Pensadores de frontera. Jaime Nubiola Aguilar

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Название Pensadores de frontera
Автор произведения Jaime Nubiola Aguilar
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9788432152511



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asesinos y en colaboradores del mal. Este intento de arrojar luz sobre lo que ocurrió entre 1940-1945 le valió duras críticas por «defender a un nazi y traicionar a su propio pueblo». Lo que muchos no entendieron fue que, durante el juicio de Eichmann, la filósofa alemana no intentó defender a un demonio, sino defender a la humanidad.

      La situación intelectual y general en la que Hannah Arendt desarrolla su tesis de la banalidad del mal era de desconfianza ante el mundo y ante el ser humano mismo. Los hombres desconfiaban de la razón porque creían que esta había llevado a tan inmensos desastres: era la razón la que había construido las cámaras de gas y las armas nucleares. Lo que Arendt logra es precisamente refutar esta idea al afirmar que el mal no tiene profundidad, que el mal —de ordinario— no proviene del cálculo, sino precisamente de la falta de reflexión, de la superficialidad.

      Arendt recupera la confianza en el hombre como un ser que puede hacer el mal sin por ello ser pura maldad; en su comprensión del hombre queda espacio abierto a la redención, a la esperanza de que cuando el hombre se comporta como tal, no se convierte en un demonio. Somos capaces de hacer el mal, pero no es el pensamiento lo que nos lleva al mal, no son nuestras cualidades más humanas, sino más bien el no usarlas plenamente, lo que puede llevarnos a cometer crímenes horribles.

      Pensar lleva a plantearnos las cuestiones últimas. Estos mismos principios son los que invocamos cuando tenemos dudas en nuestro actuar, cuando estamos en una encrucijada moral y necesitamos una guía. El problema surge cuando estos principios no existen, cuando la renuncia a pensar los ha convertido en clichés vacíos que se caen ante el más mínimo asomo de presión y no nos permiten ser capaces de dar una respuesta razonada y personal a los problemas. Respondía Hannah Arendt a Hans Jonas en 1972: «Yo estoy completamente segura de que toda esta catástrofe totalitaria no habría ocurrido si la gente todavía creyera en Dios o, mejor dicho, en el infierno, es decir, de haber existido aún principios últimos. Pero no los había. Y usted sabe tan bien como yo que no había principios últimos que hubieran podido invocarse con visos de éxito. No había nadie a quien invocar».

      Este deseo de sacralidad, de una fe más grande en el hombre y en sus capacidades, se transparenta en todas las obras de Hannah Arendt, en las que todos los grandes ideales humanos son reverenciables. Explica Alfred Kazin que leer a Arendt le evoca un mundo al que debemos todos nuestros conceptos de la grandeza humana. Sin Dios no sabemos quiénes somos, no sabemos quién es el hombre. Esto es lo que la filosofía de Arendt parece insinuar: su confianza y su gratitud por el regalo de ser. Su fe en la justicia, en la verdad, en todo lo que hace grande y bueno al hombre la convirtió en una incomprendida, que se alejaba de las convenciones de un mundo que reducía la grandeza y el misterio del hombre. Arendt está muy lejos del nihilismo y de la frustración a los que muchos llegaron después de ser testigos de los sucesos del siglo pasado, pues no pierde la esperanza y su búsqueda de la verdad evoca algunas rendijas por las que se abre a una realidad trascendente, a un misterio inabarcable, a Dios.

      Arendt muestra una visión abierta a una realidad trascendente porque no tiene una fe ciega en el ser humano; es perfectamente consciente de lo que el hombre es capaz de hacer, no cierra los ojos a la maldad humana. Sin embargo, esto no es motivo de desesperanza pues su fe no es solo en el hombre mismo, sino en lo que hace grande al hombre. Es consciente de que cuando el hombre solo cree en sí mismo se frustra, no es capaz de ser hombre en plenitud. Esto se ve plasmado, por ejemplo, en la conversación que mantuvo una noche con Golda Meir, primer ministro de Israel. Meir le dijo: «Siendo yo socialista, naturalmente no creo en Dios. Creo en el pueblo judío». Y Arendt explicará: «Me quedé sin respuesta… Pero podía haberle dicho: la grandeza de este pueblo brilló en una época en que creía en Dios y creía en Él de tal manera que su amor y su confianza hacia Él eran mayores que su temor. ¿Y ahora este pueblo solo cree en sí mismo? ¿Qué bien puede derivarse de ello?». Precisamente, la visión de Arendt es esperanzadora porque no confía solo en sus propias capacidades, sino en algo que está más allá del ser humano, deja espacio al misterio, a esa impredecibilidad de la que tanto le gusta hablar. El verdadero mal, para el hombre, es renunciar a ser hombre, es hacerse superfluo como ser humano y esto ocurre cuando el hombre solo confía en sí mismo.

      Lo que Arendt hace en sus escritos es preparar el terreno para que quepa Dios. En un mundo donde el hombre es malo y su razón también lo es, Dios no puede existir. Dios existe cuando el ser humano se comprende a sí mismo como lo que es, cuando se sabe poseedor de grandes capacidades y a la vez capaz de los más grandes horrores, cuando pone confianza en sí y a la vez deja espacio para el misterio que lo supera. Por eso, en la filosofía arendtiana podemos percibir esa apertura y esa confianza que están muy lejos de la nada y muy cerca de Dios.

      3.

      Con Graciela Jatib

      UNA MAÑANA, MIENTRAS DIÓGENES de Sínope —aquel filósofo que vivía en un barril— tomaba el sol a las afueras de Corinto, se acercó a conocerlo Alejandro Magno. En un momento del diálogo entre la opulencia y la insignificancia, Alejandro le ofreció: «Pídeme lo que quieras», a lo que Diógenes solamente respondió: «Apártate un poco porque me estás tapando el sol». Veintitrés siglos después, Albert Camus escribiría en sus Memorias: «Crecí en el mar y la pobreza fue para mí fastuosa; perdí el mar y todos los lujos me parecieron grises, la miseria intolerable» (III, 603).

      El filósofo y escritor Albert Camus, nacido en Argelia en 1913 y fallecido en un accidente de automóvil en una carretera de Francia cuando apenas contaba con 46 años, sigue siendo un referente hoy. Camus es un genuino pensador de frontera: sus obras, línea a línea, destilan autenticidad e invitan a sus lectores a pararse a pensar. Hannah Arendt escribió desde París a su esposo Heinrich Blücher a primeros de mayo de 1952: «Ayer vi a Camus; sin duda el mejor hombre que hoy tiene Francia. Está muy por encima del resto de los intelectuales».

      En 1957 la Academia sueca concedió a Camus el Premio Nobel de Literatura «por su importante producción literaria, que ilumina con seriedad y clara visión los problemas de la conciencia humana de nuestro tiempo». Camus es un faro que resplandece intermitentemente en una época de claroscuros, en un tiempo de desasosiegos y conflictos. La luz que recibió fue la luz que devolvió al mundo. Así lo expresaba en su discurso al recibir el premio: «Jamás he podido renunciar a la luz, a la dicha de ser, a la vida en que he crecido». Todo estaba en la luz del Mediterráneo, en esa reminiscencia infantil que Jean Grenier, su profesor en la escuela secundaria de Argel, siempre le animó a testimoniar: «En plena oscuridad de nuestro nihilismo, he buscado solamente las razones para superar ese nihilismo»; pero —continúa Camus— las he buscado «por fidelidad instintiva a la luz donde nací y donde, desde hace milenios, los hombres aprendieron a saludar a la vida hasta en el sufrimiento».

      Quien haya frecuentado las páginas de Albert Camus sabe que hay en ellas una relación con Dios en términos de controversia, como el que pide respuestas a Quien puede dárselas. Dios siempre está presente en sus escritos; a veces desde la apatía, como en El extranjero (1942): «Le contesté que no creía en Dios; más aún, que me parecía una cuestión sin importancia», o desde la búsqueda del sentido frente al absurdo en El mito de Sísifo (1942): «Así lo absurdo se convierte en Dios y la impotencia para comprender en el ser que lo ilumina todo»; hasta está presente en el intento de crear una moral de la solidaridad y el compromiso más allá de la religión en La peste (1947): «¿Se puede ser santo sin Dios?» .

      Como escribió su biógrafo Olivier Todd, «la idea de un Dios en el que no podía creer le persiguió». Charles Moeller en Literatura del siglo xx y cristianismo escribe que Camus «representa la actitud del honette homme (del hombre honrado) de la época ante el silencio de Dios» y, refiriéndose a La peste, añade: «Si hay en la obra de Camus una hendidura por donde pudiera penetrar el misterio de la gracia, es aquí donde hay que buscarla». La peste representa el mal enquistado en el corazón del hombre y la resistencia al mal desde la solidaridad. Una ciudad turística ha sido invadida por las ratas y queda contaminada por la enfermedad. Nadie puede entrar ni salir, están incomunicados: «Una nueva disposición prohibió toda correspondencia para evitar que las cartas pudieran ser vehículo de infección». La desesperación