Название | Odisea y triunfo |
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Автор произведения | Elaine Egbert |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789877983869 |
Carlos empezó a comer. Transcurrieron las semanas y su aspecto mejoró. Ya no pensaba que todo el mundo estaba en su contra y desaparecieron sus palabras poco amables y los accesos de ira. Pero se horrorizaba al ver que su padrastro empeoraba cada día. Carlos pasaba horas enteras leyéndole a Rodolfo, escuchándolo hablar de su niñez y aconsejándolo para ser feliz y tener éxito en la vida.
Todas las noches antes de acostarse oraba por Rodolfo, pidiéndole a Aquel que lo había ayudado que lo salvara también a él. Las delgadas paredes de la casa le permitían escuchar la tos carrasposa y persistente de Rodolfo, y la voz susurrante de su madre que trataba de consolar a su esposo en las largas vigilias. Carlos estaba seguro de que Rodolfo era un hombre demasiado bueno para morir. Seguramente Dios lo sanaría. ¿No había intervenido para salvarlo a él mismo de la muerte? ¡El pobre Rodolfo ni siquiera pensaba en morir!
Una noche, próxima a la Navidad, Carlos se despertó al escuchar unos fuertes sollozos. Saltando de su tibia cama corrió al cuarto contiguo y encontró a su mamá arrodillada en el piso, sosteniendo una mano gris de Rodolfo. Después del servicio fúnebre, él y su mamá se sentaron en la sala, mirándose el uno al otro. Nada parecía igual. En vano, Carlos buscaba dentro de sí esa sensación de paz que lo invadía las noches que oraba. Pero había desaparecido.
Por su mente desfilaban pensamientos atroces: ¿Qué había hecho Rodolfo para merecer una muerte tan dolorosa? Quizá se equivocó al pensar que Dios lo había cuidado en forma especial la noche en que había roto su ayuno. Quizá fueron las funciones corporales que lo obligaron a comer. Carlos decidió esperar para encontrar respuestas.
Pocos días después del funeral, mientras vaciaba el recipiente de la basura, su mamá le dijo:
–Bueno, ya es hora de que regreses a la escuela. El Dr. Ramírez dice que ya estás bien; además, has perdido mucho tiempo.
Carlos sabía que su mamá tenía razón, pero temía enfrentarse a una nueva realidad, acostumbrarse a maestros diferentes y empezar nuevamente el proceso de socialización. Hubiera querido volver a Bayfield con sus amigos de la infancia, pero era imposible. Esa noche lo llamó su papá.
–Cristy y yo te extrañamos mucho. ¿Por qué no vienes con nosotros? Hablé con el director de la escuela y me dijo que podrías empezar ahora mismo.
Carlos retrocedió, avergonzado de sí mismo. ¡Se había comportado en forma tan extraña en la escuela, robando, convirtiéndose en un esqueleto viviente! Sus compañeros nunca lo olvidarían. Se reirían de él en su propia cara. Sintió que se le removía el estómago de solo pensar que tendría que enfrentarlos. Mejor sería quedarse con su mamá y asistir allí a la escuela.
Abrió la boca para decirle a su papá lo que había decidido, pero se le invirtieron los términos y su respuesta lo sorprendió a él más que a nadie.
–Quiero volver a casa, papá. ¿Cuándo podrás venir a buscarme?
Aunque Carlos extrañaba a su madre, se sentía contento de estar otra vez con Cristy y su papá y, de alguna manera, el apartamento y la calle atestada ya no le alteraban los nervios como antes. Después de los primeros días de clases, Carlos sintió que se adaptaba bien, aunque al principio atrajo un poco la atención de los demás, y eso lo hizo sentirse algo incómodo.
–¿Eres el mismo Carlos Miller que estuvo aquí al principio del curso? ¿El que estaba muy flaco? ¡Cuánto has cambiado! ¡Pero... bienvenido! –le dijo un compañero cierto día en la clase de Biología.
Pronto Carlos se hizo de amigos y empezó a sentirse como si estuviera en la escuela secundaria de Durango. Todavía no practicaba deportes, dado que tenía mucho que estudiar para ponerse al día en tantas clases atrasadas, pero lo tomó con calma.
Cuando cursaba el undécimo grado, sucedió algo maravilloso: su papá conoció a Carola, una mujer cariñosa y amable, y se casó con ella. Los Miller tenían ahora un hogar de verdad y había alguien con quien Carlos podía hablar cuando llegaba de la escuela. Pero se le presentó un nuevo problema: decidir lo que haría después de terminar los estudios secundarios. Había pensado muchísimo en ello, pero hasta el momento no había decidido nada. Una mirada a sus calificaciones de Matemática lo convenció de que no era material para la universidad, y no parecía haber una carrera que le gustara. Vez tras vez trató de ignorar el problema, imaginándose que probablemente terminaría surtiendo las vidrieras de algún supermercado por el resto de su vida; pero entonces sucedió algo.
Mientras paseaba con unos amigos después de haber terminado el undécimo grado, llegaron a la oficina de reclutamiento de la marina. Siendo que no tenían otra cosa que hacer, entraron. Después de escuchar al reclutador hablar de las maravillas de la vida en la marina y de todo lo que eso podría significar para un joven, Carlos y sus amigos decidieron tomar un examen de aptitud. Cuando llegaron los resultados, Carlos no podía creer lo que veía. Aunque sus amigos fracasaron en el examen, él lo había aprobado con altas calificaciones.
–Tú tienes aptitudes nada comunes en el campo de la electrónica –le dijo el reclutador–. La marina tiene un excelente programa de entrenamiento al respecto. Y aunque no hagas de la marina la profesión de tu vida, el conocimiento que adquieras te capacitará para ejercer una profesión lucrativa.
Ilusionado con la perspectiva de adquirir una educación decente sin tener que ir a la universidad, Carlos decidió enrolarse en un programa diferido que permite a los adolescentes terminar el último año de la secundaria sin tener que reportarse a la marina. Solo había una dificultad, Carlos era muy joven para firmar los papeles. Tendría que convencer a su papá.
Para ello eligió el momento de los postres después de la cena. Miró a su padre y escogió cuidadosamente las palabras.
–He estado pensando en lo que haré cuando termine la secundaria.
Su papá lo interrumpió.
–Nunca es demasiado temprano para pensar en eso.
Carlos se reclinó en la silla.
–Hablé el otro día con un hombre en el pueblo. Tomé un examen de aptitud y parece que tengo habilidades para la electrónica.
El padre abrió exorbitantemente los ojos.
–¿De veras? ¿Eso no requiere matemáticas?
–Sí. Pero él dice que puedo.
–Pero, ¿dónde podrías estudiar electrónica?
Llegó el momento, pensó Carlos. Luego, añadió:
–En la marina.
–¿En qué...? –exclamó Carola, dejando caer el tenedor al piso. Carlos contempló la escena. Todos lo miraban asombrados.
–En la marina, puedo recibir entrenamiento y sostenerme al mismo tiempo. El reclutador dice que, dadas mis habilidades, no tendría problemas para incursionar en ese campo cuando ingrese en el cuerpo.
Los ojos pardos y tristes de Cristy lo observaban desde el otro extremo de la mesa. Carlos y Cristy se llevaban mejor que muchos otros hermanos y hermanas. Pudo notar que a ella no le agradó la idea de que se fuera de la casa y, por un instante, su entusiasmo decayó. No obstante, sentía algo en su interior que lo impulsaba a seguir adelante.
Por fin su padre firmó los papeles y el futuro de Carlos quedó finalmente bosquejado en su mente.
Carlos recordó las observaciones del reclutador en cuanto a sus notables habilidades. Estudiar nunca había sido su fuerte, pero cuando empezó el último año de secundaria decidió hacer su mejor esfuerzo para comprobar si el reclutador tenía razón o no. Su respuesta llegó en ocasión de la graduación, cuando vio las altas calificaciones obtenidas. Sus logros lo llenaron de cierto orgullo, y se sintió más seguro de poder enfrentar cualquier traba que la marina le pusiera más adelante.
Ocho