El Maestro y Margarita. Mijaíl Bulgákov

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Название El Maestro y Margarita
Автор произведения Mijaíl Bulgákov
Жанр Языкознание
Серия Clásicos
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786074571431



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dijo:

      —Archibald Archibáldovich, una copita de vodka, a mí...

      Un gesto de comprensión apareció en el rostro del pirata.

      —Lo entiendo... Enseguida —dijo e hizo una señal a un camarero. Un cuarto de hora más tarde, Riujin, en completa soledad, estaba sentado y se inclinaba sobre un plato de pescado. Mientras bebía copa tras copa, se decía que arreglar algo en su vida era ya imposible y sólo le quedaba olvidar.

      Había desperdiciado su noche mientras otros se divertían y resultaba imposible volverla atrás.

      Bastaba levantar la cabeza de la lámpara hacia arriba, hacia el cielo, para comprender que la noche se había perdido irremediablemente. Apresurados, los camareros retiraban los manteles de las mesas. Los gatos que rondaban la terraza tenían aspecto mañanero. Irremediablemente, al poeta se le echaba el día encima.

      Capítulo 7

       Un mal departamento

      

      Si en la siguiente mañana, a Stiopa(29) Lijodéyev le hubiesen dicho "Stiopa, si no te levantas enseguida te fusilaremos , él hubiese respondido con voz queda, apenas audible: "Fusílenme, hagan conmigo lo que quieran, pero no me levantaré".

      No ya levantarse. Le parecía que no podía abrir los ojos pues, si sólo lo intentaba, caería un rayo sobre su cabeza y la partiría en pedazos. En esa cabeza sonaba una pesada campana y entre los ojos y los párpados cerrados navegaban unas manchas marrones de bordes rojo-verdes. Para colmo tenía náuseas y le parecía que estaban conectadas con los sonidos de un inoportuno fonógrafo.

      Trataba de recordar algo, pero sólo se acordaba de que, al parecer, en el día anterior y en un lugar desconocido» él se hallaba parado con una servilleta en la mano e intentaba besar a una dama. a la cual le prometía visitarla al siguiente día, exactamente al mediodía. La dama se negaba y contestaba "No, no estaré en casa", pero Stiopa insistía "pues sí, iré, iré".

      Quién era la dama, ni qué hora, día y mes eran en ese instante,

      Stiopa no lo sabía y, lo peor, no lograba comprender dónde se hallaba. Intentaba saberlo, por lo menos esto último, y para ello alzó el dormido párpado izquierdo. En la semipenumbra, una cosa opaca relumbró y él, finalmente, reconoció el espejo y supo que se hallaba tumbado boca arriba en el dormitorio, en la cama, es decir, en la antigua cama de la viuda del joyero. Entonces algo le golpeó en la cabeza, él cerró los ojos y se quejó.

      Expliquémonos: Sriopa Lijodéyev, director del teatro Variedades, se había despertado por la mañana en el mismo departamento que ocupaba, a la mitad, con el difunto Berlioz, en un edificio grande de seis pisos de la calle Sadóvaia.

      Es necesario decir que ese departamento, el número 50, hacía tiempo que gozaba si no de mala fama por lo menos de extraño. Dos años atrás su dueña eraAnna Frantseva de Fugere, viuda de un joyero. Anna Frantseva de Fugere, una dama cincuentona y muy práctica, alquilaba tres de sus cinco habitaciones. El apellido de uno de sus inquilinos parece que era Belomut. El de otro de los huéspedes se ha olvidado.

      He aquí que dos años atrás ocurrieron en el departamento inexplicables sucesos: la gente comenzó a desaparecer allí sin dejar huellas. En una oportunidad durante un día de descanso se presentó un miliciano que llamó al segundo inquilino (cuyo apellido se ha perdido) y le pidió que fuera un momento a la Delegación de la Milicia para firmar algo. El inquilino le pidió a Anfisa, antigua y fiel sirvienta de Anna Frantseva que, en caso de que alguien le llamara, dijera que él regresaría dentro de diez minutos y se fue con el correcto miliciano de guantes blancos. Pero no regresó, no ya en diez minutos, sino nunca. Lo asombroso de todo eso fue que, por lo insto, c )n él también desapareció el miliciano.

      La devota y, hablando con franqueza, supersticiosa Anfisa le explicó sin rodeos a la disgustada Anna Frantseva que aquello era un hechizo y que ella sabía perfectamente quién se había llevado al huésped y al miliciano, pero como era de noche no quería decirlo. Como se sabe, sólo es necesario comenzar un hechizo para que sea imposible detenerlo. El segundo huésped desapareció, según se recuerda, un lunes y el miércoles; a Belomut se lo tragó la tierra, aunque en otras circunstancias. Por la mañana, por él pasó un coche para llevarlo al trabajo y lo llevó, pero de vuelta no trajo a nadie y el mismo coche desapareció.

      El dolor y el espanto de madame Belomut fueron inenarrables, pero no duraron mucho tiempo. En la misma noche en que Anfisa volvía de la dacha, a la que Anna Frantseva se había ido por alguna razón, la sirvienta no encontró en el departamento a la ciudadana Belomuta.(30) Sin embargo eso fue poco: las puertas de ambas habitaciones ocupadas por los esposos Belomut habían sido selladas. ' De alguna manera pasaron dos días. Al tercero, la afligida Anna Frantseva, que en todo ese tiempo no había dormido, de nuevo viajó con premura a la dacha... No es necesario decir que no regreso.

      Quedaba solamente Anfisa que, llorando con ganas, se fue a dormir a la una y treinta de la madrugada. Lo que sucedió con ella más adelante no se sabe, pero cuentan los vecinos de otros departamentos que fue como si toda la noche, en el departamento cincuenta, se escuchasen golpes y como si hasta el siguiente día, estuvieran encendidas las luces. Por la mañana se descubrió que Anfisa no estaba allí.

      De los desaparecidos y de la vivienda maldita se corrieron por mucho tiempo diversas leyendas del upo de, por ejemplo, que la flacucha y devota Anfisa llevaba escondidos en el pecho, en un saquito, veinticinco gruesos brillantes pertenecientes a Anna Frantseva. También se rumoraba que en la leñera de la dacha, a la que con tanta prisa fue Anna Frantseva, se había descubierto un incalculable tesoro formado por los mismos brillantes y también por monedas de oro acuñadas bajo el zarismo.

      Bueno, no metamos la mano al fuego por lo que no sabemos.

      Fuera lo que fuera, el departamento permaneció vacío y estuvo sellado por una semana, luego de la cual lo ocuparon el difunto Berlioz con su esposa y ese mismo Stiopa también con su esposa. Es completamente cierto que en cuanto llegaron al maldito departamento, allí empezó sabe el Diablo qué. Precisamente, en el transcurso de un mes, desaparecieron ambas esposas, aunque eso dejó sus huellas. Sobre la esposa de Berlioz se contaba que, al parecer la habían visto en Jarkov con un maestro de baile y la de Stiopa fue descubierta, por lo visto, en la Bozhedomka, donde, según chismeaban, el director del Variedades se las había arreglado, utilizando a sus múltiples conocidos, para conseguirle a ella una habitación, con la condición de que no volviera a aparecer en el departamento de la caUe Sadóvaia.

      En fin, Stiopa se quejó. Quería llamar a la sirvienta Grunia y pedirle un analgésico, pero tuvo la suficiente lucidez de pensar que aquel pedido era una tontería porque, como era natural, Grunia no tendría ningún analgésico. Intentó llamar a Berlioz en su auxilio y dos veces gritó Micha, Micha , pero, como ustedes bien comprenden, no obtuvo respuesta. En el departamento reinaba el más absoluto silencio.

      Moviendo los dedos de los pies, Stiopa adivinó que tenía las medias puestas y se pasó las manos temblorosas por los muslos para determinar si estaba con pantalones, pero no pudo saberlo. Finalmente, viendo que se hallaba abandonado y solo y nadie vendría en su auxilio, decidió levantarse aunque debiera hacer un esfuerzo sobrehumano.

      Con dificultad abrió los pegados párpados y vio que se reflejaba en el espejo en la forma de una persona de cabellos revueltos, rostro abotargado, barba negra, ojos hinchados, vestida de cuello y corbata, con una sucia camisa, en calzones y con medias.

      Así se vio a sí mismo en el espejo y, junto al espejo, vio a un hombre desconocido, vestido de negro y una boina también negra.

      Stiopa se sentó en la cama, mirando con ojos desorbitados y enrojecidos al desconocido quien rompió el silencio al decir, con acento extranjero y voz pesada y baja:

      —Buenos días, simpatiquísimo Stepán Bogdánovich.

      Se hizo una pausa.

      —¿Qué desea usted? —dijo finalmente el asombrado Stiopa haciendo un gran esfuerzo y no