El jugador. Fedor Dostoyevski

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Название El jugador
Автор произведения Fedor Dostoyevski
Жанр Языкознание
Серия Clásicos
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786074571936



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siempre le he temido a semejantes mujeres. Debe frisar los veinticinco años. Es alta y agraciada, de hombros suaves, busto opulento, tez bronceada y una cabellera abundante. Sus ojos negros suelen brillar con una mirada cínica. Es de dientes muy blancos y labios siempre pintados. Piernas y manos son admirables. Su voz tiene el tono de una contralto ligeramente enronquecida. Se ríe algunas veces a carcajadas, enseñando todos los dientes; pero su mirada es insistente y silenciosa cuando está en presencia de Pólina y de María Filípovna.

      La señorita Blanche me parece una mujer de cortos alcances. Creo que ha llevado una vida de aventuras. Quizá el marqués no sea en realidad pariente suyo, y su madre bien pudiera ser una actriz cumpliendo ese papel. Pero está comprobado que en Berlín, donde nos conocimos, ambas tenían muy buenas amistades. En lo que atañe al marqués, seguro pertenece a la buena sociedad, tanto como nosotros. Esto ni quién lo ponga en duda. Me pregunto quién es en Francia. Por aquí se dice que hasta es dueño de un castillo. Creía que ocurrirían muchas cosas en estas dos semanas pero aún no sé si es cierto que la señorita Blanche y el general hayan cambiado las palabras decisivas.

      En resumen, creo que todo depende ahora de la mayor o menor cantidad de dinero que el general pueda darle. Si se dice que la abuela no ha muerto, estoy seguro que la señorita Blanche desaparecería de nuestra vista. Yo mismo me asombro al darme cuenta de que me he vuelto un entremetido. ¡Cómo me repugna todo esto! ¡Con qué gusto lo dejaría, a todo y a todos! Pero ¿sería capaz de alejarme de Pólina? ¿Puedo dejar de espiar en torno a ella? El espionaje es algo vil, pero ¿realmente eso me importa?

      Ayer y hoy, Astley ha despertado mi curiosidad. Sí. ¡Estoy seguro de que está enamorado de Pólina! ¿Cuántas cosas puede decir la mirada de un hombre púdico, de una castidad enfermiza, precisamente cuando preferiría hundirse bajo tierra que manifestar sus sentimientos con una palabra o con una mirada? Esto es a la vez curioso y cómico. Míster Astley se nos une durante el paseo. Se descubre y pasa de largo, en realidad deseando acercarse a nosotros. Si le invitamos, se apresura a declinar. En los lugares que frecuentamos, el casino, un concierto o delante de la fuente, siempre se para cerca de nosotros. Allí donde estemos, basta mirar en torno nuestro para ver siempre al inevitable Astley. Creo que está buscando la ocasión para hablarme en privado. Esta mañana lo he visto y nos hemos dirigido dos o tres palabras. Habla casi siempre entrecortadamente. Antes de darme los buenos días comenzó por decir:

      —¡Ah, la señorita Blanche! ¡He visto muchas mujeres como ésa!

      Se quedó luego callado, mirándome con aire significativo. Ignoro lo que intentaba insinuar con eso, pues a mi pregunta: "¿Qué significa eso?", se encogió de hombros con una sonrisa irónica y me contesto:

      —Eso mismo...

      Y luego me interrogó:

      —¿Sabe si le agradan las flores a la señorita Blanche? —No lo sé —contesté. —¡Cómo! ¿Acaso no lo sabe? —exclamó, sorprendido. —No, no lo sé —añadí, con una sonrisa.

      —¡Hum...! Tengo una idea...

      Hizo un movimiento de cabeza y se alejó. Parecía muy satisfecho. Habíamos conversado en un francés bastante elemental.

      IV

      Hoy ha sido un día especial: ridículo e incoherente. Ahora deben ser cerca de las once de la noche y me encuentro en mi habitación, cavilando en mis recuerdos. Todo comenzó esta mañana. Fui al casino, a jugar para Pólina Alexándrovna. Acepté ciento sesenta Federicos, con dos requisitos: que no quería nada a cambio, y que Pólina me dijera finalmente para qué necesitaba el dinero, y qué suma necesitaba.

      Suponía que ella no quería ganar únicamente por la cuestión del dinero. Con seguridad le era necesario, pero ignoro para qué lo necesitaba tanto. Con la promesa de darme una explicación, nos despedimos. En el casino había mucha gente. Se veían rostros ávidos. Me abrí camino hacia la mesa del centro y me senté cerca de un croupier. Al principio no arriesgaba demasiado. Pero, a medida que fue pasando el tiempo, hice algunas observaciones interesantes. Creo que todo lo que se dice acerca de los cálculos del juego, en realidad no significan mucho, no son tan importantes. Los veo con sus anotaciones plagadas de cifras, cómo apuntan todas las jugadas, deducen las probabilidades y, luego de haber calculado todas las variables posibles, hacen su apuesta y pierden, de h misma manera que yo, y todos aquellos que juegan al azar.

      Sin embargo, he visto algo: en esta sucesión de probabilidades fortuitas hay algo parecido al orden... pero uno muy especial e inaccesible para la inteligencia humana.

      Por ejemplo, observé que la última docena sale después que los doce del centro, tal vez dos veces. Luego viene la primer docena, a la cual sigue de nuevo los doce del centro, que salen otras tantas veces, alineados. Después de esto viene la última docena, que a menudo repite unas dos veces. Luego son los doce primeros, que no se dan más que una vez. De este modo la suerte designa tres veces los doce del centro, y así seguidamente durante una hora y media o dos horas. ¿No es extraño y digno de atención este fenómeno? Cierto día, tal vez en una tarde, el negro alterna continuamente con el rojo. Cambian a cada instante, de manera que cada color no sale más que dos o tres veces. Al día siguiente, o en la misma jornada, el rojo sale continuamente, jugada tras jugada, algunas veces hasta en veintidós ocasiones, durante algún tiempo, o hasta un día entero.

      Muchas de estas observaciones me las ha hecho el señor Astley, que permanece mucho tiempo junto al tapete verde, sólo observando. En cuanto a mí, perdí todo en poco tiempo. Primero aposté al par y gané. Lo puse de nuevo y volví a ganar. Y así dos o tres veces. En muy poco tiempo gané unos cuatrocientos federicos.

      Debía salir de allí, pero una sensación muy extraña me invadió. De pronto, tuve el deseo de desafiar a la suerte, de burlarme de eUa. Arriesgué todo lo que tenía, y perdí. Luego, poseído por un extraño frenesí, tomé todo el dinero que me quedaba, hice la misma apuesta y volví a perder.

      Salí de la sala aturdido, obnubilado. No entendía lo que me había pasado y no le dije nada a Pólina Alexándrovna hasta antes de la cena. Antes estuve deambulando por el parque, confuso.

      Durante la comida me sentí de nuevo exaltado, exactmente igual que dos días antes. El francés y la señorita Blanche eran nuestros invitados. A ella la vi por la mañana en el casino y me di cuenta de que había presenciado mi triunfo y derrota. Esta vez sí que se fijó en mí.

      El francés fue más directo y me preguntó "si había quedado en la ruina". Tuve la impresión de que sospechaba algo acerca de mi relación con Pólina. Mentí y le dije que sí.

      El general estaba asombrado. ¿De dónde habría sacado yo tanto dinero para jugar? Le dije que había comenzado apostando muy poco, unos diez Federicos y que al doblar mi postura pude ganar cinco o seis mil florines.

      Pero que en dos jugadas más, se esfumaron.

      Esto era muy convincente. Mientras le explicaba, miraba a Pólina, pero no pude adivinar gesto alguno en su rostro. Me había escuchado sin interrumpir, por lo que deduje que no debía decir que había jugado —y perdido— su dinero. Además, pensaba yo, todavía me debe la explicación que me prometió en la mañana.

      Esperaba que el general hablara, pero no lo hizo. En cambio, tenía un aire agitado e inquieto. Tal vez, tomando en cuenta la situación en que se hallaba, le era muy doloroso el saber que una cuantiosa suma de dinero había estado en poder de alguien como yo.

      Presumo que anoche discutió acaloradamente con el francés. Estuvieron encerrados largas horas, hablando a gritos. Al terminar, el francés se veía furioso, y esta mañana, muy temprano, ha visto nuevamente al general, sin duda para proseguir con la plática.

      Al enterarse de mi mala suerte, el francés me dijo que necesitaba ser más prudente. —Aunque cuando hay muchos jugadores rusos —dijo luego, no sé con qué motivo—, no parecen ser los mejores en el juego.

      —Pues yo —le contesté— estimo que la ruleta no ha sido inventada más que para los rusos.

      Como el francés sonreía burlonamente,