Название | El libro negro del comunismo |
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Автор произведения | Andrzej Paczkowski |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788417241964 |
Contra todos estos iluminadores de la conciencia humana, los verdugos desplegaron en un combate sistemático todo el arsenal de los grandes estados modernos capaces de intervenir en el mundo entero. A. Solzhenitsyn, V. Bukovski, A. Zinoviev, L. Plyuch fueron expulsados de su país. Andrei Sajarov fue exiliado a Gorki, el general Piotr Grigorenko fue internado en un hospital psiquiátrico, Markov resultó asesinado valiéndose de un paraguas envenenado.
Frente a semejante poder de intimidación y de ocultación, las mismas víctimas dudaban a la hora de manifestarse y eran incapaces de reintegrarse en una sociedad donde campaban a sus anchas sus delatores y verdugos. Vassili Grossman23 recuerda esta desesperanza. A diferencia de la tragedia judía —donde la comunidad judía internacional ha adquirido el compromiso de conmemorar el genocidio—, durante mucho tiempo ha resultado imposible para las víctimas del comunismo y para sus causahabientes mantener una memoria viva de la tragedia, al estar prohibidas cualquier conmemoración o solicitud de reparación.
Cuando no conseguían ocultar alguna verdad —la práctica de los fusilamientos, los campos de concentración, las hambrunas provocadas— los verdugos se las ingeniaban para justificar los hechos maquillándolos groseramente. Después de haber reivindicado el terror, lo erigieron en figura alegórica de la Revolución: «cuando se corta madera, saltan astillas», «no se puede hacer tortilla sin cascar huevos». A lo que Vladimir Bukovski replicaba que él había visto los huevos cascados pero que no había probado nunca la tortilla. Lo peor se alcanzó sin duda con la perversión del lenguaje. Mediante la magia de las palabras, el sistema concentracionario se convirtió en una obra de reeducación, y los verdugos de los educadores fueron dedicados a transformar a los hombres de la antigua sociedad en «hombres nuevos». A los zekos —término con el que se designa a los presos de los campos de concentración soviéticos— se les «rogaba», a la fuerza, que creyeran en un sistema que los convertía en esclavos. En China, el recluso de un campo de concentración es denominado «estudiante»: debe estudiar el pensamiento justo del partido y reformar su propio pensamiento defectuoso.
Como suele suceder a menudo, la mentira no es lo contrario, stricto sensu, de la verdad y toda mentira se apoya en elementos de verdad. Los términos pervertidos se sitúan en una visión desplazada que deforma la perspectiva de conjunto: se nos enfrenta con un astigmatismo social y político. Ahora bien, una visión deformada por la propaganda comunista es fácil de corregir, pero es muy difícil volver a llevar al que ve defectuosamente a una concepción intelectual idónea. La primera impresión está cargada de prejuicios y así permanece. Como si se tratara de judokas, y gracias a su incomparable poder propagandístico —fundado en buena medida en la perversión del lenguaje—, los comunistas han utilizado la misma fuerza de las críticas dirigidas contra sus métodos terroristas para volverlas en contra de esas mismas críticas, apretando en cada caso las filas de sus militantes y simpatizantes en virtud de la renovación del acto de fe comunista. Así han recuperado el principio primero de la creencia ideológica formulado en su tiempo por Tertuliano: «Creo porque es absurdo».
En el terreno de estas operaciones de contrapropaganda, los intelectuales se prostituyeron literalmente. En 1928, Gorki aceptó ir de «excursión» a las islas Solovki, el campo de concentración experimental que en virtud de una «metástasis» (Solzhenitsyn) dará nacimiento al sistema del Gulag. Con posterioridad, participó en la redacción de un libro dedicado a la gloria de las Solovki y del gobierno soviético. Un escritor francés, premio Goncourt 1916, Henri Barbusse, no dudó, gracias al dinero, en lanzar incienso sobre el régimen estalinista, publicando en 1928 un libro sobre la «maravillosa Georgia» —donde, precisamente en 1921, Stalin y su acólito Ordzhonikidze se habían entregado a una verdadera carnicería, y donde Beria, jefe del NKVD, se hacía notar por su maquiavelismo y su sadismo— y, en 1935, la primera biografía oficiosa de Stalin. Más recientemente, Maria-Antonietta Macciochi ha cantado las alabanzas de Mao, Alain Peyrefitte le hizo eco en tono menor, mientras que Danielle Mitterrand pisaba los talones a Castro. Codicia, abulia, vanidad, fascinación por la fuerza y la violencia, pasión revolucionaria: fuera cual fuese la motivación, los dictadores totalitarios siempre encontraron los turiferarios que necesitaban, ya fuera la dictadura comunista o cualquier otra.
Frente a la propaganda comunista, Occidente durante mucho tiempo dio muestras de una ceguera excepcional, enredado a la vez por la ingenuidad frente a un sistema particularmente retorcido, por el temor del poderío soviético y por el cinismo de los políticos y de los especuladores. Hubo ceguera en la conferencia de Yalta, cuando el presidente Roosevelt abandonó Europa del Este a Stalin a cambio de la promesa, redactada en buena y debida forma, de que este convocaría de la manera más rápida elecciones libres. El realismo y la resignación se dieron cita en el encuentro de Moscú cuando, en diciembre de 1944, el general De Gaulle cambió el abandono de la desgraciada Polonia a Moloc por la garantía de paz social y política, asegurada por un Maurice Thorez regresado a París.
Esta ceguera se vio confirmada, casi legitimada, porque los comunistas occidentales y muchos hombres de izquierda creían que estos países estaban «construyendo el socialismo», que esta utopía, que en las democracias alimentaba conflictos sociales y políticos, se convertía «allí» en una realidad cuyo prestigio había subrayado Simone Weil: «Los obreros revolucionarios están demasiado felices de tener a sus espaldas un Estado: un Estado que confiere a su acción ese carácter oficial, esa legitimidad, esa realidad, que solo confiere el Estado, y que al mismo tiempo está situado muy lejos de ellos, geográficamente para poder asquearlos»24. El comunismo presentaba entonces su cara más favorable: apelaba a la Ilustración, a una tradición de emancipación social humana, y al sueño de la «igualdad real» y de la «felicidad para todos» inaugurado por Gracchus Babeuf. Y es este rostro luminoso el que ocultaba casi totalmente la faz de las tinieblas.
A esa ignorancia —querida o no— de la dimensión criminal del comunismo se añadió, como siempre, la indiferencia de nuestros contemporáneos por sus hermanos humanos. No es que el ser humano tenga el corazón duro. Por el contrario, en numerosas situaciones límites, muestra recursos insospechados de solidaridad, de amistad, de afecto e incluso de amor. Sin embargo, como subraya Tzvetan Todorov, «la memoria de nuestros duelos nos impide percibir el sufrimiento de los otros»25. Y, al salir de la Primera y después de la Segunda Guerra Mundial, ¿qué pueblo europeo o asiático no estaba ocupado en cicatrizar las heridas de innumerables duelos? Las dificultades encontradas por los franceses en su propio país para afrontar la historia de los años sombríos resultan suficientemente elocuentes. La historia —o más bien la no historia— de la ocupación continúa envenenando la conciencia francesa. Sucede lo mismo, a veces en menor grado, con la historia de los períodos «nazi» en Alemania, «fascista» en Italia, «franquista» en España, de la guerra civil en Grecia, etc. En este siglo de hierro y de sangre, todos han estado demasiado ocupados en sus desgracias para compartir las de los demás.
La ocultación de la dimensión criminal del comunismo se relaciona, sin embargo, con tres razones más específicas. La primera tiene que ver con la idea misma de revolución. Todavía hoy en día, el duelo por la idea de revolución, tal como fue contemplada en los siglos XIX y XX, está lejos de haber