La araña negra, t. 2. Ibanez Vicente Blasco

Читать онлайн.
Название La araña negra, t. 2
Автор произведения Ibanez Vicente Blasco
Жанр Зарубежная классика
Серия
Издательство Зарубежная классика
Год выпуска 0
isbn http://www.gutenberg.org/ebooks/45830



Скачать книгу

de fingir un ánimo varonil, para entonces hacerme yo la ilusión de que trataba con un hombre y exterminarla, que es lo único que usted merece.

      Al hablar de exterminio, Baselga se acercó a su esposa, y ésta incorporóse, asustada, gritando con temblorosa voz:

      – Fernando mío, ¡por Dios! Perdóname; piensa que tienes una hija y que yo soy su madre.

      Duró algunos instantes Baselga entre extender sus brazos contra aquella mujer ó separarse de ella, y, por fin, al oir que hablaba de su hija, prorrumpió en una interminable carcajada, de sonido tan raro, que crispaba los nervios.

      – ¿Conque yo tengo una hija? ¿Por ella te he de respetar?

      – Sí, Fernando mío; piensa en tu hija y en que yo soy su madre, y así me perdonarás. Te han engañado, han mentido para perderme… esa carta es falsa… yo no conozco a ese inglés… yo no conozco a nadie… ¿Quieres que traiga aquí a tu hija?

      – No la traigas – gritó con voz tonante el conde – . La pobre criatura es inocente y no debe pagar las faltas de nadie. Si la trajeras, sería capaz de estrellarla contra la pared, con toda tranquilidad, pues no hay en su sangre una sola gota de la mía.

      – ¿Que no es tu hija? – exclamó Pepita, con un asombro que le hubiera envidiado la más consumada actriz.

      – Mira, Pepita: no sigas mintiendo, o de lo contrario no respondo de mí. Te he dicho que lo sé todo, y así es la verdad. Esa criatura no es hija mía. Ahí está para atestiguarlo la mujer que te asistió en el parto, la cual confiesa que la niña nació dos meses después de la fecha que tú me anunciaste. Tú sabrás quién es su padre, pues no se habrá borrado aún de tu memoria el recuerdo del hombre a quien te entregaste después de mi partida.

      Pepita, al conocer que su esposo estaba tan bien enterado, experimentó mayor turbación, y sólo supo decir, con la inconsciencia de un autómata:

      – Mentira; todo lo que te han dicho es una falsedad. Alguien me quiere perder.

      – Sí; alguien te pierde, pero es tu misma desvergüenza. Mira esa carta que aún tienes sobre las rodillas, examina bien la letra, y después atrévete a negar que la has escrito tú misma para un amante que hace tiempo absorbe tus sentidos, hasta el punto de olvidarte de tu esposo y de tu hija.

      La condesa, no sabiendo qué contestar, apeló a la suprema razón de la mujer, y volvió a llorar, ocultando el rostro entre las manos.

      Mucho tiempo pasó Baselga paseando por la habitación con aire meditabundo, y, al fin, se paró ante su mujer, exclamando con voz cavernosa:

      – Señora: es necesario que esto concluya. Sé bien que ante los ojos de Dios, que es enemigo del pecado, tengo yo derecho a exterminar a la mujer que tan vergonzosamente ha mancillado mi honor, pero un valiente no se ensucia jamás con la sangre de un ser débil. Hace poco me sentía capaz de estrangularla entre mis manos, pero ahora me felicito de no haber adoptado tan extrema resolución, que vendría a añadir nueva vergüenza a mi deshonra. Otra será mi venganza y cual corresponde a un caballero que tiene derecho a llevar alta la frente.

      Dijo Baselga estas últimas palabras con tanta firmeza, que Pepita levantó, asustada, la cabeza y preguntó con ansiedad:

      – ¿Qué piensas hacer?

      – Hoy mismo, señora, quedaremos separados y buscaré a ese inglés, al que usted tanto ama, para cambiar algunas balas o darnos de estocadas; pero antes iré a Palacio, pues nuestro divorcio no ha de quedar en el misterio, ni un conde de Baselga ha de abandonar a su esposa sin que todo el mundo sepa la causa. Hablaré con la reina Amalia para que sepa la conducta de su esposo y la de una dama de su servidumbre de honor, y usted, señora, no podrá ya volver a Palacio y la alta sociedad le repudiará de su seno. Sé perfectamente que entre las gentes de Palacio hay muchas señoras que sólo de tal tienen el nombre y que proceden con sus maridos tan infamemente como usted con el suyo; pero eso no aminorará la pena que yo la destino, pues en ciertas esferas el escándalo es lo que mata, y las más culpables y dignas de castigo son las que más se apresuran a abrumar con su desprecio a la compañera de pecado que no ha sabido impedir que fueran conocidas sus faltas. Soy joven; hasta hace poco era un imbécil; pero el dolor y la venganza han operado en mí una transformación y hoy veo claro cuanto me rodea, y conozco que, para un carácter altanero y soberbio como el de usted, el peor castigo es verse abandonada de todos y despreciada por las mismas mujeres cuyos celos y envidias provocaba hasta hace poco. Todo Madrid sabrá que la baronesa de Carrillo es una prostituta sin vergüenza, una mujer infame, que su marido, el conde de Baselga, la ha abandonado por conservar limpio su honor, y quiere que todo el mundo lo sepa.

      Efectivamente; debía de ser para Pepita muy terrible el castigo que le prometía su esposo, por cuanto temblaba y mostraba más miedo que momentos antes cuando Baselga la golpeaba.

      Este miraba fijamente a su esposa, adivinando el efecto que en ella causaban sus palabras, y para hacer mayor su tormento, añadió con cierta complacencia:

      – Todo Madrid sabrá quién es usted y la escupirá en el rostro. Las altas damas de Palacio le negarán la entrada en sus casas, y cuando la encuentren en la calle, si se dignan fijar en usted sus ojos, será para dirigirla miradas de desprecio; los hombres, si la hablan, será para dirigirla palabras capaces de ruborizar a la pecadora más perdida; toda persona virtuosa y de honor huirá de usted, y hasta los buenos padres de la Compañía, esos santos varones que dirigían su conciencia, se negarán en adelante a ser el sostén de una ramera con título de baronesa.

      – ¡No! ¡Eso no!.. – exclamo Pepita involuntariamente al oír el nombre de la Orden y fué a seguir hablando, pero de pronto palideció, y bajando la cabeza sumióse en el silencio.

      La condesa, al ver incluído entre sus castigos el desprecio de los jesuítas, experimentó la involuntaria tentación de hablar, y hasta su lengua fué a decir que ellos eran los principales causantes de su infidelidad conyugal; pero en tal instante el recuerdo del misterioso poder de la Orden y de lo que ésta era capaz para castigo de los imprudentes, pasó rápidamente por su imaginación y creyó prudente callar, exponiéndose a un castigo problemático, como era el manifestado por su esposo, para librarse del castigo de la Compañía, que era mas cierto.

      – ¿Cómo que no? – preguntó Baselga apenas su esposa dijo tales palabras – . ¿Duda usted acaso de que los jesuítas abandonarán a una esposa adúltera e infame? La Compañía de Jesús es una religión de hombres virtuosos y humildes, que sienten horrible antipatía contra el crimen y la deshonestidad, y que la abandonarán a usted apenas se convenzan de sus terribles faltas. ¿Ve usted al buen padre Claudio, siempre tan atento y deferente? Pues tengo la seguridad de que apenas sepa que es usted una esposa adúltera, se llenará de santo horror, y su indignación no tendrá límites cuando yo le cuente que usted ha sido la querida del rey, logrando con sus infernales tentaciones que el monarca ungido de Dios cayese en el pecado.

      Si la condesa no hubiera tenido el rostro oculto entre sus manos, tal vez se la hubiera visto sonreir sarcásticamente mientras su esposo hablaba de las virtuosas indignaciones del padre Claudio.

      La rabia que sentía el violento Baselga, aquel afán de venganza brutal que no podía desahogar por miramientos de sexo, producían en el gigantesco comandante una angustia terrible, que al fin le obligó a dejarse caer en un sillón, donde permaneció mucho tiempo con los ojos entornados y respirando jadeante como si fuera víctima de mortal congoja.

      Pepita, a pesar de que hacía tiempo miraba con indiferencia a su esposo, sentía hacia él cierta atracción desde que lo vió tan magnífico e imponente durante la terrible y brutal explosión de su rabia, y además necesitaba calmar su enojo por medio de caricias. Por esto comenzó a mirar con inquietud al conde, que parecía próximo a ser víctima de una congestión que pusiera en peligro su existencia.

      Mucho rato permaneció Baselga inmóvil y como abstraído, hasta que por fin dió señales de ir serenándose, y abriendo sus ojos los fijó en su esposa con extrañeza.

      – ¿Aún está usted aquí? ¿Quiere usted acaso continuar mintiendo por más tiempo y engañarme con sus miserables embelesos? Salga usted inmediatamente