El libro negro del comunismo. Andrzej Paczkowski

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Название El libro negro del comunismo
Автор произведения Andrzej Paczkowski
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9788417241964



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cruel, porque el enemigo avanza enmascarado y se trata de una lucha a muerte! ¡Propongo, exijo la creación de un órgano que ajuste las cuentas a los contrarrevolucionarios de manera revolucionaria, auténticamente bolchevique!

      Dzerzhinski abordó inmediatamente el núcleo de su intervención, que transcribimos tal y como aparece en el protocolo de la reunión:

      La Comisión tiene como tarea: 1. Suprimir y liquidar todo intento y acto contrarrevolucionario de sabotaje, vengan de donde vengan, en todo el territorio de Rusia; 2. Llevar a todos los saboteadores contrarrevolucionarios ante un tribunal revolucionario.

      La Comisión realiza una investigación preliminar en la medida en que esta resulta indispensable para llevar a cabo correctamente su tarea.

      La Comisión se divide en departamentos: 1. Información; 2. Organización, 3. Operación.

      La Comisión otorgará una atención muy particular a los asuntos de prensa, de sabotaje, a los KD (constitucionales-demócratas o kadetes), a los SR (socialistas-revolucionarios o eseristas) de derechas, a los saboteadores y a los huelguistas.

      Medidas represivas encargadas a la Comisión: confiscación de bienes, expulsión del domicilio, privación de las cartillas de racionamiento, publicación de listas de enemigos del pueblo, etc.

      Resolución: aprobar el proyecto. Apelar a la Comisión pan-rusa extraordinaria de lucha contra la revolución, la especulación y el sabotaje. Que se publique13.

      Este texto fundador de la policía política soviética suscita inmediatamente una pregunta. ¿Cómo interpretar la discordancia entre el discurso ofensivo de Dzerzhinski y la relativa modestia de las competencias atribuidas a la Cheka? Los bolcheviques estaban a punto de concluir un acuerdo con los socialistas-revolucionarios de izquierdas (seis de sus dirigentes entraron en el Gobierno el 12 de diciembre) a fin de romper su aislamiento político, en un momento en que les era preciso afrontar la cuestión de la convocatoria de la asamblea constituyente en la que eran minoritarios. También adoptaron un programa de mínimos. En contra de la resolución adoptada por el Gobierno en 7 (20) de diciembre, no fue publicado ningún decreto que anunciara la creación de la Cheka y que definiera sus competencias.

      Comisión «extraordinaria», la Cheka iba a prosperar y a actuar sin la menor base legal. Dzerzhinski, que deseaba, como Lenin, tener las manos libres, pronunció esta frase sobrecogedora: «Es la vida misma la que dicta su camino a la Cheka». La vida, es decir, «el terror revolucionario de masas», la violencia de la calle que la mayoría de los dirigentes bolcheviques estimulaban entonces con entusiasmo, olvidando por el momento su profunda desconfianza hacia la espontaneidad popular.

      Al dirigirse el 1 (13) de diciembre a los delegados del Comité ejecutivo central de los soviets, Trotski, comisario del pueblo para la guerra, previno: «En menos de un mes, el terror va a adquirir formas muy violentas, a ejemplo de lo que sucedió durante la gran Revolución francesa. No será ya solamente la prisión, sino la guillotina, ese notable invento de la gran Revolución francesa, que tiene como ventaja reconocida la de cortar la cabeza a un hombre, lo que se dispondrá para nuestros enemigos»14.

      Algunas semanas más tarde, tomando la palabra en una asamblea de obreros, Lenin apeló, una vez más, al terror, esta «justicia revolucionaria de clases»:

      El poder de los soviets ha actuado como tendrían que haber actuado todas las revoluciones proletarias: ha destrozado claramente la justicia burguesa, instrumento de las clases dominantes. (…) Los soldados y los obreros deben comprender que nadie los ayudará si no se ayudan a sí mismos. Si las masas no se levantan espontáneamente, no llegaremos a nada. (…) ¡A menos que apliquemos el terror a los especuladores —una bala en la cabeza en el acto— no llegaremos a nada!15

      Estas llamadas al terror atizaban una violencia que ciertamente no había esperado para desencadenarse a la llegada de los bolcheviques al poder. Desde el otoño de 1917, miles de grandes propiedades rústicas habían sido saqueadas por los campesinos encolerizados, y centenares de grandes propietarios habían sido asesinados. En la Rusia del verano de 1917, la violencia era omnipresente. Esta no era nueva, pero los acontecimientos del año 1917 habían permitido la convergencia de varias formas de violencia presentes en estado latente: una violencia urbana «reactivada» por la brutalidad de las relaciones capitalistas en el seno del mundo industrial; una violencia campesina «tradicional»; y la violencia «moderna» de la Primera Guerra Mundial portadora de una extraordinaria regresión y una formidable brutalización de las relaciones humanas. La mezcla de estas tres formas de violencia constituía una combinación explosiva, cuyo efecto podía ser muy devastador en la coyuntura muy particular de la Rusia sumergida en una revolución, marcada a la vez por la debilidad de las instituciones de orden y de autoridad, por la escalada de los resentimientos y de las frustraciones sociales acumuladas durante largo tiempo y por la instrumentalización política de la violencia popular. Entre los habitantes de las ciudades y los del campo la desconfianza era recíproca, para aquellos, la ciudad era, más que nunca, el lugar del poder y de la opresión. Para la elite urbana, para los revolucionarios profesionales, surgidos en su inmensa mayoría de la intelligentsia, los campesinos seguían siendo, como escribía Gorki, una masa de «gente medio salvaje» cuyos «instintos crueles» e «individualismo animal» debían ser sometidos a «la razón organizada de la ciudad». Al mismo tiempo, políticos e intelectuales eran perfectamente conscientes del hecho de que el desencadenamiento de las revueltas campesinas era lo que había resquebrajado al Gobierno provisional, permitiendo a los bolcheviques, muy minoritarios en el país, apoderarse del poder en el vacío constitucional reinante.

      A finales de 1917 e inicios de 1918, ninguna oposición seria amenazaba al nuevo régimen que, un mes después del golpe de Estado bolchevique, controlaba la mayor parte del norte y del centro de Rusia hasta el Volga medio, pero también bastantes grandes aglomeraciones en el Cáucaso (Bakú) y Asia central (Tashkent). Ciertamente, Ucrania y Finlandia se habían separado pero no abrigaban intenciones belicosas contra el poder bolchevique. La única fuerza militar antibolchevique organizada era el pequeño «ejército de voluntarios», de unos tres mil hombres aproximadamente, embrión del futuro «Ejército Blanco», puesto en pie en el sur de Rusia por los generales Alexeyev y Kornílov. Estos generales zaristas fundaban todas sus esperanzas en los cosacos del Don y del Kubán. Los cosacos se diferenciaban radicalmente de los otros campesinos rusos. Su privilegio principal, bajo el antiguo régimen, era recibir 30 hectáreas de tierra a cambio de un servicio militar que alcanzaba hasta la edad de 36 años. Aunque no aspiraban a adquirir nuevas tierras, deseaban conservar las que poseían. Queriendo ante todo salvaguardar su independencia, los cosacos, inquietos por las declaraciones bolcheviques que estigmatizaban a los kulaks, se unieron en la primavera de 1918 a las fuerzas antibolcheviques.

      ¿Se puede hablar de guerra civil a propósito de los primeros enfrentamientos del invierno de 1917 y de la primavera de 1918, en el sur de Rusia, entre algunos miles de hombres del ejército de voluntarios y las tropas bolcheviques del general Sivers que contaban apenas con seis mil hombres? Lo que llama la atención de entrada es el contraste entre la modestia de los efectivos implicados y la violencia inaudita de la represión ejercida por los bolcheviques, no solamente contra los militares capturados sino también contra los civiles. Instituida en 1919 por el general Denikin, comandante en jefe de las fuerzas del sur de Rusia, la «comisión de investigación sobre los crímenes bolcheviques», se esforzó por censar, durante los meses de su actividad, las atrocidades cometidas por los bolcheviques en Ucrania, en el Kubán, la región del Don y Crimea. Los testimonios recogidos por esta comisión —que constituyen la fuente principal del libro de S. P. Melgunov, El terror rojo en Rusia, 1918-1924, el gran clásico sobre el terror bolchevique aparecido en Londres en 1924— establecen innumerables atrocidades perpetradas desde enero de 1918. En Taganrog, los destacamentos del ejército de Sivers habían arrojado a cincuenta junkers y oficiales «blancos», con los pies y las manos atados, a un alto horno. En Evpatoria, varios centenares de oficiales y de «burgueses» fueron atados y luego arrojados al mar, después de haber sido torturados. Violencias idénticas tuvieron lugar en la mayoría de las ciudades de Crimea ocupadas por los bolcheviques: Sebastopol, Yalta, Alushta, Simferopol. Las mismas atrocidades se produjeron a partir de abril-mayo de 1918 en las grandes aldeas cosacas