Название | El fuego de la montaña |
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Автор произведения | Eduardo de la Hera Buedo |
Жанр | Документальная литература |
Серия | Testigos |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788428565011 |
Lo demás ya lo conocen los lectores. Es su propia historia en la Historia de Cristo. Por cierto, después de su publicación no todo fueron aplausos. Algunos católicos más conservadores (curas y laicos) tal vez acostumbrados a otras historias de Cristo más dulzonas y tópicas, no entendieron el lenguaje fuerte de Papini. Así que sobre la cabeza del converso arreciaron algunas críticas a modo de tormenta. Pero también recibió reconocimientos y bendiciones, ya que el libro sería aplaudido por muchísimos católicos (sacerdotes, obispos y laicos) que entendieron el esfuerzo y mérito del escritor, recientemente converso[37].
5. Después de su conversión
A partir de comienzos de los años veinte (fecha aproximada de su conversión) Papini practicará un catolicismo combatiente, duro, polémico. Por supuesto, no abandonará su compromiso con la cultura (los libros y las artes); pero sus escritos tendrán ya un color y calor nuevos: el que imprime la fe.
5.1. Agustín, el «númida africano»
Escribirá, en 1929, una muy personal biografía (Sant´Agostino) de otro ilustre converso, Agustín de Hipona: el númida africano (como le llamaba Papini)[38]. Esta biografía no pretendía ser una paráfrasis de las Confesiones ni «una exposición completa de su pensamiento»[39]. Tan sólo intentaba Papini asomarse al alma del gran Padre de la Iglesia, a quien comparaba, en sus vuelos, a un cóndor (él se veía a su lado «como una hormiga con alas»).
S. Agustín entró en la vida de Papini, primero como escritor de obra extensa y ferviente apasionado del saber humano; pero no puede decirse que lo conoció hasta bien «avanzada la juventud» y con una salvedad: de Agustín le interesaban más «las cuestiones humanas que las divinas»[40].
«Puede decirse que, antes de volver a Cristo, san Agustín fue, con Pascal, el único escritor cristiano que yo leí con admiración no tan sólo intelectual. Y cuando yo forcejeaba por salir de los cubiles del orgullo a respirar el divino aire del absoluto, san Agustín me prestó inmensa ayuda»[41].
Le parecía a Papini que existía alguna semejanza entre san Agustín y él: ambos eran aficionados a la literatura y a la palabra, ambos buscadores de filosofías, amantes de la verdad (hasta rondarles la «tentación del ocultismo»), ambos sensuales y ávidos de fama. Pero cuando Papini descubrió por la fe a Cristo, también san Agustín adquirió para él una luminosidad nueva: «Si una vez lo admiré como escritor, hoy le quiero como un hijo quiere a su padre, lo venero como un cristiano venera a un santo»[42].
5.2. «La escala de Jacob»
La escala de Jacob (1932) es una colección de artículos, escritos por su autor entre 1919 y 1931, cuyo nexo no es otro que la visión católica del mundo y de la fe en un Dios universal.
Merece destacarse, entre estos artículos, el primero, titulado Amor y muerte (1919), cuyo tema central gira en torno al abandono, por parte de algunos cristianos, de la paradoja de la cruz (o de lo que la cruz significa) para ser sustituida por un paganismo de nuevo cuño, en el que triunfa el culto no precisamente a la belleza del Resucitado, sino al yo egoísta y violento que todos llevamos dentro. La pregunta que se hace Papini es esta: ¿La cruz llegará a coronar la esfera (el mundo) o la esfera saltará por los aires destrozada por el profesor Lucifer?[43].
El segundo artículo que inserta La escala de Jacob se titula ¿Hay cristianos? (1919), y parte de esta afirmación: Nadie, excepto los santos (pocos numéricamente) han estado dentro del evangelio (lo han vivido a fondo). Pocos «han transpuesto el límite del Reino de los cielos». No existen, pues, verdaderos cristianos (según Papini), y no «es posible retornar al evangelio, puesto que jamás hemos llegado a él». El cristianismo es «un bien que no hemos querido aceptar». El cristianismo no es algo que pertenezca al pasado; «tal vez pertenece al porvenir». Más que una nostalgia, «el cristianismo es una esperanza». La más grande originalidad para un hombre de nuestros tiempos sería la de ser cristiano. Y concluye nuestro autor con esta contundente afirmación: «Es necesario que intentemos, con un atraso de casi dos mil años, convertirnos por vez primera en cristianos»[44].
Llama la atención también su artículo La juventud del catolicismo (1927), en el que, en contra de los que sostienen que el catolicismo está muerto, él afirma que dos mil años aún es una buena edad para la Iglesia, y que el catolicismo no sólo «no está agonizando, sino que por el contrario se halla apenas en su fase de preparación y de expectativa». Cristo continúa en la vida de la Iglesia: en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, pero también en la historia del devenir cristiano.
«Decidlo fuerte y gritad que nuestro Dios es un Dios joven, amigo de los niños y de los jóvenes (...) No os preocupéis si nuestros libros parecen antiguos y si nuestras iglesias están hechas de piedras seculares (...) Viejos, en cambio, son los enemigos del cristianismo. Vieja es la barbarie feroz que a cada tanto aflora en la humanidad; viejo es el paganismo que jamás ha muerto del todo en las almas bajas y mal convertidas...»[45].
Este es el problema que atenaza a Papini: el que los cristianos (él se incluía, sin duda) no estamos suficientemente convertidos. Y este es –según él– el gran problema de toda la Iglesia. Sabemos dónde está la fuente y con frecuencia andamos perdidos, lejos de Cristo, bebiendo en charcos y lodazales.
5.3. Gog, el monstruo viajero
Gog es de 1931. Todo el argumento del libro se sustenta en una ficción: un loco, llamado Gog, un monstruo «que debía tener medio siglo, alto, mal garbado, sin un solo cabello en su cuerpo», hombre rico y viajero, entrega al autor un fajo de manuscritos: «un envoltorio de seda verde». El demente supuestamente habría recogido en ellos reflexiones y experiencias de su vida: «eran apuntes sueltos, páginas de antiguos diarios, fragmentos de recuerdos, mezclados todos sin orden, sin fechas precisas, redactados en un inglés vulgar, pero bastante descifrable»[46].
«Se trata, me parece, de un documento singular y sintomático: espantoso, tal vez, pero de un cierto valor para el estudio del hombre de nuestro siglo»[47]. Es lo que le interesaba a su autor: hacer un retrato del hombre de su siglo. Pero, como el siglo que le tocó en suerte a Papini (primera mitad del siglo XX) fue bastante convulso y accidentado, el retrato que le sale resulta un tanto estremecedor y distorsionado. Las riquezas acumuladas han dado pie a que muchos caigan en la extravagancia. Unos caen, de hecho, y otros, en sueños. Todo ello le da pie a Papini para derrochar no sólo imaginación, sino también ironía y crítica, no exentas de horror y espanto.
Papini se cura en salud ya en el prólogo, y, siendo consciente de dónde está y de lo que vive después de su conversión, hace una advertencia: «Yo no puedo de ninguna manera aprobar los sentimientos y los pensamientos de Gog y de sus interlocutores. Todo mi ser, que ahora se ha renovado con mi retorno a la Verdad, no puede menos que aborrecer lo que Gog cree, dice o hace»[48].
En el comienzo del libro nos encontramos con una cita del Apocalipsis: «Satán será liberado de su cárcel y saldrá para reducir a las naciones, a Gog y Magog...»[49]. La obra suma más de cincuenta relatos breves, entre los que desfilan toda clase de personajes, algunos un tanto originales y estrafalarios, como el Duque de Hermosilla de Salvatierra, personaje imaginario («último descendiente de una de las más gloriosas familias de la vieja Castilla») que Papini sitúa en Burgos. Es curiosa la visión que de Castilla (supongo que también de España) tenía Papini: gentes de abolengo, fieles a D. Ruy Díaz de Vivar (el Cid Campeador), instaladas en un apasionado culto al pasado, toreros e inquisidores...
Después de enseñarle su curioso palacio, poblado de maniquíes con vestidos de época, en el que el Duque había «revivido» a todos sus antepasados (menos a un afrancesado), Gog-Papini decide marcharse aquella misma noche de Burgos. La visita al palacio del Duque de Salvatierra le había producido «no ya terror, sino una especie de náusea que me quitaba