecía un rebaño blanco que rodease a su pastor. En las azoteas de las casas se secaban al sol trapos de mil colores. A los pocos tejados del pueblo la humedad del mar los llenaba de musgo y hacía brotar en ellos hierbales frondosos y verdes.
Ondara no ofrecía nada de caprichoso ni de pintoresco; tenía un barrio de campesinos y otro de pescadores. El centro lo formaban dos o tres calles bastante anchas, con comercios importantes. Paseaban por ellas los señoritos desocupados, los jóvenes militares, arrastrando el sable, y los curas, con su gran teja y las manos a la espalda, recogiendo el manteo por detrás. A ciertas horas cruzaban grupos de mocitas muy garbosas, muy limpias y pizpiretas, que trabajaban en el embalaje de las naranjas.
De vez en cuando pasaba algún coche o una tartana de familia rica, y los jóvenes sabían inmediatamente si era Vicenteta o Doloretes, o el padre o la madre de una de éstas, la que iba en el carruaje.
Fuera de las calles céntricas y comerciales, las demás eran rectas, bastante anchas y desiertas. Las casas, bajas, sin alero, de grandes puertas y rejas pintadas de verde, se alineaban una tras otra, inundadas de sol, como ensimismadas en la calma soñolienta.
Los transeúntes eran escasos.
Sólo por la mañana se veían viejas vestidas de negro, de ojos desconfiados, y alguna con su poco de barba, que sacaban una llave de debajo del manto, abrían un postigo y cerraban después dando un gran portazo, manifestando su desprecio para el resto de los mortales.
El barrio de pescadores era lo más pintoresco de Ondara: allí se veían calles estrechas y en cuesta, con casuchas pequeñas, chozas, barcas metidas en los corrales y una población marinera expresiva, exagerada y gesticulante. Los hombres trabajaban, hablando, gritando, en su lengua mediterránea; las viejas, ennegrecidas por el sol, componían redes y velas, y los chiquillos haraposos, con harapos rojos, amarillos, verdes, de los colores más vivos, correteaban con los pies descalzos...
Si Ondara no presentaba nada extraordinario desde el punto de vista arqueológico, poseía una luz mágica que la doraba, la hermoseaba, la convertía a ciertas horas en una ascua de oro, en una ciudad de fuego, y en otras le daba un aire de pueblo oriental, de inmovilidad, de calma y de luz.
Como todas las ciudades del Mediterráneo, nacidas del beso suave de la tierra con el mar, Ondara tenía algo armónico por encima del caos producido por la mezcla de muchas razas y de diversas gentes.
Era ciudad provinciana y cosmopolita, campesina y pescadora. En ella el ser más humilde, el pescador más mísero, llevaba en el cerebro, por la misma limitación del mar interior, una idea del mundo. Allí cerca estaba el Africa, con sus misterios; más lejos, Grecia, Roma, Egipto, con sus ciudades opulentas de cielo incomparable y de suelo fecundo...
El habitante obscuro del Atlántico mira el mar como un final ilimitado; el habitante obscuro del Mediterráneo mira el mar como un camino.
De ahí quizá su superioridad colectiva, su sentido social.
Para un hombre llegado de las costas del Atlántico, las orillas del mare nostrum guardan siempre una sorpresa, que a veces toma aspecto de lección. En estas aguas azules del mar latino, que cantan eternamente en las costas, el hombre vive una vida ligera y elástica; allá, a veces, parece superficial lo que en otras partes parece profundo; allá la marea no amenaza constantemente al hombre como en el Océano, y la vida humana se desarrolla en el contacto plácido de la tierra con el mar; de la tierra, que es la patria y la ciudad; del mar, que por el remo o por la vela se convierte en el camino del mundo...
A pesar de esto, la misma magia de la decoración, la misma esplendidez del fondo, hace en estos lugares que el hombre parezca de contornos más limitados, más acusados y quizá por esto más pequeño.
II.
EL CASTILLO
El castillo era un peñón árido que se destacaba de la sierra y avanzaba hundiendo en el mar sus acantilados rojos y amarillentos.
Contemplado a lo lejos apenas se advertía en él mas que alguno que otro lienzo de muralla de color de ceniza, la torre de señales y las baterías altas de su cumbre.
Desde el puerto aparecía imponente con sus paredones grandes de piedra, dorados por el sol; sus torres, sus baterías, sus fortines, sus garitas verdinegras, los traveses, que iban trazando zig-zag por los glacis, y los viejos cañones, que miraban al mar.
La tierra, rojiza, de entre muralla y muralla tenía rincones con almendros y melocotoneros, que en primavera resplandecían como ramos de nieve y de rosa, y taludes con viñas y hierbas salvajes esmaltadas de flores amarillas y azules.
Subiendo al castillo y entrando en su recinto se veía que era ya una ruina, un amontonamiento confuso de murallas viejas, griegas, romanas, visigodas, árabes y alguna que otra moderna.
Los militares consideraban la restauración de la fortaleza casi inútil, y el Gobierno no tenía, al parecer, intenciones de artillarla.
El castillo tenía tres puertas: la puerta de Tierra, que salía cerca de la plaza de la Iglesia; la de la Marina, que miraba al muelle, y la del Socorro, que daba al campo.
Esta última, de extramuros, servía para recibir refuerzos y auxilios del exterior en el caso de que la ciudad estuviese rebelada contra el Poder o se hallara ocupada por el enemigo.
Entrando por la puerta de la Marina y pasando por un puente levadizo, limitado por cadenas y flanqueado por dos garitas, se atravesaba un arco, a uno de cuyos lados estaba el cuerpo de guardia.
Allí, en unos bancos, solía verse a los soldados sentados, mientras que el oficial paseaba por delante del muelle o fumaba en una mecedora.
Del arco de entrada partía una cuesta muy agria, que pasaba por debajo de un túnel de ocho o diez pasos de largo, y al salir de él se desembocaba en un anchurón con casamatas, parque de municiones y almacén de pólvora.
Desde aquí el camino se bifurcaba; uno iba por la izquierda mirando a la sierra; el otro, por la derecha, frente al mar. Los dos se encontraban en la explanada de una batería y rodeaban la ciudadela.
El camino de la izquierda pasaba por encima del pueblo, amenazándole con sus viejas torres, rojizas, guarnecidas con matacanes, y sus baluartes del tiempo de Vauban; luego iba la contraescarpa dando vista a la campiña, limitada por el anfiteatro de montañas, que comenzaba en el Monsant y seguía por las otras alturas que formaban la sierra.
El camino de la derecha presentaba puntos de vista admirables; tenía al principio una batería enlosada, la batería de la Marina, encima mismo del puerto.
Los cañones de esta batería eran de bronce, verdes, con escudos y letreros, y pesadas cureñas llenas de adornos. Era aquel sitio uno de los más pintorescos del Castillo. Por entre las almenas se veía el mar. Una garita de piedras, vacilantes, colgada en el vacío, con un agujero redondo en el suelo, dejaba ver el puerto a vista de pájaro.
Saliendo de la batería de la Marina, el camino escalaba una cuesta, corría por encima de los acantilados, pasaba por delante de la Cueva de Pastor, que terminaba en el mar, y llegaba a la batería de las Damas. Aquí la vista se había alargado, ensanchado, enriquecido.
Más arriba se hallaba la batería de San Antón,