Conquistadores de lo imposible. José Ángel Mañas

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Название Conquistadores de lo imposible
Автор произведения José Ángel Mañas
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417241353



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subestimado su ira y sus capitanes le reprochaban su error.

      —Dile que cese la guerra.

      Marina alzó la voz al traducirlo.

      Con su timbre agudo, lanzó sus palabras. La respuesta fue inmediata.

      —¡No es posible!

      A Cuitláhuac se le notaba, en la cara pintada, la satisfacción. Tenía los ojos encendidos por el odio. Era un hombre más fuerte que Moctezuma, decidido y consciente de que llegaba su momento.

      —¡Hemos prometido a nuestros dioses no dejar de guerrear hasta que todos los teules estén muertos! ¡Por eso rogamos cada día a Huitzilopochtli y a Tezcatlipoca que guarde a mi hermano Moctezuma libre y sano, y nos perdone!

      De pronto apareció otro hombre que alguien dijo era Cuauhtémoc, un joven de veintipocos años, sobrino de Moctezuma, bien proporcionado y de tez algo más clara, que según las complicadas normas de sucesión mexica estaba llamado a ser su heredero. Para hacerse ver bien de los suyos, se destacó de entre un grupo y, antes de que Moctezuma hablase de nuevo, gritó con rabia:

      —¡Calla, bellaco afeminado, nacido para tejer y no para ser tlatoani! ¡No nos engañas, Moctezuma! ¡Esos perros barbados que tanto amas te tienen preso desde hace demasiado, y tú eres un guajolote que ni siquiera intentas liberarte! ¡Hablar como hablas solo es posible si yacen contigo y te tienen por su manceba!

      Tendió su arco y, aunque su flecha no le alcanzó, otras la siguieron y las piedras se sucedieron de tal manera que mientras los principales tenochcas se retiraban, de entre sus filas surgió una nueva catarata de proyectiles.

      Los españoles cubrieron a Moctezuma con sus rodelas, pero no con la suficiente presteza: le golpearon tres piedras y una en la cabeza hizo que el penacho cayese al suelo.

      14

      —¡Ponedlo a resguardo!

      Los barbudos arrastraron al tlatoani hacia el interior. Un sirviente que intentaba coger el penacho a punto estuvo de morir.

      Cortés se abrió paso entre el grupo que protegía a Moctezuma…

      El tlatoani tenía el cráneo ensangrentado, la piel amoratada y abultada allí donde le había golpeado la piedra.

      —¿Es grave?

      Impresionaba verlo sin penacho, con el cuero cabelludo lleno de sangre, conmocionado por el golpe. Había perdido toda su dignidad y ahora era un hombre agotado y humillado, que intentaba ponerse en pie rechazando su ayuda. Lo acompañaron sus caciques de vuelta a su aposento.

      —Está más que enfermo —dijo Cristóbal de Olid—. Le han matado su orgullo. Su propio hermano y su pueblo acaban de renegar de él en público. Eso es peor que la muerte.

      Moctezuma era la baza más importante que les quedaba y Cortés soltó una exclamación de ira, en medio del silencio de los presentes. Entre los guardias de Moctezuma, algunos contestaban fuera de sí a los insultos que seguían llegando de la calle.

      —Y ahora preparaos porque, si muere, ninguno de los presentes saldremos vivos de Tenochtitlán —dijo Alvarado.

      II. HACIA LA NOCHE TRISTE

      Palacio de Axayácatl, 28 de junio de 1520

      1

      Las palabras de Alvarado resultaron proféticas: aunque las heridas no eran de gravedad, entre el desánimo de ver que su pueblo se volvía contra él y el sentirse despreciado por Cortés, Moctezuma se fue apagando.

      La agonía duró tres días.

      En uno de sus raros momentos de lucidez, el tlatoani llamó a Malinche para comunicarle sus últimas voluntades. Mirándolo con ojos opacos, le suplicó que velase por sus hijos. En especial su hijo Chimalpopoca y tres niñas de corta edad, sus joyas más preciadas. En sus últimos instantes parecía reconciliado con su destino.

      —No te apenes por mí, Malinche. Morir es tan sencillo como nacer. Según el padre Olmedo, lo dice en vuestro libro sagrado… La vida es una ráfaga de viento… Las nubes se disipan y desaparecen…

      Aquello emocionó a Cortés, quien murmuró unas palabras de asentimiento para confortar el ánimo de su antiguo enemigo.

      Los españoles estaban alteradísimos. Muchos se lamentaban, conscientes de que con Moctezuma se perdía toda posibilidad de salvarse. El propio Cortés se revolvió contra el padre Olmedo. Le reprochó no haber sabido convertirle a la fe verdadera…

      El arrebato era tan tremendamente injusto, que el mercedario se mostró dolido.

      —No creí que pudiese llegar a morir de esas heridas…Tantos meses aguantando, y ahora…

      —Era un indio débil. No estaba hecho a la dureza de la guerra. Hacía años que vivía en la comodidad. Y el cautiverio lo ablandó más.

      Sonaba con fuerza el tambor del gran cu. Un estruendoso griterío acompañó nuevas rociadas de flechas sobre el palacio de Axayácatl. Todos se refugiaron en el interior y Cortés se dirigió, seguido de Juan Velázquez, a la parte del recinto ocupada por Moctezuma. Allí los servidores y los notables que lo acompañaban en su cautiverio lloraban desconsolados.

      Cortés se volvió hacia uno de los papas que formaban parte del séquito.

      —Tú, acércate… Ahora vas a salir ahí fuera y pedir que te lleven ante ese Cuitláhuac al que han alzado por señor. Le dirás que Moctezuma ha muerto. Explícale que murió por las piedras que le lanzaron los suyos cuando les hablaba desde la azotea.

      El hombre no apartaba la vista del cadáver. Este permanecía tendido sobre la estera que servía de lecho en el suelo del aposento. Los criados y las mujeres lloraban otra vez.

      —Les dirás que murió por heridas de los suyos y que a nosotros nos pesa más que nadie. Que les entregamos el cuerpo para que lo honren con la ceremonia que corresponde… Diles que el deseo de Moctezuma fue que nombrase sucesor a Chimalpopoca, su hijo más querido, que está con nosotros. Esa fue su última voluntad.

      Chimalpopoca era de los jóvenes que acompañaban a Moctezuma, sin hablar nunca con los barbudos. Una presencia muda que no había dejado de llorar durante su agonía. Al oír a Marina decir su nombre, dirigió hacia ella unos ojos llenos de lágrimas y cogió la mano fría de su padre. Sollozaba como un chiquillo y Cortés no pudo evitar sentir por él cierto desprecio.

      —Pero si, como parece, han elegido como tlatoani a ese Cuitláhuac al que nosotros pusimos en libertad no hace mucho, lo aceptaremos siempre que nos dejen salir de la ciudad en paz. Si hay paz, no morirá nadie. Si no, quemaremos sus casas y de Tenochtitlán no quedará piedra sobre piedra, ¿lo has entendido?

      El papa asintió e hizo una última reverencia tocando el suelo con la mano. Salió sin darle nunca la espalda al cadáver del tlatoani.

      —¡Espera!

      2

      Tanto Chimalpopoca como los demás notables que habían sufrido cautiverio con Moctezuma miraron a Cortés expectantes.

      —Lo he pensado mejor. Diles que entre los seis que están aquí cojan el cuerpo. Que acompañen al papa y expliquen lo sucedido. Es un gesto de paz. Que sirva para acabar con la guerra.

      Marina se dirigió a los señores tenochcas, que, limpiándose las lágrimas, se incorporaron. Solo quedó Chimalpopoca arrodillado junto a Moctezuma. Todos seguían desorientados. Nadie sabía cuál sería su suerte. Reprobados por los suyos y despreciados por los barbudos, para quienes ya no eran útiles, parecían marionetas a las que les hubieran cortado los hilos. Hombres de voluntad y moral quebradas y asustados.

      Los cautivos miraron primero a Cortés, luego al papa que desde el vano de la puerta decía algo en su idioma. Se acercaron al lecho a coger el cuerpo entre todos y, ante el llanto de Chimalpopoca, que también se