Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza

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Название Un puñado de esperanzas
Автор произведения Irene Mendoza
Жанр Языкознание
Серия HQÑ
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788413072494



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de extrañeza, pero al verme su sonrisa iluminó la habitación entera. Le devolví la sonrisa y acaricié su rostro, retirando un mechón de pelo de su preciosa cara, llena de churretes de rímel negro. Aun así, estaba preciosa. Se sorbió los mocos como una niña pequeña y me acarició la cabeza enredando sus dedos en mi pelo. Después de un lapsus, que duró unos segundos, en el que me quedé fascinado mirando los contornos de su rostro, la suave piel de sus párpados, la carnosidad de sus labios, regresé a la realidad para ofrecerle la taza de té que le había preparado.

      —Ten un té. Tómatelo, aún está caliente —le dije con una suave firmeza que solía serme útil en casos de llanto femenino.

      Aunque conociendo a Frank bien podía no servirme para nada. Ella era distinta, estaba claro. Con ella me daba la sensación de andar en la cuerda floja todo el tiempo. Las viejas normas ya no servían para nada.

      —Ahora te lo aceptaré encantada. —Sonrió.

      Me incorporé aliviado y se lo di mientras ella se sentaba en la cama tranquila y sosegada para empezar a beberse el té a sorbos pequeños.

      —¿Y Pocket?

      —Se ha ido a casa de Jalissa —dije algo más relajado ya.

      —No debí… Vaya numerito os he montado. —Negó con la cabeza culpándose a sí misma.

      —Él es como mi hermano. No te preocupes.

      Asintió y le dio un sorbo al té. En ese momento Frank me parecía tan frágil y vulnerable que solo sentía deseos de abrazarla y decirle que yo la cuidaría, que la haría feliz, que todo iría bien. Pero no soy ningún mentiroso y no suelo prometer lo que sé que no podré cumplir. Nadie puede prometer eso, nadie debería creer que la felicidad de otra persona dependerá solamente de sí mismo porque eso es imposible y peligroso.

      —Luego te lo contaré todo. Ahora… no puedo —susurró.

      —Tranquila, no importa.

      —Tú me has contado cosas. Es lo justo. —Sonrió con amargura.

      No sé cómo, pero sentí que me invadía una dolorosa ternura hacia ella y la atraje hacia mí sujetando su nuca y posando mi frente en la suya. Ella cerró los ojos y suspiró.

      —No soy buena para ti —suspiró de pronto.

      —¿Quién lo dice? —Sonreí acariciando su cuello.

      No me contestó, se levantó de la cama para buscar el paquete de tabaco en su abrigo y encendió un cigarrillo que me pasó enseguida para fumárnoslo juntos. Después se volvió hacia mi colección de música y rebuscó hasta encontrar algo que le gustase. Eligió Nights of White Satin, de The Moody Blues y regresó a la cama.

      —Mi madre siempre me decía que era una niña mala, pero en broma, luego se reía y me abrazaba —dijo exhalando el humo—. Se suicidó, ¿sabes?

      —Frank… —susurré negando con la cabeza.

      No quería que se hiciese eso a sí misma, que se causase dolor. Conocía ese mecanismo, el de la autocompasión, y era siempre dañino.

      —No se despidió de mí, solo de mi padre. Aunque ya no estaban juntos. Se metió en la bañera, se maquilló y se puso uno de sus turbantes. Aún era muy hermosa. Tomó champán y sus antidepresivos. Dijeron que fue un paro cardíaco. Claro que lo fue —dijo sarcástica e hizo otra pausa para quitarme el cigarrillo y lo miró despectiva y sonriendo—. Esto debería ser un porro, ¿sabes?

      —No fumo porros —dije.

      Frank se rio, pero tras esa sonrisa forzada vi el dolor de su corazón. Yo sabía perfectamente lo que era eso. La comprendía perfectamente.

      No iba a poder pararla, lo necesitaba, necesitaba soltarlo, lo que fuese, así que la dejé continuar con el rostro muy serio, intentando no demostrar compasión. Comenzaba a conocer un poco a Frank como para saber que, si percibía eso por mi parte, seguro que se molestaría.

      —Hoy me he enterado de que estaba enferma. Tenía cáncer y no era operable —dijo con rabia—. Mi padre lo sabía y pudo decírmelo porque siempre… siempre pensé que fue mi culpa, que no llegué a tiempo de salvarla. Él dice que lo hizo por mi bien, que fue para protegerme. Siempre dice lo mismo.

      No podía decir nada, no debía, solo la abracé con fuerza para intentar absorber ese dolor que la invadía y que había convertido en rabia y resentimiento, ese que casi la hacía temblar.

      —Mi padre también se suicidó, muy lentamente, pero me dejó ser consciente del proceso. Tu madre tuvo más piedad de ti —le dije.

      Frank me miró y creí que se pondría a llorar, pero no lo hizo.

      —Mi padre quiere casarse con esa putilla. Pensé que sería como con las otras, pero parece que con esta va en serio. Se hace viejo y no quiere estar solo —rio mordaz.

      —Frank, es su vida, déjale.

      Pero no me escuchaba y continuó con su monólogo.

      —Siempre pensé que ella se había suicidado por mi culpa. Yo le dije que papá tenía una amiga, fui yo. Los vi y se lo conté a mi madre. Ahora resulta que se eran infieles el uno al otro. Seguían juntos por imagen, todo era mentira. Las fotos de mi madre con mi padre en las revistas, los bailes en el Waldorf, las fiestas… Y mi padre va y me jura que la quería, que la quiso siempre, pero que mi madre era muy complicada.

      —Puede que fuese verdad, puede que la quisiese.

      —¡Puf! ¡Basura! Todo era mentira —dio otro sorbo al té y otra calada llena de rabia—. Y esa… Fue a por él desde el principio. Mi padre me ha pedido que por lo menos guarde las apariencias, aunque no la tolere, y le he dicho que yo no soy mi madre. Ahí ha comenzado toda la discusión.

      —Frank, tu eres más lista que ellos y no cometerás los mismos errores.

      —¿Eso crees? —me dijo con tristeza—. Eso es lo que intentas tú, ¿verdad, Mark?

      No respondí. Ella leía en mí como en un libro abierto y aún no sé cómo.

      Allí estaba Frank, en sujetador negro y liguero, mirándome a los ojos y de pronto sentí cómo la atmósfera se iba cargando de una intensa sensualidad que emanaba de su cuerpo y también del mío, llenando el espacio circundante entre ambos, con la música y todo cuanto nos rodeaba, llenando hasta nuestra soledad.

      Creo que en ese instante fuimos conscientes de que Pocket ya no estaba y de que ambos nos deseábamos con vehemencia. No hablábamos, no nos movíamos, pero ambos nos escrutábamos codiciosos y febriles.

      Frank se quitó el sujetador sin apartar sus ojos de los míos, mirándome con aquellos inmensos ojos acuosos y hambrientos y yo le contemplé los pechos maravillado, aguardando una señal suya para comenzar a tocarla y besarla.

      Me moría de ganas de hacérselo y me parecía que la noche anterior había ocurrido hacía mucho tiempo. La excitación que había sentido esa tarde en su casa volvía con renovado furor. Fue entonces cuando habló.

      —Cuando me lo haces me olvido hasta de mi nombre, ¿sabes, Mark?

      Temblé de puro placer al escucharla. No podía creer lo que ella me estaba susurrando con la voz más erótica y sensual que había escuchado en mi vida.

      —Mark, haz que lo olvide. Fóllame como anoche y haz que lo olvide todo —dijo.

      Me suplicó de tal manera que mi erección comenzó a crecer inmediatamente bajo mis boxers.

      —Yo no te follo, princesa… yo te hago el amor —le susurré acercándome a su boca y acariciando su escote con mi nariz.

      Quería sexo, era su forma de dejar de lado el mundo, ahora me daba cuenta y me reconocía en ella, en su necesidad de escapar, de evadirse conmigo, así que eso es lo que tendría. Y yo estaría encantado de proporcionárselo.

      Me quité rápidamente los