El fuego de la montaña. Eduardo de la Hera Buedo

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Название El fuego de la montaña
Автор произведения Eduardo de la Hera Buedo
Жанр Документальная литература
Серия Testigos
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9788428565011



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no ha podido evitar que los hijos de Adán «continuaran siendo débiles y frágiles (...), bajo el dominio de la sangre y del orgullo». Un demonio, sin embargo, estará «dispuesto a defender al último hombre, que es hijo de nuestras obras» (las obras del mal). Pero parece que llega tarde. Palabras como culpa, redención, pecado, bien y mal han dejado de tener significado. Hasta «Dios» se ha convertido en «un concepto inútil y absurdo». Y es que, con la llegada de Kant (o con el advenimiento de la modernidad), ha comenzado una etapa nueva (y tal vez desdichada) para la humanidad[75].

      Finalmente, en Barcelona, Papini se encuentra, visitando una exposición, con Salvador Dalí, en quien personifica al genio que está dando una vuelta completa al mundo, «a fin de mostrar la otra parte, el anverso, el otro lado». «Dios ha dejado su creación a medio hacer, y corresponde ahora a Salvador Dalí completarla y terminarla». Dalí se siente, incluso, «obligado a rehacer a Dios, es decir, la idea errada y baja que tienen los hombres acerca de Dios (...) Dalí es el último redentor y la pintura es su evangelio». Una locura más, según Gog-Papini. Así que «ni siquiera lo saludé, salí de la exposición y entré enseguida en un café de la Rambla para tomar una naranjada fresca»[76].

      5.7. El diablo y Dios, ¿reconciliados?

      En 1953 Giovanni Papini publica su polémica obra El diablo, en la que, tributario de la apocatástasis de Orígenes, defenderá con audacia teológica la rehabilitación de Satanás al final de los tiempos[77].

      En Europa (sobre todo en los círculos católicos) el libro suscitó comentarios y polémicas. El diario vaticano L´Osservatore Romano publicó un artículo con el título de Una condena superflua, en el que venía a decir que, a pesar de los errores explícitos, descarados y clamorosos de la obra, El diablo papiniano carecía de importancia doctrinal y que, por tanto, «no se comprendía qué debía hacer la Iglesia con semejante libro entre las manos». El libro –según L´Osservatore– si a alguien perjudicaba, era al catolicismo de Papini, no al catolicismo en general[78].

      Papini había intentado dejar claro que él era cristiano y que su libro se había escrito «con el más profundo sentido cristiano». Que nadie buscara en las páginas de su obra, lo que esta no intentaba, ni de lejos, transmitir: por ejemplo, una historia sobre las creencias acerca del Diablo; ni un tratado conceptual, según la Escolástica tradicional; ni un prontuario ascético para proteger a las almas de las asechanzas del demonio; ni, mucho menos, una defensa del Diablo. Lo que Papini intentaba con su libro era otra cosa: estudiar las verdaderas causas de la rebelión de Lucifer, que –según decía él– no eran las que comúnmente se creían...

      Según Papini, las verdaderas relaciones entre Dios y el Diablo habían sido más cordiales de lo que la gente suele imaginarse. Por tanto bien podía pensarse en la posibilidad de que Satanás volviera a su condición primera. Y, ya de paso, liberara a los hombres de la tentación del mal. Decía Papini que él apoyaba siempre sus afirmaciones en el Antiguo y Nuevo Testamento, en los Padres de la Iglesia y en filósofos y escritores cristianos[79].

      Después de todo –comentaba él–, ¿por qué el diablo no va a poder hacer las paces y reconciliarse con Dios?

      5.8. «El Juicio universal», un libro no terminado

      Parece que el Giudizio Universale iba a ser su «empresa literaria más ambiciosa»: la que latía en el pecho de Papini «desde su primera juventud»[80]. No la concluyó, y apareció editada como obra póstuma en 1957.

      Se sabe, también, que la tentación de abandonar el proyecto lo rondaba con frecuencia, aunque siempre acababa retomándolo. Había puesto mucha ilusión en esta obra, en la que quería hacer desfilar ante el trono del Juez de vivos y muertos a los representantes más significativos de la humanidad, con sus errores, pasiones y problemas (y él en el papel de abogado). Pero a Papini le engañaba siempre su inmenso corazón. Al final le sorprendió la muerte con el libro en el cajón de su despacho. Un libro con muchas páginas escritas, pero inconcluso[81].

      En una carta escrita a Piero Bargellini, le decía a propósito de su Juicio Universal:

      «A esta [obra] que estoy escribiendo quisiera unido mi nombre, si es que lo imponente del tema y su grandeza y amplitud no sobrepasan mis fuerzas (...) Todos mis recursos y reservas de poeta, de pensador, de creyente, de moralista, de historiador, de hombre que ha vivido, intento gastarlos en este libro gigantesco y tremendo. Pide a Dios que me dé fuerzas, a fin de que no me muestre demasiado pequeño para el grandioso tema»[82].

      La obra está dividida en 16 coros, precedidos por un prólogo y un epílogo: el coro de los amantes de Dios y el de los ateos; el de los apóstoles y profetas; el de los monarcas, políticos y dictadores; el coro de los delirantes; el de los papas y sacerdotes; el de los desesperados (incluidos los ángeles rebeldes y los derrotados); el coro de los pastores y campesinos; el de los brujos, locos, sabios y filósofos; el de las mujeres pecadoras; el coro de los suicidas y condenados a muerte; el de los comediantes y artistas; el de los pobres y esclavos; el de los lujuriosos y sensuales; el coro de mercaderes, artesanos y atletas; el de los narcisos y mediocres, y, finalmente el coro de los poetas y escritores...

      Todos ellos van desfilando y respondiendo personalmente ante un ángel que los interroga.

      Papini (quizá recordando su etapa de no creyente) rompía una lanza a favor los que no acertaron a descubrir a Dios, a su paso por la tierra:

      «Nosotros te hemos negado y, sin embargo, nos atrevemos a pedirte que no reniegues ni siquiera de estos tus hijos, estos hijos parricidas, pero creados también por tu hálito y redimidos por tu sangre. Negamos, sí, tu existencia, pero tú no podrás renegar (ni siquiera contra nosotros mismos) tu esencia, que es Amor (...)»[83].

      ¿Pensaba Papini en el ateísmo profesado en su juventud? Casi seguro. Él había saboreado, en un momento crítico de su vida, aquel Amor que Dios es. Pero Papini sabía, también, de oscuridades y búsquedas a tientas. En su forcejeo (como Jacob con el Ángel) se había dejado vencer por el que es más fuerte. Ahora se sentía libre. Pero no podía menos de reconocer que Dios, con frecuencia, se esconde, como el sol entre las nubes, o no se manifiesta con luminosidad evidente:

      «Es verdad, sí; nosotros no supimos verte, no fuimos capaces de descubrirte, no logramos reconocerte. Pero fue sólo culpa nuestra, de nosotros, gusanos ciegos (...), ¿o fue también culpa tuya, de Ti, demasiado celado y velado? Tú sabes que la fe es hija no sólo del querer (...). ¿Por qué no ayudaste, pues, a nuestra incredulidad? ¿Por qué no socorriste nuestra debilidad? (...) ¿Por qué tus escribas y tus intérpretes no fueron más límpidos, más persuasivos, más irrecusables? (...) Tú mismo nos habías creado sujetos a la duda y al error. ¿Por qué no redoblaste contra nuestra oscuridad las espadas de tu luz?»[84].

      Adelantándose a lo que el Concilio Vaticano II afirmó acerca de las formas y raíces del ateísmo[85], Papini colocaba el dedo en la llaga, cuando ponía en boca de los ateos lo siguiente: «Creímos que la muerte del Dios vivo podría hacer a cada uno de nosotros más divino. Fue envidia, quizá, fueron celos, fue rivalidad de mente, lo que impulsó a uno de nosotros a asesinarte, esto es, a mutilarse a sí mismo»[86].

      Es evidente que, cuando Papini dice «uno de nosotros» se refiere a Nietzsche, quien lanzara el grito de «¡Muera Dios, para que nazca el superhombre!», pero a quien nunca dejó de admirar Papini y al que defiende, después de que habla el «coro de los filósofos»:

      «Mi alma era naturalmente cristiana. Tan profunda y espontáneamente cristiana, que no pudo encontrar su patria en ninguna de las Iglesias que se gloriaban de cristianas. La romana y la oriental eran, o me lo parecieron, hospicios recargados de estucos polvorientos y barrocos para refugio de almas somnolientas y retorcidas; la protestante era una tempestad helada, un pietismo debilitador o desvanecido (...) No pude soportar el horroroso tufo y buscar a Cristo bajo aquellos enmohecidos trapajos. Hube de alimentar y saciar mi alma cristiana fuera del cristianismo (...)»[87].

      Y concluye, en su defensa de Nietzsche, con este reconocimiento:

      «Lo mismo que Pablo, fui cegado