La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке. Висенте Бласко-Ибаньес

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Una novia le había abandonado tal vez, allá en su país, para casarse con otro. Luego el italiano creyó recordar mejor. La novia había muerto y Robledo juraba, como en las novelas, no casarse… Este hombre corpulento, gastrónomo y burlón llevaba en su interior una tragedia amorosa.

      Pero como si Robledo tuviera empeño en evitar que le tomasen por un personaje romántico, se apresuró á decir escépticamente:

      – Yo busco á la mujer cuando me hace falta, y luego continúo solo mi camino. ¿Para qué complicar mi existencia con una compañía que no necesito?…

      Una noche, al salir los tres de un teatro, Elena mostró deseos de conocer cierto restorán de Montmartre abierto recientemente. Para sus amigos era un lugar mágico, á causa de su decoración persa – estilo Mil y una noches vistas desde Montmartre – y de su iluminación de tubos de mercurio, que daba un tono verdoso á los salones, lo mismo que si estuviesen en el fondo del mar, y una lividez de ahogados á sus parroquianos.

      Dos orquestas se reemplazaban incesantemente en la tarea de poblar el aire de disparates rítmicos. Los violines colaboraban con desafinados instrumentos de metal, uniéndose á esta cencerrada bailable un claxon de automóvil y varios artefactos musicales de reciente invención, que imitaban dos tablones que chocan, un fardo arrastrado por el suelo, una piedra sillar que cae…

      En un gran óvalo abierto entre las mesas se renovaban incesantemente las parejas de danzarines. Los vestidos y sombreros de las mujeres – espumas de diversos colores en las que flotaban briznas de plata y oro – , así como las masas blancas y negras del indumento masculino, se esparcían en torno á las manchas cuadradas de los manteles.

      Con la música estridente de las orquestas venía á juntarse un estrépito de feria. Los que no estaban ocupados en bailar lanzaban por el aire serpentinas y bolas de algodón, ó insistían con un deleite infantil en hacer sonar pequeñas gaitas y otros instrumentos pueriles.

      Flotaban en el aire cargado de humo esferas de caucho de distintos colores que los concurrentes habían dejado escapar de sus manos. Los más, mientras comían y bebían, llevaban tocadas sus cabezas con gorros de bebé, crestas de pájaro ó pelucas de payaso.

      Había en el ambiente una alegría forzada y estúpida, un deseo de retroceder á los balbuceos de la infancia, para dar de este modo nuevo incentivo á los pecados monótonos de la madurez. El aspecto del restorán pareció entusiasmar á Elena.

      – ¡Oh, París! ¡No hay mas que un París! ¿Qué dice usted de esto, Robledo?

      Pero como Robledo era un salvaje, sonrió con una indiferencia verdaderamente insolente. Comieron sin tener apetito y bebieron el contenido de una botella de champaña sumergida en un cubo plateado, que parecía repetirse en todas las mesas, como si fuese el ídolo de aquel lugar, en cuyo honor se celebraba la fiesta. Antes de que se vaciase la botella, otra ocupaba instantáneamente su sitio, cual si acabase de crecer del fondo del cubo.

      La marquesa, que miraba á todos lados con cierta impaciencia, sonrió de pronto haciendo señas á un señor que acababa de entrar.

      Era Fontenoy, y vino á sentarse á la mesa de ellos, fingiendo sorpresa por el encuentro.

      Robledo se acordó de haber oído hablar á Elena repetidas veces del banquero mientras estaban en el teatro, y esto le hizo presumir si se habrían visto aquella misma tarde. Hasta se le ocurrió la sospecha de que este encuentro en Montmartre estaba convenido por los dos.

      Mientras tanto, Fontenoy decía á Torrebianca, rehuyendo la mirada de la mujer de éste:

      – ¡Una verdadera casualidad!… Salgo de una comida con hombres de negocios; necesitaba distraerme; vengo aquí, como podía haber ido á otro sitio, y los encuentro á ustedes.

      Por un momento creyó Robledo que los ojos pueden sonreir al ver la expresión de jovial malicia que pasaba por las pupilas de Elena.

      Cuando la botella de champaña hubo resucitado en el cubo por tercera vez, la marquesa, que parecía envidiar á los que daban vueltas en el centro del salón, dijo con su voz quejumbrosa de niña:

      – ¡Quiero bailar, y nadie me saca!…

      Su marido se levantó, como si obedeciese una orden, y los dos se alejaron girando entre las otras parejas.

      Al volver á su asiento, ella protesto con una indignación cómica:

      – ¡Venir á Montmartre para bailar con el marido!…

      Puso sus ojos acariciadores en Fontenoy, y añadió;

      – No pienso pedirle que me invite. Usted no sabe bailar ni quiere descender á estas cosas frívolas… Además, tal vez teme que sus accionistas le retiren su confianza al verle en estos lugares.

      Luego se volvió hacia Robledo:

      – ¿Y usted, baila?…

      El ingeniero fingió que se escandalizaba. ¿Dónde podía haber aprendido los bailes inventados en los últimos años? Él sólo conocía la cueca chilena, que danzaban sus peones los días de paga, ó el pericón y el gato, bailados por algunos gauchos viejos acompañándose con el retintín de sus espuelas.

      – Tendré que aburrirme sin poder bailar… y eso que voy con tres hombres. ¡Qué suerte la mía!

      Pero alguien intervino como si hubiese escuchado sus quejas. Torrebianca hizo un gesto de contrariedad. Era un joven danzarín, al que había visto muchas veces en los restoranes nocturnos. Le inspiraba una franca antipatía, por el hecho de que su mujer hablaba de él con cierta admiración, lo mismo que todas sus amigas.

      Gozaba los honores de la celebridad. Alguien, para marear irónicamente la altura de su gloria, lo había apodado «el águila del tango». Robledo adivinó que era un sudamericano por la soltura graciosa de sus movimientos y su atildada exageración en el vestir. Las mujeres admiraban la pequeñez de sus pies montados en altos tacones y el brillo de la abultada masa de sus cabellos, echada atrás y tan unida como un bloque de laca.

      Esta «águila» bailarina, que se hacía mantener por sus parejas, según murmuraban los envidiosos de su gloria, se vió aceptada por la mujer de Torrebianca, y los dos empezaron á danzar. El cansancio obligó á Elena repetidas veces á volver á la mesa; pero al poco rato ya estaba llamando con sus ojos al bailarín, que acudía oportunamente.

      Torrebianca no ocultó su disgusto al verla con este mozo antipático. Fontenoy permanecía impasible ó sonreía distraída-mente durante los breves momentos que Elena empleaba en descansar.

      Volvió á acordarse Robledo de la expresión de lejanía que había observado en todos los que tienen un pagaré de vencimiento próximo. Pero este recuerdo pasó rápidamente por su memoria.

      Miró con más atención al banquero, y se dió cuenta de que ya no pensaba en cosas invisibles. La insistencia de Elena en bailar con el mismo jovenzuelo había acabado por imprimir en su rostro un gesto de descontento igual al que mostraba Torrebianca.

      Siempre que pasaba ella en brazos de su danzarín, sonreía á Fontenoy con cierta malicia, como si gozase viendo su cara de disgusto.

      El español miró á un lado de la mesa, luego miró al lado opuesto, y pensó:

      «Cualquiera diría que estoy entre dos maridos celosos.»

      CAPÍTULO III

      En uno de los tés de la marquesa de Torrebianca conoció Robledo á la condesa Titonius, dama rusa, casada con un noble escandinavo, el cual parecía absorbido por su cónyuge, hasta el punto de que nadie reparase en su persona.

      Era una mujer entre los cuarenta años y los cincuenta, que todavía guardaba vestigios algo borrosos de una belleza ya remota. Su obesidad desbordante, blanca y flácida tenía por remate una cabecita de muñeca sentimental; y como gustaba de escribir versos amorosos, apresurándose á recitarlos en el curso de las conversaciones, sus enemigas la habían apodado «Cien kilos de poesía».

      Se presentaba en plena tarde audazmente escotada, para lucir con orgullo sus albas y gelatinosas superfluidades. Usaba joyas gigantescas