Más allá del ayer. Ronald K. Noltze

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Название Más allá del ayer
Автор произведения Ronald K. Noltze
Жанр Сделай Сам
Серия
Издательство Сделай Сам
Год выпуска 0
isbn 9789877985412



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como misionero en Liberia” a varios pastores. Ernst Flammer y Rudolf Helbig, de Alemania, fueron dos de los primeros en responder afirmativamente al llamado. Los siguieron Karl Noltze y Rudi Reiter. Más tarde, el teólogo Toivo Ketola se integró al grupo. Entre 1927 y 1941, estos hombres, junto con sus familias, pusieron los fundamentos para la iglesia en el país. Establecieron en la impenetrable selva liberiana tres estaciones misioneras: Palmberg, Liiwa, Konola y una sede central en la capital nacional, Monrovia.

      Enviado como misionero a Liberia

      Cada vez que misioneros venían de sus campos en ultramar y contaban sus vivencias y experiencias, los corazones de sus oyentes latían más rápido. Países lejanos, pueblos desconocidos y, sobre todo, la vida de un misionero en el frente de batalla escuchada de primera mano abría los corazones. El efecto no fue diferente entre los estudiantes del Seminario Teológico Marienhöhe, en Alemania. Más de un candidato al ministerio pastoral soñaba con ser también uno de estos intrépidos misioneros.

      Para algunos de ellos, el deseo se convertiría en el desafío de sus vidas. Cada vez que se aproximaba el final del año de estudios, la dirección del seminario ofrecía a los alumnos dos alternativas: un llamado como pastor asistente en una iglesia en Alemania o tareas en algún campo misionero.

      Los dos primeros que eligieron un llamado al extranjero fueron los antes mencionados Flammer y Helbig, quienes viajaron a Liberia en la primavera de 1927. Los informes que enviaban eran alentadores. Sin embargo, se podía leer entre líneas que la tarea encomendada era casi imposible de abarcar. Los líderes de la Iglesia se convencieron muy pronto de que hacían falta más manos. Al aproximarse el fin de los estudios, el director Schubert hizo llamar al seminarista Karl, de 23 años, a su oficina. El joven se preocupó, y no poco: una cita con el director siempre tenía una connotación especial. Karl, quien admiraba al director, no podía imaginarse que aquella charla derivaría en el cumplimiento de sus deseos más profundos.

      –¡Noltze, la dirección de la Iglesia tiene un llamado especial para ti!

      El mensaje de recepción para el estudiante de Teología fue corto, preciso y al punto.

      –Hemos pensado en ti porque ha surgido la necesidad de enviar, todavía en este año, un misionero más a Liberia. Estamos convencidos de que eres el hombre para esta tarea. Puedes meditarlo y darnos el aviso de tu decisión –agregó el director, quien esperaba, con aquella sorpresiva oferta, dar la charla por cerrada.

      Karl F. Noltze, graduado de teología (1927).

      La idea de ser eventualmente un misionero había rondado durante bastante tiempo por su mente. Más de una vez había abierto su corazón a Dios y presentado en sus oraciones este deseo. Por eso, aunque el ofrecimiento que acababa de recibir era completamente inesperado en aquel momento, Karl estaba interiormente preparado para hacer frente a los desafíos que demandaba llevar el evangelio a una tierra remota.

      El joven seminarista se puso en pie y, antes de dar un paso, dejó perplejo al director:

      –Pastor Schubert, gracias por escogerme: ¡acepto el llamado! No necesito tiempo para meditar al respecto –respondió.

      –¿Estás realmente seguro de lo que me dices, Noltze? –indagó, algo escéptico, Schubert–. ¿Te parece prudente esta rapidez? ¿No quieres tomarte algún tiempo?

      –Sí, pastor, estoy absolutamente decidido. Estoy listo y acepto –reiteró su respuesta.

      Tiempo después, en el certificado de graduación de Karl se leería: “Llamado como misionero a Liberia, África occidental”.

      Era mayo y el viaje estaba previsto para el fin de año. Después de su graduación, el joven teólogo debía cumplir todavía con una práctica como pastor asistente durante seis meses y dedicarse al mismo tiempo, tanto como le fuera posible, a aprender el idioma inglés. A su vez, en el Instituto Tropical de Hamburgo se esmeraron por introducir al inexperto teólogo en las reglas básicas de la vida y la cultura en los trópicos. También era tarea del instituto impartir conocimientos rudimentarios en cuanto al diagnóstico y tratamiento de enfermedades tropicales, la protección del sol en dicha región, el uso del calzado adecuado para la prevención de mordeduras de serpientes, pulgas de arena y lesiones por escorpiones. La profilaxis del paludismo, el manejo del agua potable y recomendaciones para el trato con los nativos complementaban aquel programa de formación acelerada. Esos meses corrieron a una velocidad superior a la habitual.

      Desde la sede central se le informó a Karl que durante parte del viaje estaría acompañado. Los secretarios de Misión, Read e Ising, se sumarían a bordo en Freetown (la capital de Sierra Leona). Juntos continuarían el resto del viaje hasta Liberia y, ya por tierra, hasta la estación misionera Palmberg.

      SS-Wadai, línea Hamburgo-Africa Occidental.

      Con un ticket para el Africa-liner SS-Wadai en el bolsillo, Karl estaba ahora listo para iniciar el viaje.

      El calendario marcaba diciembre de 1927. Había llegado la hora de cumplir aquel sueño por el cual tanto había orado.

      Un misionero se despide

      La figura de Karl, erguida con firmeza en la cubierta superior del SS-Wadai, podía divisarse con claridad. Con ambas manos sostenía la blanca barandilla de cubierta. El barco estaba listo para zarpar. Por tercera y por última vez, se escuchó la ronca bocina del barco en señal de despedida para las personas que se habían acercado al puerto de Hamburgo. Las vibraciones de esta bocina de niebla parecieron atravesar las entrañas de Karl y llevaron a su estado de ánimo, de por sí inestable, al límite de lo tolerable. En realidad, él no era una persona muy sentimental. Pero las vivencias de las últimas horas, tantas palabras sentidas de despedida y los obligados abrazos que las acompañaban habían afectado notablemente su equilibrio emocional.

      Sigilosamente, su mano buscó el pañuelo que, con sabia precaución, había colocado en su bolsillo. “Nunca se sabe”, había pensado. Y, aunque esperaba no tener que usarlo, lo tranquilizó saber que aún estaba allí, quizá para, en caso de ser necesario, esconder cualquier emoción que le brotara por los ojos. Hubiese sentido vergüenza ante los demás pasajeros que estaban en cubierta si lo veían llorar. No se percataba de que ellos también batían pañuelos y secaban disimuladamente lágrimas.

      Abajo, en el muelle, se veían los pañuelos agitados por un grupo mixto de jóvenes. Conocía personalmente a casi todos ellos. Allí se encontraba su mentor, el Pastor Drangmeister, rodeado de hombres y mujeres jóvenes de los grupos juveniles de las iglesias adventistas de Hamburgo. También estaban allí los empleados de la casa publicadora de la iglesia junto con otros amigos que agitaban sus pañuelos. Todos se habían acercado al puerto, porque de corazón se sentían ligados a él. Querían despedirse, al fin y al cabo, no era algo de todos los días que un joven pastor partiese como misionero al extranjero.

      “Qué bueno es no estar solo”, pensó Karl. Qué bien hacía, justo en esta hora, sentir el apoyo de tantas personas cercanas. ¡Qué bien le hacía a su castigada alma! Y qué bueno, claro, poder recurrir al pañuelo que estaba en su bolsillo.

      Cuando el personal del puerto sacó los grandes calabrotes de los amarraderos y el casco del barco comenzó a distanciarse casi imperceptiblemente del muelle, se derrumbó hasta el último recurso de estoicismo en Karl. Lenta y sigilosamente, las lágrimas comenzaron a deslizarse, una tras otra, por sus mejillas, mientras las figuras de sus seres amados que se encontraban en el muelle se volvían cada vez más borrosas. Karl llegó a la conclusión de que lo mejor sería, tal vez, darle rienda suelta a esa emoción. Después de todo, nadie lo miraba; todos y cada uno a bordo estaban ocupados consigo mismos.

      Los que estaban saludando en el muelle con sus pañuelos, lo veían parado fornido, rubio e inmóvil contra la barandilla, hasta que