Obras Completas de Platón. Plato

Читать онлайн.
Название Obras Completas de Platón
Автор произведения Plato
Жанр Философия
Серия
Издательство Философия
Год выпуска 0
isbn 9782378079819



Скачать книгу

difícil y lleno de revueltas, cuando podemos dispensarnos de ello. Si Lisias o cualquier otro orador nos puede servir de algo, es llegado el caso de recordarte sus lecciones y de repetírmelas.

      FEDRO. —No es por falta de voluntad, pero nada recuerda mi espíritu.

      SÓCRATES. —¿Quieres que te refiera ciertos discursos, que oí a los que se ocupan de estas materias?

      FEDRO. —Ya escucho.

      SÓCRATES. —Se dice, mi querido amigo, que es justo abogar hasta en defensa del lobo.

      FEDRO. —¡Y bien!, atempérate a ese proverbio.

      SÓCRATES. —Los retóricos nos dicen, que no hay para qué alabar tanto nuestra dialéctica, y que con todo este aparato metódico nos vemos privados de movernos libremente. Añaden, como decía yo al comenzar esta discusión, que es inútil, para hacerse un gran orador, conocer la naturaleza de lo bueno y de lo justo, ni las cualidades naturales o adquiridas de los hombres; que, sobre todo, ante los tribunales debe cuidarse poco de la verdad, sino solamente de la persuasión; que a persuadir deben dirigirse todos los esfuerzos, cuando se quiere hablar con arte; que hay casos en que debe evitarse exponer los hechos como pasaron, si lo verdadero cesa de ser probable, para presentarlos de una manera plausible sea en la acusación o en la defensa; que, en una palabra, el orador no debe tener otro norte que la apariencia, sin cuidarse para nada de la realidad. He aquí, dicen ellos, los artificios, que, aplicándose a todos los discursos, constituyen la retórica entera.

      FEDRO. —Has expuesto muy bien, Sócrates, las opiniones de los que se suponen hábiles en el arte oratorio; recuerdo en efecto, que precedentemente hemos hablado algo sobre esto; estos famosos maestros miran este sistema como el colmo del arte.

      SÓCRATES. —Conoces a fondo a tu amigo Tisias; que él mismo nos diga si por verosimilitud entiende otra cosa que lo que parece verdadero a la multitud.

      FEDRO. —¿Podría definírsela de otra manera?

      SÓCRATES. —Habiendo descubierto esta regla tan sabia, que es el principio del arte, Tisias ha escrito que un hombre débil y valiente que es llevado ante el tribunal por haber apaleado a un hombre fuerte y cobarde, y por haberle robado la capa o cualquier otra cosa, no deberá decir palabra de verdad, lo mismo que hará el robado. El cobarde no confesará que ha sido apaleado por un hombre más valiente que él; el acusado probará que estaban solos, y se aprovechará de esta circunstancia para razonar así: —Débil como soy, ¿cómo era posible que yo me las hubiera con un hombre tan fuerte? Éste, replicando, no confesará su cobardía, pero buscará algún otro subterfugio, que dará quizá ocasión a confundir a su adversario. Todo lo demás es por este estilo, y he aquí lo que ellos llaman hablar con arte. ¿No es así? Fedro.

      FEDRO. —Así es.

      SÓCRATES. —En verdad, para descubrir un arte tan misterioso, ha sido preciso un hombre muy hábil, ya se llame Tisias o de cualquier otro modo, y cualquiera que sea su patria; pero, amigo mío, ¿no podríamos dirigirle estas palabras?

      FEDRO. —¿Qué palabras?

      SÓCRATES. —Antes que tú, Tisias, hubieses tomado la palabra, sabíamos nosotros que la multitud se deja seducir por la verosimilitud a causa de su relación con la verdad, y ya antes habíamos dicho que el que conoce la verdad sabrá también en todas circunstancias encontrar lo que se le aproxima. Si tienes alguna otra cosa que decirnos sobre el arte oratorio, estamos dispuestos a escucharte; si no, nos atendremos a los principios que hemos sentado, y si el orador no ha hecho una clasificación exacta de los diferentes caracteres de sus oyentes, si no sabe analizar los objetos, y reducir en seguida las partes que haya distinguido a la unidad de una noción general, no llegará jamás a perfeccionarse en el arte oratorio, en cuanto cabe en lo humano. Pero este talento no le adquirirá sin un inmenso trabajo, al cual no se someterá el sabio por miramiento a los hombres, ni por dirigir sus negocios, sino con la esperanza de agradar a los dioses con todas sus palabras y con todas sus acciones en la medida de las fuerzas humanas. No, Tisias, y en esto puedes creer a hombres más sabios que nosotros, no es a sus compañeros de esclavitud a quienes el hombre dotado de razón debe esforzarse en agradar, como no sea de paso, sino a sus amos celestes y de celeste origen. Cesa, pues, de sorprenderte, si el circuito es grande, porque el término adonde conduce es muy distinto que el que tú imaginas. Por otra parte, la razón nos dice que por un esfuerzo de nuestra libre voluntad podemos aspirar, por la senda que dejamos indicada, a resultado tan magnífico.

      FEDRO. —Muy bien, mi querido Sócrates; pero ¿será dado a todos tener esta fuerza?

      SÓCRATES. —Cuando el fin es sublime, todo lo que se sufre para conseguirlo no lo es menos.

      FEDRO. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —Basta ya lo dicho sobre el arte y la falta de arte en el discurso.

      FEDRO. —Sea así.

      SÓCRATES. —Pero nos resta examinar la conveniencia o inconveniencia que pueda haber en lo escrito. ¿No es cierto?

      FEDRO. —Sin duda.

      SÓCRATES. —¿Sabes cuál es el medio de hacerte más acepto a los ojos de Dios por tus discursos escritos o hablados?

      FEDRO. —No, ¿y tú?

      SÓCRATES. —Puedo referirte una tradición de los antiguos, que conocían la verdad. Si nosotros pudiésemos descubrirla por nosotros mismos, ¿nos inquietaríamos aún de que los hombres hayan pensado antes que nosotros?

      FEDRO. —¡Donosa cuestión! Refiéreme, pues, esa antigua tradición.

      SÓCRATES. —Me contaron que cerca de Náucratis,[35] en Egipto, hubo un dios, uno de los más antiguos del país, el mismo a que está consagrado el pájaro que los egipcios llaman Ibis. Este dios se llamaba Tot.[36] Se dice que inventó los números, el cálculo, la geometría, la astronomía, así como los juegos del ajedrez y de los dados, y, en fin, la escritura.

      El rey Thamos reinaba entonces en todo aquel país, y habitaba la gran ciudad del alto Egipto, que los griegos llaman Tebas egipcia, y que está bajo la protección del dios que ellos llaman Ammón. Tot se presentó al rey y le manifestó las artes que había inventado, y le dijo lo conveniente que era extenderlas entre los egipcios. El rey le preguntó de qué utilidad sería cada una de ellas, y Tot le fue explicando en detalle los usos de cada una; y según que las explicaciones le parecían más o menos satisfactorias, Thamos aprobaba o desaprobaba. Se dice que el rey alegó al inventor, en cada uno de los inventos, muchas razones en pro y en contra, que sería largo enumerar. Cuando llegaron a la escritura:

      «¡Oh rey!, le dijo Tot, esta invención hará a los egipcios más sabios y servirá a su memoria; he descubierto un remedio contra la dificultad de aprender y retener.[37] —Ingenioso Tot, respondió el rey, el genio que inventa las artes no está en el caso que la sabiduría, que aprecia las ventajas y las desventajas que deben resultar de su aplicación. Padre de la escritura y entusiasmado con tu invención, le atribuyes todo lo contrario de sus efectos verdaderos. Ella no producirá sino el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria; fiados en este auxilio extraño abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar los recuerdos, cuyo rastro habrá perdido su espíritu. Tú no has encontrado un medio de cultivar la memoria, sino de despertar reminiscencias; y das a tus discípulos la sombra de la ciencia y no la ciencia misma. Porque cuando vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y no serán más que ignorantes, en su mayor parte, y falsos sabios insoportables en el comercio de la vida».

      FEDRO. —Mi querido Sócrates, tienes especial gracia para pronunciar discursos egipcios, y lo mismo los harías de todos los países del universo, si quisieras.

      SÓCRATES. —Amigo mío, los sacerdotes del santuario de Zeus en Dodona decían que los primeros oráculos salieron de una encina. Los hombres de otro tiempo, que no tenían la sabiduría de los modernos, en su sencillez consentían escuchar a una encina o a una piedra,[38] con tal de que la piedra o la encina dijesen verdad. Pero tú necesitas saber el nombre y el país del que habla, y