Miau. Benito Perez Galdos

Читать онлайн.
Название Miau
Автор произведения Benito Perez Galdos
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 4057664148674



Скачать книгу

y si mayaría cuando hablaba. De aquí pasó rápidamente á hacer la observación de que el mote puesto á su abuela y tías en el paraíso del Real, era la cosa más acertada y razonable del mundo. Todo esto germinó en su mente en menos que se dice, con el resplandor inseguro y la volubilidad de un cerebro que se ensaya en la observación y en el raciocinio. No siguió adelante en sus gatescas presunciones, porque su abuelita, poniéndole la mano en la cabeza, le dijo: «¿Pero la Paca no te ha dado esta tarde merienda?»

      —Sí, mamá... y ya me la comí. Me dijo que subiera á dejar los libros y que bajara después á jugar con Canelo.

      —Pues ve, hijo, ve corriendito, y te estás abajo un rato, si quieres. Pero ahora me acuerdo... vento para arriba pronto, que tu abuelo te necesita para que le hagas un recado.

      Despedía la señora en la puerta al chiquillo, cuando de un aposento próximo á la entrada de la casa salió una voz cavernosa y sepulcral, que decía: «Puuura, Puuura».

      Abrió ésta una puerta que á la izquierda del pasillo de entrada había, y penetró en el llamado despacho, pieza de poco más de tres varas en cuadro, con ventana á un patio lóbrego. Como la luz del día era ya tan escasa, apenas se veía dentro del aposento más que el cuadro luminoso de la ventana. Sobre él se destacó un sombrajo larguirucho, que al parecer se levantaba de un sillón como si se desdoblase, y se estiró desperezándose, á punto que la temerosa y empañada voz decía: «Pero, mujer, no se te ocurre traerme una luz. Sabes que estoy escribiendo, que anochece más pronto que uno quisiera, y me tienes aquí secándome la vista sobre el condenado papel».

      Doña Pura fué hacia el comedor, donde ya su hermana estaba encendiendo una lámpara de petróleo. No tardó en aparecer la señora ante su marido con la luz en la mano. La reducida estancia y su habitante salieron de la obscuridad, como algo que se crea surgiendo de la nada.

      —Me he quedado helado—dijo D. Ramón Villaamil, esposo de doña Pura; el cual era un hombre alto y seco, los ojos grandes y terroríficos, la piel amarilla, toda ella surcada por pliegues enormes en los cuales las rayas de sombra parecían manchas; las orejas transparentes, largas y pegadas al cráneo; la barba corta, rala y cerdosa, con las canas distribuidas caprichosamente, formando ráfagas blancas entre lo negro; el cráneo liso y de color de hueso desenterrado, como si acabara de recogerlo de un osario para taparse con él los sesos. La robustez de la mandíbula, el grandor de la boca, la combinación de los tres colores negro, blanco y amarillo, dispuestos en rayas, la ferocidad de los ojos negros, inducían á comparar tal cara con la de un tigre viejo y tísico, que después de haberse lucido en las exhibiciones ambulantes de fieras, no conserva ya de su antigua belleza más que la pintorreada piel.

      —Á ver, ¿á quién has escrito?—dijo la señora, acortando la llama que sacaba su lengua humeante por fuera del tubo.

      —Pues al jefe del Personal, al señor de Pez, á Sánchez Botín y á todos los que puedan sacarme de esta situación. Para el ahogo del día (dando un gran suspiro), me he decidido á volver á molestar al amigo Cucúrbitas. Es la única persona verdaderamente cristiana entre todos mis amigos, un caballero, un hombre de bien, que se hace cargo de las necesidades... ¡Qué diferencia de otros! Ya ves la que me hizo ayer ese badulaque de Rubín. Le pinto nuestra necesidad; pongo mi cara en vergüenza suplicándole... nada, un pequeño anticipo, y... Sabe Dios la hiel que uno traga antes de decidirse... y lo que padece la dignidad... Pues ese ingrato, ese olvidadizo, á quien tuve de escribiente en mi oficina siendo yo jefe de negociado de cuarta, ese desvergonzado que por su audacia ha pasado por delante de mí, llegando nada menos que a gobernador, tiene la poca delicadeza de mandarme medio duro.

      Villaamil se sentó, dando sobre la mesa un puñetazo que hizo saltar las cartas, como si quisieran huir atemorizadas. Al oir suspirar á su esposa, irguió la amarilla frente, y con voz dolorida, prosiguió así:

      —En este mundo no hay más que egoísmo, ingratitud, y mientras más infamias se ven, más quedan por ver... Como ese bigardón de Montes, que me debe su carrera, pues yo le propuse para el ascenso en la Contaduría Central. ¿Creerás tú que ya ni siquiera me saluda? Se da una importancia, que ni el Ministro... Y va siempre adelante. Acaban de darle catorce mil. Cada año su ascensito, y ole morena... Este es el premio de la adulación y la bajeza. No sabe palotada de administración; no sabe más que hablar de caza con el Director, y de la galga y del pájaro y qué sé yo qué... Tiene peor ortografía que un perro, y escribe hacha sin h y echar con ella... Pero en fin, dejemos á un lado estas miserias. Como te decía, he determinado acudir otra vez al amigo Cucúrbitas. Cierto que con éste van ya cuatro ó cinco envites; pero no sé ya á qué santo volverme. Cucúrbitas comprende al desgraciado y le compadece, porque él también ha sido desgraciado. Yo le he conocido con los calzones rotos y en el sombrero dos dedos de grasa... Él sabe que soy agradecido... ¿Crees tú que se le agotará la bondad?... Dios tenga piedad de nosotros, pues si este amigo nos desampara iremos todos á tirarnos por el Viaducto.

      —Bueno, dame la carta para Cucúrbitas—dijo doña Pura, que acostumbrada á tales jeremíadas, las miraba como cosa natural y corriente.—Irá el niño volando á llevarla. Y ten confianza en la Providencia, hombre, como la tengo yo. No hay que amilanarse (con risueño optimismo). Me ha dado la corazonada... ya sabes tú que rara vez me equivoco... la corazonada de que en lo que resta de mes te colocan.

       Índice

      —¡Colocarme!—exclamó Villaamil poniendo toda su alma en una palabra. Sus manos, después de andar un rato por encima de la cabeza, cayeron desplomadas sobre los brazos del sillón. Cuando esto se verificó, ya doña Pura no estaba allí, pues había salido con la carta, y llamó desde la escalera á su nieto, que estaba en la portería.

      Ya eran cerca de la seis cuando Luis salió con el encargo, no sin volver á hacer escala breve en el escritorio de los memorialistas. «Adiós, rico mío—le dijo Paca besándole.—Ve prontito para que vuelvas á la hora de comer. (Leyendo el sobre.) Pues digo... no es floja caminata, de aquí á la calle del Amor de Dios. ¿Sabes bien el camino? ¿No te perderás?»

      ¡Qué se había de perder, ¡contro!, si más de veinte veces había ido á la casa del señor de Cucúrbitas y á las de otros caballeros con recados verbales ó escritos! Era el mensajero de las terribles ansiedades, tristezas é impaciencias de su abuelo; era el que repartía por uno y otro distrito las solicitudes del infeliz cesante, implorando una recomendación ó un auxilio. Y en este oficio de peatón adquirió tan completo saber topográfico, que recorría todos los barrios de la Villa sin perderse; y aunque sabía ir á su destino por el camino más corto, empleaba comúnmente el más largo, por costumbre y vicio de paseante ó por instintos de observador, gustando mucho de examinar escaparates, de oir, sin perder sílaba, discursos de charlatanes que venden elixires ó hacen ejercicios de prestidigitación. Á lo mejor, topaba con un mono cabalgando sobre un perro ó manejando el molinillo de la chocolatera lo mismito que una persona natural; otras veces era un infeliz oso encadenado y flaco, ó italianos, turcos, moros falsificados que piden limosna haciendo cualquiera habilidad. También le entretenían los entierros muy lucidos, el riego de las calles, la tropa marchando con música, el ver subir la piedra sillar de un edificio en construcción, el Viático con muchas velas, los encuartes de los tranvías, el trasplantar árboles y cuantos accidentes ofrece la vía pública.

      —Abrígate