Manual de Escapología. Antonio Pau

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Название Manual de Escapología
Автор произведения Antonio Pau
Жанр Философия
Серия La Dicha de Enmudecer
Издательство Философия
Год выпуска 0
isbn 9788498798975



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des Champs en el siglo XVII.

      La soledad puede encontrarse en el campo, en el bosque, en el jardín o en una isla, y todas son huidas distintas, porque la sensibilidad de cada fugitivo es distinta. También puede encontrarse en un recinto cuidadosamente dispuesto —el studiolo y el cabinet du sage del Renacimiento—, o en la habitación desordenada del adolescente, que se limita a echar la llave a la puerta de su cuarto. También se puede encontrar la soledad en uno mismo, en ese cubiculum cordis del que tan delicadamente hablaron los padres de la Iglesia primitiva, una soledad en la que el hombre puede refugiarse aunque el ambiente del entorno sea opresivo y ruidoso.

      La compañía puede encontrarse en una sociedad imaginaria —la Utopía— o en un ambiente creado de manera artificial —la Arcadia—. También puede encontrarse en la aldea, en la que se busca una compañía más serena que la compañía apresurada de la gran ciudad. Y puede encontrarse en pequeños grupos afines con los que se tiene en común el gusto por la vida campestre o naturista, o el gusto por viajar, o por una determinada música. O en una comuna, que no tiene más reglas que el capricho, el amor libre y las camisas de flores.

      En otros casos la huida no busca la soledad ni la compañía. Busca fundirse en el vacío. Hacerse uno con la gran Nada. El tao, el budismo y todas las religiones sin Dios buscan desgajar el alma del cuerpo y elevarla a una región de quietud y de indiferencia. Aunque cabría preguntarse si acaso ese no-Dios no es un Dios inefable, al que se le ha quitado todo rastro de antropomorfismo.

      Y hay también otra forma de huida hacia una felicidad artificial, que es la droga. El fugitivo sale de sí mismo para visitar lugares llenos de caricias y de brillos, donde todo es fácil, y claro, y complaciente.

      Y hay una huida que no logra consumarse, porque es solo una ilusión en la que el hombre se refugia cuando arrecia la enemistad del mundo.

      Y hay otra huida que tiene un recorrido muy breve, porque coinciden el punto de partida y el punto de llegada, y es la reinvención. El fugitivo se busca trabajosamente a sí mismo, para salir, como la crisálida, convertido en otro mejor.

      Y hay, finalmente, una huida que emprenden dos personas que se quieren hacia una felicidad que comparten en una soledad que es plenitud.

      Soledad y compañía se enredan confusamente en la huida, porque son a la vez origen y destino. ¿Cómo se puede aborrecer y ansiar la soledad? ¿Cómo se puede aborrecer y ansiar la compañía?

      «No es bueno que el hombre esté solo» (Génesis 2,18). El primer sentimiento del primer hombre fue la soledad. Pero ¿qué soledad era esa, cuando Adán no podía sentir la falta de nadie, porque no conocía a ningún semejante? En el origen del hombre está esa soledad dolorosa como carencia innata. Todo hombre viene al mundo con el dolor de la soledad impreso en su naturaleza. Todo hombre nace herido de soledad.

      La soledad de Adán —y tras él la de todos— es un hueco, una carencia. El hombre es un ser menesteroso. Por eso se dice Dios a sí mismo, al ver a ese Adán doliente: «Voy a darle una ayuda adecuada». El hombre, desde que nace, necesita ayuda, y esa ayuda es la compañía.

      El Génesis no lo dice, pero si Adán hubiera seguido solo, habría huido. El hueco de la soledad le hubiera impulsado a buscar la compañía. Habría recorrido ansiosamente todos los rincones del Paraíso sin saber lo que buscaba, y luego habría saltado la valla del Paraíso, porque una necesidad oscura, irracional, lo empujaba.

      Pero hay una soledad de la que se huye y una soledad que se busca. Algunas lenguas distinguen esas dos soledades, como el inglés —loneliness y solitude— o el alemán —Alleinsein y Einsamkeit—. Son realidades tan distintas, que resulta sorprendente que otras lenguas no puedan diferenciarlas. La soledad de la que se huye es la soledad-angustia, y la soledad a la que se huye es la soledad-quietud.

      Tampoco lo dice el Génesis, pero Eva, en algún momento, cansada de la locuacidad de Adán y de los juegos ruidosos de Caín y Abel, habría buscado una soledad distinta de la que sintió Adán en el primer día de la creación, que era una soledadangustia, y habría buscado la soledad-quietud, la de estar lejos, la de aislarse un rato bajo la sombra silenciosa de una encina.

      También hay una compañía de la que se huye y una compañía que se busca. Parece que solo el sánscrito distinguió ambas compañías, y las llamó dutsang y satsang. Es curioso que solo una lengua muerta diferencie una dualidad tan viva. Dutsang es la compañía-obstáculo, la que nos lo impide todo, la tranquilidad, la serenidad, la quietud, la paz. Satsang es la compañía-dádiva, la que nos da gratuitamente todo, la paz, la comprensión, la ayuda.

      Deshaciendo el enredo, se puede decir que se huye de la soledad-angustia a la compañía-dádiva, y de la compañía-obstáculo a la soledad-quietud. Cualquier otro cruce de soledades y compañías solo dará lugar a una huida frustrada.

      Sea refugiándose en la soledad o refugiándose en la compañía, el hombre lo que busca con la huida es el sosiego. El mundo, el entorno hostil, le produce un sentimiento negativo o privativo: una in-quietud, una des-sazón, un des-asosiego. Ese mundo o ese entorno le han privado de algo, y ese algo lo tiene que recuperar. «El sosiego —escribió Kant— es una condición sine qua non de la felicidad». De manera que para alcanzar la meta última de la huida, que es la felicidad, el hombre tiene que pasar por esa meta previa que es el sosiego.

      Se podría decir que el que huye es un buscador de sosiego, lo que en el ámbito germánico se ha llamado un Stillesucher. Pero hay que tener en cuenta que el sosiego tiene dos elementos: el sosiego exterior y el sosiego interior. Se puede huir de muchas cosas: de un ruido constante que amarga la vida (el ruido de una industria cercana, el ruido del tráfico urbano, el ruido de vecinos sin consideración) y refugiarse en la quietud de la naturaleza; se puede huir del fingimiento de las relaciones sociales y recluirse en la vida sencilla de la aldea...

      Pero con esta huida al bosque o a la aldea se ha conseguido solo el sosiego exterior. Con el mero desplazamiento no se ha alcanzado el otro elemento del sosiego, que es el sosiego interior. Como dice Quevedo en la frase con que cierra la vida del Buscón, «nunca mejora de estado quien muda solamente de lugar y no de vida y costumbres».

      ¿Acaso el que huye de su Patria,

      huye de sí mismo?

       Patriae quis exul

       se quoque fugit?

      se pregunta Horacio en unas de sus Odas. Y más explícito es aún Séneca: «¿Qué se gana atravesando el mar y cambiando de ciudad? Si quieres ahuyentar las inquietudes que te oprimen no necesitas estar en otro lugar, sino ser otro».

      Aunque se aleje, si el fugitivo no se sosiega no habrá culminado la huida. Allá donde vaya llevará consigo el mismo malestar del que huye. Sosegarse exige esfuerzo. Es el arduo sosiego del que habló Heidegger. Y el mismo filósofo precisó que sosegarse supone desasirse, distanciarse, «soltarse» de sí mismo (das Sichloslassen), someterse a un esforzado serenamiento interior (das In-sich-beruhen).

      Un verso de san Juan de la Cruz lo ha dicho todo con un solo adverbio. Un adverbio que revela en sus dos únicas letras todo el esfuerzo que exige el desasimiento interior:

      Estando ya mi casa sosegada.

      Ese «ya» ha dejado acuñada para siempre la dura lucha que exige el sosiego. Hölderlin nos lo había advertido: «Lo que es permanente lo dicen los poetas».

      La huida no es la única reacción posible frente al entorno hostil. Cabe también la rebelión. En este segundo caso se trata de reaccionar frente al mundo en lugar de escapar de él. Hay quien, como Thoreau, optó por la huida y, tras su solitaria reclusión en Walden Pond, se rebeló contra