Espejo de historias y otros reflejos. Jorge F. Hernández

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Название Espejo de historias y otros reflejos
Автор произведения Jorge F. Hernández
Жанр Языкознание
Серия Ensayo
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786079664572



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histórica. Desde entonces se le quedó el apodo de El Estatuario y se volvió referencia recurrente en toda tertulia cantarle, en broma, aquello de "A las estatuas de Marfil, una, dos y tres, así. El que se mueva baila el twist".

      En efecto, Martilio Cantera —días antes de ser expulsado para siempre del sistema escolar guanajuatense— lanzó un breve pero intenso discurso en plena aula magna de la prepa en donde enfatizó su pasión por las estatuas. Decía que "el tiempo es inmóvil" y que los hechos de los hombres son hechos incólumes y que "el verdadero heroísmo sólo lo traduce y entiende la piedra". Fue por aquellos días que, para celebrar su expulsión, se aventó tres días inmóvil, vestido de Miguel de Cervantes Saavedra a las afueras de la Alhóndiga de Granaditas. (Los funcionarios de la XXXVII Muestra Cervantina lo tuvieron que consignar ante las autoridades municipales.)

      En la cantina de Chencho, escuché la despedida de Martilio Cantera. Decía, con los ojos más brillosos que nunca, que se iría a la Ciudad de México, "urbe donde todavía le tienen respeto a las estatuas, y además, abundan. De ahí a París y ya verán quién es Martilio Cantera". Los allí presentes alzamos la copa en señal de despedida, convencidos de que nunca más oiríamos hablar de El Estatuario.

      Sin embargo, hay quienes lo vieron —diez días seguidos— vestido de Cura Hidalgo y parado en el entronque que lleva al Santuario de Atotonilco, entre Dolores Hidalgo y San Miguel de Allende, inmóvil, hierático y monumental con un colorido estandarte guadalupano. Hay otros testigos que aseguran haberlo visto, inmóvil, con patillas y lujosamente uniformado en la esquina de la casa de Ignacio Allende en el centro de San Miguel. Dicen que su pose monumental sirvió para que más de un turista norteamericano se fotografiara con él y que, a la manera de un guardia inglés, Martilio ni chistaba.

      Las obvias preguntas "¿de dónde saca los disfraces?", "¿quién le enseñó mímica inmóvil?" y "¿de qué vive este facineroso?" de los transeúntes sanmiguelenses quedaron para siempre sin respuesta. Lo cierto es que a las dos semanas fue localizado en un jardín de Querétaro personificando a la perfección a la Corregidora Josefa Ortiz de Domínguez y que en el Cerro de las Campanas fue fotografiado con barba rubia y levita imperial, representando fielmente los últimos instantes de Maximiliano de Habsburgo.

      De sus poses en la Ciudad de México mencionaré que las más célebres fueron las dos semanas que posó como Lázaro Cárdenas —con inexplicable parecido facial— en el cruce del Eje Central con Arcos de Belén; las siete noches seguidas que, vestido de charro y con la boca abierta, se paró afuera de El Tenampa, en plena Plaza de Garibaldi, rindiéndole homenaje a Pedro Infante y el ya célebre malabarismo que se aventó —sólo por cuatro horas, ya que lo bajaron a la fuerza— en el barandal del Castillo de Chapultepec, envuelto en una bandera y vestido de cadete heroico.

      Antes y después de sus congelamientos históricos, Martilio expresaba los fundamentos de su teoría monumental y cerraba su discurso con un "¡Vivan los héroes y las piedras!". En cada representación, y ante cualquier foro, sorprendía la nitidez y precisión de sus disfraces y hasta parecía que sus facciones se transformaban según el personaje que representaría. De hecho, su repertorio no tenía límite: se le ha visto de Musa desnuda a las afueras del restaurante Konditori de la Zona Rosa, recostado en sueño secular sobre la tumba de Benito Juárez en el Panteón de San Fernando y hasta de militar republicano sobre una de las aceras del Paseo de la Reforma.

      Cualquiera pensaría que el final de Martilio Cantera sería quedar petrificado en algún parque público, transformado en bronce y destinado a ser refugio de palomas por décadas, sujeto a los vaivenes del "reordenamiento urbano". Sin embargo, su destino, como el de las estatuas, está sujeto a los vaivenes del presente, al tiempo móvil, acelerado e impredecible de la actualidad. Hace unos días, Martilio Cantera fue arrestado en las inmediaciones de la Columna de la Independencia, pintado de oro y con el pecho al aire. Mientras unos enardecidos y futboleros jóvenes le querían arrancar la corona de laurel que llevaba en una mano, un enloquecido aficionado de sombrerote le tiraba de la cadena-símbolo de su mano izquierda. Martilio gritaba "No me toquen, ¡soy la Independencia!" cuando intervinieron los guardianes del orden que lo llevaron a la delegación y consignaron como "travesti irreverente".

      Lorenza Caballero

      Fiel a su apellido, Lorenza Caballero cabalga por los corredores de los archivos históricos, trota por cuanta biblioteca le quede abierta y galopa literalmente sobre todo parlamento, párrafo, página o portadilla de los libros de nuestro pasado. Aunque no ha publicado ni una sola línea de sus hallazgos, Lorenza le ha dedicado más de treinta años a la exploración archivística como un gambusino de la memoria, minera del pretérito, aventurera del ayer.

      Su blonda cabellera —que recibe el burlón calificativo de crin— es ya parte del mobiliario de las salas de lectura y, debido a una antigua lesión en los meniscos, Lorenza Caballero se hace notar por el redoblado paso con el que interrumpe los silencios de las bibliotecas. Quienes la conocen, coinciden en que desde el primer momento Lorenza infunde una mirada equina, que acompañada de los destellos de una dentadura inmensa e inmaculada, incitan a acariciarle la crin. En los tiempos estudiantiles nadie se ganó mejor el epíteto de caballona, aunque pocos reconocieron la imbatible lealtad y los incansables esfuerzos de esta distinguida compañera.

      La obra ilusoria pero febril de Lorenza Caballero es una confirmación más de las ilimitadas posibilidades de la investigación histórica. Lejos de dedicarse a la acumulación inútil de datos y fechas, Lorenza prefiere más que un libro, una revelación: La historia equina de México. Esta obra —que cubrirá en siete tomos la historia de México desde 1519— no es una insípida cronología del caballo, ni una apología ilustrada. Aunque más de una Asociación de Charros verá en la obra de Lorenza el sustento teórico-cultural a sus actividades, Lorenza Caballero se ha propuesto brindarnos una auténtica mirada alternativa a nuestro pasado histórico y no un mero elogio de la charrería.

      En las varias ocasiones en que me he reunido con ella —evidentemente en un restaurante del Hipódromo de las Américas— Lorenza me ha confiado la magnificencia de sus hallazgos y el perfil de su obra. En una de estas tardes lluviosas —en donde la pista lodosa permitió el milagroso triunfo de Arabella a dos cuerpos de Boston Derby— Lorenza me explicó cuán diferente es la comprensión de la Conquista de México una vez que se conocen no sólo los tamaños y pintas de los caballos que montaban Hernán Cortés y Pedro de Alvarado, sino que incluso se encontró con los nombres: según Lorenza, don Hernán entró a la Gran Tenochtitlán montando a la yegua Afortunada, mientras que Alvarado traía al alazán Desdichado.

      Lorenza se ha encontrado con las biografías detalladas de los seis caballos que tiraban de la carroza de la Virreina de Alburquerque que aparecen en el biombo "Alegoría de la Nueva España" e incluso se sabe el nombre y triste final de un caballo que tumbó al Virrey Conde de Moctezuma provocando la caída de su larga y canosa peluca.

      Aficionada a las botanas con alfalfa y tiras de soya, Lorenza Caballero no tiene reservas en compartir conmigo sus hallazgos mientras le retribuya estos favores con largos paseos a Chapultepec o buenos cargamentos de dulces de azúcar. De hecho, en su casa he visto más de siete bomboneras repletas con cubitos y bolsitas de azúcar de los más diversos restaurantes a donde hemos ido: los pequeños sobres del Prendes, en donde me contó que Miguel Hidalgo no siempre cabalgó sobre un caballo bayo y que por allí hay papeles que avalan que el caballo de Iturbide era, en efecto, un alazán tostado, pero capado; los cubitos de un restaurante en Puebla, en donde me narró la coincidencia de que un caballo de Antonio López de Santa Anna se había quebrado una pata en los mismos días en que se enterraba la pierna de su polémico dueño y que en un diario del caballerango constaban los cuidados que se le daban en la hacienda de Manga de Clavo.

      Recuerdo un paseo que dimos a las afueras de Cuernavaca y que, antes de emprender un auténtico galope en pos de unos helados, Lorenza me presumía de las listas de caballos franceses que se habían sacrificado en la Batalla del Cinco de Mayo. En otra ocasión, a paso lentísimo, me narró las diferentes alzadas de los caballos que montó Porfirio Díaz, al grado de que sabe que para principios de este siglo y en el ocaso de su vida don Porfirio prefería cuacos de gran alzada, para imponer. Quizá sobra mencionar que Lorenza Caballero