El último tatuaje. Sergi García-Martorell

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Название El último tatuaje
Автор произведения Sergi García-Martorell
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788412298291



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orgullo, se me quitaron un poco las ganas de fiesta y cuando mis compañeros subieron a cubierta para proseguir con la celebración, preferí quedarme en la cocina. Me fumé el último cigarrillo que me quedaba, pues los demás ya estaban en el abarrotadísimo bolsillo de Matías, y empecé ya mismo a saldar la deuda. Cogí un estropajo y luchando contra el cansancio y una ya evidente borrachera me puse a limpiar los utensilios de cocina. Al terminar, me quedé dormido sobre la mesa; si alguien me buscaba, sabía perfectamente dónde encontrarme.

      Un fuerte ruido me despertó. En el sobresalto, de un manotazo envié al suelo los utensilios que había a mi lado. Su sonido metálico al rebotar por la estancia acabó de espabilarme. Me incorporé, recogí las ya no tan relucientes cacerolas maldiciendo todo lo que pude y, antes de volver a limpiarlas, salí a cubierta para averiguar qué había pasado.

      Acabábamos de atracar, pero no en el puerto de Singapur. Se trataba de una parada técnica para cargar combustible, pues habíamos gastado una buena cantidad para mantener la nave a flote durante la tormenta. Hasta ahí, todo dentro de la normalidad; lo que no era normal era el hecho de que durante el repostaje ni Matías bajara a proveerse de más botellas de ron, ni John fuera a alguna taberna para mejorar su colección de cicatrices. Los dos, apoyados en la barandilla, observaban con semblante serio el lugar.

      —¿Qué tiene de malo este puerto? —les pregunté poniéndome a su lado—. A mí me parece bonito.

      —A mí también me lo pareció —contestó Matías—, pero luego juré no volver a pisarlo nunca.

      —Por todos los infiernos, a ver si se llena el jodido depósito de una vez —masculló el irlandés.

      —Son solo veinte minutos, John —le tranquilizó el capitán—. Antes de que te des cuenta, estaremos lejos de aquí.

      —Veinte malditos y sangrientos minutos.

      Cuanto más nerviosos se ponían aquellos dos, más curiosidad sentía. Saqué medio cuerpo por la barandilla para poder ver más de cerca ese oscuro cuadro que me pintaban mis compañeros, pero lo único oscuro que había era el negro plumaje de una pareja de cormoranes que danzaban en el aire hasta que acabaron por desaparecer entre las nubes. Estábamos en Penang, una isla del sudeste asiático bajo dominio de la Corona británica, que, al menos en lo referente a la arquitectura, había sabido integrar las cuatro culturas que allí convivían: malaya, india, china e inglesa, que era la mayoritaria. Mis ojos iban de un lado a otro, maravillándose ante ese contraste asiático-europeo y, sin quererlo, se cruzaron con la mirada de una chica rubia. Ella, al verme, me dedicó una amplia sonrisa, antes de seguir su camino haciendo balancear el cesto de mimbre que llevaba colgado del brazo.

      —¡Capitán, me tomo el día libre!

      —¡¿Qué?! —contestaron ambos al unísono, con los ojos tan abiertos como los platos metálicos que acababa de limpiar en la cocina.

      —Lo que habéis oído.

      —Vamos a ver —objetó Matías—, ¿me estás diciendo que quieres gastar ese día de fiesta que te prometí… aquí?

      —Así es —asentí, y sin darle tiempo a una réplica, me fui corriendo hacia mi camarote.

      Cogí mi chaquetón de lana azul, regalo de mi buen amigo Jake y algo de dinero; solo iba a ser una noche, por lo que no precisaba mucho más. Salí a cubierta con el abrigo puesto, pues me confería ese aspecto de auténtico marinero que tanto me gustaba; fuera la época del año que fuese, siempre que bajaba a puerto lo hacía enfundado en él. Coloqué rápidamente el tablón de madera que nos servía de puente, pero antes de que pudiera poner un pie encima Matías me asió por el hombro.

      —David, si estás seguro y quieres ir, ve —dijo con gesto de preocupación—, pero nosotros no te vamos a esperar. Hay quinientas millas hasta Singapur, y otras más de vuelta; con viento favorable, eso no debería suponer más de treinta horas. Y, como debemos pasar por aquí de vuelta a Mombasa, tu locura no va a alterar la hoja de ruta.

      —Hasta mañana, pues —sonreí, y tras estas palabras bajé por el tablón.

      Sentí al momento una fuerte atracción hacia ese lugar, bien fuera por el innegable encanto de esa ciudad colonial, por el nerviosismo que generaba entre mis compañeros o, ¿por qué negarlo?, por la posibilidad de conocer a la propietaria de esa dulce sonrisa. Me despedí de mis compañeros ondeando la mano, pero no me respondieron. Se me quedaron mirando con unas caras más largas que las tardes de tormenta en el mar; no les gustaba que el repostaje estuviese tardando tanto, y menos aún la perspectiva de tener que volver a recogerme. No hice ni el más mínimo caso a ese par de cascarrabias, y entusiasmado como estaba por conocer esa pequeña ciudad, me metí por una calle que, por su tamaño y la cantidad de personas que la recorrían, supuse que debía de tratarse de una de las arterias principales que me llevaría directo al corazón del lugar.

      Penang estaba tomada enteramente por los británicos. La Union Jack se veía por todos lados, así como los graciosos buzones de correo rojos que coloreaban la metrópoli. La policía, con el emblema británico en la pechera, velaba por la seguridad del gran número de empresarios que había fijado su residencia en esa tierra cuyo sol era tan brillante que uno se veía obligado a entrecerrar los ojos para protegerlos de tanta luz. ¡Qué distinto clima de su Londres natal! No era de extrañar que toda la gente con la que me cruzaba me saludase con la mejor de sus sonrisas, tal como hizo la muchacha del puerto. Habían escapado de su lluviosa isla para instalarse en otra donde existía una única estación, el verano, como evidenciaban los cientos de flores que adornaban los balcones, y eso que estábamos en pleno diciembre. Ciertamente, era un lugar precioso para vivir.

      Mi instinto no me falló esta vez: la calle por la que andaba desembocaba en la plaza principal, que ese día estaba invadida por puestos callejeros hechos con troncos y cubiertos con una finísima lona negra a modo de techo. Ríos de gente de todas las etnias que allí convivían llenaban el mercado, y tampoco yo tardé en zambullirme en ese torrente de música, olores y colores. Entendí entonces la prisa de la chica de la sonrisa: sin duda, debía de dirigirse aquí. Si quería encontrarla, tan solo tendría que dar con el puesto adecuado.

      Comencé a buscar en todos y cada uno de ellos, pero mis curiosos ojos me boicoteaban constantemente y se detenían en cualquier cosa que encontraban: artesanías hechas con bambú y hojas de palmera seca, aceites elaborados con veneno de serpiente que aseguraban mayor vigor sexual, o instrumentos musicales fabricados con alargados huesos que recordaban tanto a los humanos que preferí no preguntar y quedarme con la duda. Pero a pesar de su exotismo, no eran esos los puestos que atraían más gente, sino los que vendían fruta.

      Expuestos en cajones de madera había mangos, piñas, plátanos, y una gran cantidad de curiosas frutas tropicales de las que una se erigía como la reina indiscutible; no encontré a nadie que no llevase una en las manos, incluso había quien se peleaba para conseguir la pieza más grande. Se llamaba durián y lo que la hacía peculiar no era su aspecto, ya de por sí terrible, erizado de espinas, sino su espantoso olor. Uno de los vendedores al ver mi expresión de asco, se echó a reír mostrando unos dientes severamente enrojecidos por el beetlenut, y con ademanes para que me acercara, me animó a que probara un trozo. Me comentó que tanto su horrible forma como su penetrante olor a cebolla podrida eran estrategias del fruto para proteger su delicioso jugo. Me convenció, tomé el trozo que me ofrecía y me lo metí en la boca. Sí, el durián olía realmente mal, pero su sabor ¡era aun peor! Tuve que hacer un enorme esfuerzo para tragármelo, lo que generó grandes carcajadas entre los que se habían congregado a mi alrededor. Por entonces ya había comido escorpiones fritos en China, grillos en México e incluso ranas vivas en el sur de Camboya, pero nada de eso llegó ni por asomo al nivel de repugnancia que me produjo aquella fruta.

      —Es como el alcohol —explicó el vendedor al ver mis muecas—. La primera vez que lo pruebas lo detestas, pero luego no puedes vivir sin él.

      Convaleciente del golpe que recibieron mis papilas gustativas, no pude sino darle la razón y amablemente decliné el otro trozo que me ofrecía. Me marché lo más rápido que pude, escapando de ese persistente olor que tanto agradaba a sus clientes, y me quedé