Diario de Nantes. José Emilio Burucúa

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Название Diario de Nantes
Автор произведения José Emilio Burucúa
Жанр Языкознание
Серия Biografías y Testimonios
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789874159991



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es, en todo caso, una novedad de finales del siglo XVIII también para las sociedades europeas modernas.

      Olivier Rey ocupó el podio y se refirió a “La confusión de las leyes”. Hizo un recorrido erudito a través de la historia de la dicotomía entre leyes del hombre y leyes naturales, de sus distinciones y superposiciones frecuentes. Por cierto, estuvo muy bien y sólido el pebete. Se lanzó a algo muy simple: consultar el Trésor de la langue française (edición 1971-1994) y extraer las dos primeras acepciones del vocablo “ley”: 1) regla general imperativa; 2) regularidad general y verificable. La primera presupone la existencia de su cumplimiento y también de su incumplimiento, pues esta alternativa da pie a la imputación delictiva y al castigo. La segunda, en cambio, no admite excepciones, siempre se cumple; según Claude Bernard, suponer que fuese posible la existencia de excepciones a la ley natural sería una postura claramente anticientífica. La separación de ambos tipos de ley parece muy neta. Sin embargo, Jean Piaget encontró que, en los niños, la idea de necesidad se presenta de consuno en los planos de lo físico y de lo moral. Es bastante extraño que el mismo Piaget se haya extralimitado al afirmar que, hasta los tiempos modernos, la humanidad en bloque se habría mantenido en ese estadio infantil de confusión de las leyes, lo cual se habría manifestado en la persistencia de la admisión simultánea de excepciones a ambos tipos de ley: los milagros, en cuanto a la ley natural; los monstruos, en cuanto a la ley moral. Según el pedagogo suizo, el gran Aristóteles no habría ido más lejos en ese aspecto que un adolescente contemporáneo de once o doce años. Bergson, por su parte, en Las dos fuentes de la moral y de la religión, sospecha que la distinción entre una ley que verifica y otra ley que ordena no es demasiado neta en la mayoría de los hombres. El colega Rey trazó enseguida una historia del proceso de separaciones y nuevas fusiones de ambos órdenes a partir del renacimiento platónico y neoplatónico del Renacimiento cuyo protagonista principal fue Marsilio Ficino, quien había resucitado la idea paleocristiana de Clemente de Alejandría sobre la filosofía griega como el Antiguo Testamento de los paganos. El platonismo abrió el camino hacia el empleo de las matemáticas en calidad de intermediarias entre lo inteligible y lo real, que culminaría con la metáfora galileana de los dos libros, puesta por escrito en Il Saggiatore. Antes ya, el mismo Galileo había trazado una frontera muy precisa entre los dos géneros de leyes en la carta a Cristina de Lorena: las Escrituras nos enseñan qué hacer para que nuestras almas vayan al cielo; el libro de la naturaleza, directamente escrito por la mano divina, nos enseña, en cambio, cómo marchan los cielos. Leibniz volvió a anudar las normas pues concilió el Dios hacedor de máquinas con el Dios bienhechor, al postular que Dios había elegido esta máquina existente porque era la mejor posible. En El año 2440, Mercier volvió a la carga: los descubrimientos de la matemática de la naturaleza habían confirmado la creación divina; en la sociedad futura del libro, el ateísmo había sido derrotado y la ley divina había reemplazado las religiones del miedo, inventadas por los sacerdotes. Se comprobaba así la unicidad de las dos leyes. Aunque la libertad humana hacía que las leyes morales no fueran respetadas sin excepciones, al contrario de cuanto sí lo eran las naturales. En el siglo XIX, se avanzó en el sentido de una desmoralización radical del mundo. Mientras la ley moral debía de considerarse solamente humana, la ley de la naturaleza era inhumana, con toda la desesperación metafísica que el asunto implicaba, tan bien expresada por Melville en una carta a Nathaniel Hawthorne de julio de 1851: “La razón por la que la masa de los hombres teme a Dios y, en última instancia lo aborrece, es porque desconfían de Su corazón, y se lo imaginan todo cerebro, como un reloj”. Antes de despedirse, Rey apuntó a dos casos en los que la matematización de la naturaleza fue rechazada: 1) Aristóteles condenó el uso de la geometría y del cálculo para explicar el mundo porque, para él, el nudo de la física era el ser vivo, no matematizable. 2) Al enfrentarse con la vida, Kant sintió la misma repulsa hacia la aritmética y la geometría en nombre de la teleología, que le parecía formaba un rasgo esencial del ser viviente. Durante los comentarios, Supiot refrendó su sagacidad; destacó que la matemática, a pesar de gobernar las ciencias naturales y proporcionar su lenguaje a la formulación de sus leyes, jamás usa la palabra ley para referirse a sus propias verdades o enunciados (en la estadística, los matemáticos rehuyeron también la palabra; han sido los científicos de otras disciplinas quienes, al aplicarla, hablaron de leyes de la estadística). Hasta mañana.

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      16 de octubre

      Después del mismo ritual madrugador de ayer, como un buen alumno y mejor ciudadano del IEA, me presenté a las nueve y media en la segunda parte del Coloquio de Giuseppe Longo. Un joven italiano, Andrea Cavazzini, miembro del Grupo de Investigaciones Materialistas (GRM) y de la Asociación “Louis Althusser”, de quien por la pinta de genio loco y las adscripciones me esperaba algún exabrupto, resultó ser un expositor clásico y brillante de la misma dialéctica de las dos leyes que, antes de irnos a casa, había desenvuelto ayer Olivier Rey. Cavazzini trajo a colación otros autores y otros matices del tema. Aunque muy bien no entiendo la coherencia entre lo dicho por Andrea y el título de su conferencia, “Ley, forma y estructura. De la crítica epistemológica a la Naturphilosophie”, debo decir que me deleitaron su camino y su paisaje. Dijo, para empezar, que el desarrollo de nuestro encuentro hasta ese momento había bastado para dejar en claro que la noción de ley es un estorbo epistemológico a la hora de comprender el trabajo de la ciencia. Citó a Lactancio a través de un texto de Blumenberg. En sus Institutiones divinae, el Padre de la Iglesia afirmó que los movimientos de los astros no son voluntarios sino necesarios porque hay leyes que así lo mandan. Dios es el Dominus. Andrea se ocupó luego de la metáfora del Dios relojero. Aclaró que el único que la empleó explícitamente antes de 1800 fue Voltaire, en 1772 en su texto Les cabales. Claro que la idea de un Dios mecánico y gobernador, a la vez, había despuntado ya en el Leviatán de Hobbes desde las páginas de su introducción. Newton la colocó en el centro de sus retoques a la teoría de la gravitación universal en el Escolio General, agregado a la segunda edición de los Principia en 1713. Cavazzini planteó luego la cuestión de los vínculos entre el carácter bifronte de la ley divina y la univocidad del conocimiento humano, entre la carta a Cristina de Lorena por Galileo y el capítulo IV del Tratado teológico-político escrito por Spinoza. Resaltó, luego, el eclipse de la noción del Dios trascendente, no sólo en Spinoza sino en Leibniz, para quien la divinidad se hace interior a la realidad al establecer un vínculo de participación con la Mónada. Bella imagen es la de la rotación recíproca de Dios y de la Mónada en el texto ad hoc de Leibniz. Deus sive Natura [Dios o bien la Naturaleza]. Andrea cerró su exposición con una cita tomada de las famosas lectures que Richard Feynman impartió en 1964 en la Universidad Cornell sobre El carácter de una ley física. Sólo de matemáticas se trata, ha desaparecido hasta la sombra de un legislador, sea trascendente o inmanente. En la etapa de los comentarios, Longo apuntó que Newton echó mano de la idea de un Dios componedor perpetuo de los desacoples de su creación al comprobar que las ecuaciones gravitacionales no tenían solución cuando se las aplicaba a un conjunto de más de dos cuerpos, por ejemplo, a la interacción de la Tierra, el Sol y la Luna. El fellow asociado Pierre Musso, por su parte, hizo una acotación preciosa: Nicolás Oresme usó la metáfora del reloj como Vox Dei en el siglo XIV.

      Alain Supiot cerró el Coloquio. La suya fue una contribución excepcional, dotada de altura de miras, densidad filosófica, coraje político y pasión por el futuro de la humanidad. No exagero un ardite. “Conclusión: Después del reino de la ley”, la llamó. Convocó a Pierre Legendre, el guionista de la película sobre el ENA, quien atribuye un rasgo, más que gregario, borreguil a la antigua expresión “vivre ensemble”, utilizada por Renan en su ensayo ¿Qué es una nación?, de 1882. La Francia de hoy propone a sus ciudadanos el “vivir juntos” como un desideratum [deseo]. Con la idea de que detrás de esas dos palabras se ha esfumado la idea de “sociedad”, Supiot comenzó la exploración del asunto. Se remitió al Digesto de Justiniano para extraer la definición de la affectio societatis, que impone pensar y realizar una “empresa común” entre los asociados, compartir las ganancias y las pérdidas de la unión. En primer lugar, el “vivir juntos” no implica ninguno de semejantes atributos de cualquier sociedad que se precie de serlo. La tradición occidental asignó la mayor importancia política al vaivén entre la fuerza o el poder de las leyes y los intereses de los individuos comprendidos en sus efectos. Platón pensó que los desequilibrios se podrían solucionar toda