La isla misteriosa. Julio Verne

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Название La isla misteriosa
Автор произведения Julio Verne
Жанр Языкознание
Серия Clásicos
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786074570601



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en lugar de tiritar, y pronto tendré más calor que tú, Pencroff!

      Esto fue lo que sucedió. De todos modos, hubo que renunciar aquella noche a procurarse fuego. Gedeón Spilett repitió por vigésima vez que Ciro Smith no se habría visto tan embarazado por tan poca cosa, y entretanto se tendió en uno de los corredores, sobre la cama de arena. Harbert, Nab y Pencroff lo imitaron, mientras que Top dormía a los pies de su amo.

      Al día siguiente, 28 de marzo, cuando el ingeniero se despertó hacia las ocho de la mañana, vio a sus compañeros a su lado, que miraban su despertar, y, como la víspera, sus primeras palabras fueron:

      —¿Isla o continente?

      Como se ve, esta era su idea fija.

      —¡Otra vez! —respondió Pencroff—. No sabemos nada, señor Smith.

      —¿No saben nada aún?

      —Pero lo sabremos —añadió Pencroff—, cuando usted nos haya servido de piloto en este país.

      —Creo que me encuentro en situación de probarlo respondió el ingeniero, que sin grandes esfuerzos se levantó y se puso de pie.

      —¡Muy bien! —exclamó el marino.

      —Lo que me molestaba era el cansancio —respondió Ciro Smith—. Amigos míos, un poco de alimento y me pondré bien del todo. ¿Tienen ustedes fuego? Aquella pregunta no obtuvo una respuesta inmediata; pero, después de algunos instantes, Pencroff dijo:

      —¡Ay! ¡No tenemos fuego, o mejor dicho, señor Ciro, no lo volveremos a tener! El marino hizo el relato de lo que había pasado la víspera, divirtiendo al ingeniero con la historia de una sola cerilla, y con su tentativa abortada para procurarse fuego a la manera de los salvajes.

      —Lo tendremos —contestó el ingeniero—; y si no encontramos una sustancia análoga a la yesca...

      —¿Qué? —preguntó el marino. —Que haremos fósforos. —¿Químicos?

      —¡Químicos!

      —No es difícil eso —exclamó el reportero, dando un golpecito en el hombre del marino. Este no encontraba la cosa tan sencilla, pero no protestó. Todos salieron. El tiempo se había despejado; el sol se levantaba en el horizonte del mar y hacía brillar como pajitas de oro las rugosidades prismáticas de la enorme muralla.

      El ingeniero, después de haber dirigido en torno suyo una rápida mirada, se sentó en una roca. Harbert le ofreció unos puñados de moluscos y de sargazos, diciendo:

      —Es todo lo que tenemos, señor Ciro.

      —Gracias, hijo mío —respondió Ciro Smith—, esto será suficiente para esta mañana, por lo menos.

      Y comió con apetito aquel débil alimento, que acompañó de un poco de agua fresca, cogida del río con una concha grande.

      Sus compañeros lo miraban sin hablar. Después de haber satisfecho bien o mal su hambre y su sed, Ciro Smith dijo, cruzando los brazos:

      —Amigos míos, ¿de modo que no saben si hemos sido arrojados a un continente o a una isla?

      —No, señor Ciro —contestó el joven.

      —Lo sabremos mañana —añadió el ingeniero—. Hasta entonces no tenemos nada que hacer.

      —¡Sí! —replicó Pencroff.

      —¿Qué?

      —Fuego —dijo el marino, que también tenía su idea fija.

      —Ya lo haremos, Pencroff —dijo Ciro Smith—. Mientras que ustedes me transportaban ayer, me pareció ver hacia el oeste una montaña que domina este país. —Sí —contestó Gedeón Spilett—, una montaña que debe ser bastante elevada... —Bien —repuso el ingeniero—. Mañana subiremos a la cima y veremos si esta tierra es una isla o continente. Hasta mañana, repito, no hay nada que hacer.

      —¡Sí, fuego! —dijo aún el obstinado marino.

      —¡Ya se hará fuego! —replicó Gedeón Spilett—. ¡Un poco de paciencia, Pencroff! El marino miró a Gedeón Spilett con un aire que parecía decir: “¡Si es usted quien lo ha de hacer, ya tenemos para rato comer asado!”. Pero se calló.

      Ciro Smith no había contestado. Parecía preocuparse muy poco por la cuestión del fuego. Durante algunos instantes permaneció absorto en sus reflexiones.

      Después volvió a tomar la palabra.

      —Amigos míos —dijo—, nuestra situación quizá es muy deplorable, pero en todo caso también es muy sencilla. O estamos en un continente, y entonces, a costa de fatigas más o menos grandes, llegaremos a algún punto habitable, o bien estamos en una isla, y en este último caso: si la isla está habitada, tendremos que relacionarnos con sus habitantes; si está desierta, tendremos que vivir por nosotros mismos.

      —¡Sí que es sencillita la cosa! —añadió Pencroff.

      —Pero sea isla o continente —preguntó Gedeón Spilett—, ¿dónde le parece a usted que hemos sido arrojados?

      —A ciencia cierta, no puedo saberlo —contestó el ingeniero—, pero presumo que nos encontramos en tierra del Pacífico. En efecto, cuando partimos de Richmond, el viento soplaba del nordeste, y su violencia prueba que su dirección no ha debido variar. Si esta dirección se ha mantenido de nordeste a sudoeste, hemos atravesado los Estados de Carolina del Norte, de la Carolina del Sur, de Georgia, el golfo de México, México, en su parte estrecha, y después una parte del océano Pacífico. No calculo menos de seis mil o siete mil millas la distancia recorrida por el globo, y por poco que el viento haya variado ha debido llevamos o al archipiélago de Mendana, o a las islas de Tuamotú, o, si tenía más velocidad de la que me parece, hasta la tierra de Nueva Zelanda. Si esta última hipótesis se ha realizado, nuestra repatriación será fácil, pues encontraremos con quienes hablar, ya sean ingleses o maorís. Si, al contrario, esta costa pertenece a alguna isla desierta de un archipiélago micronesio, quizá podremos reconocerlo desde lo alto del cono que domina este país, y entonces tendremos que establecernos aquí como si no debiéramos salir nunca.

      —¡Nunca! —exclamó el corresponsal—. ¿Dice usted nunca, querido Ciro?

      —Más vale ponerse desde luego en lo peor —contestó el ingeniero—; así se reserva uno la sorpresa de lo mejor.

      —¡Bien dicho! —replicó Pencroff—. Debemos, sin embargo, esperar que esta isla, si lo es, no se encontrará precisamente situada fuera de la ruta de los barcos. ¡Sería verdaderamente el colmo de la desgracia!

      —No sabremos a qué atenernos sino después de haber subido a la cima de la montaña —añadió el ingeniero.

      —Pero mañana, señor Ciro —preguntó Harbert—, ¿podrá soportar usted las fatigas de esta ascensión?

      —Así lo espero —contestó el ingeniero—, pero a condición de que Pencroff y tú, hijo mío, se muestren cazadores inteligentes y diestros.

      —Señor Ciro —dijo el marino—, ya que habla usted de caza, si a mi vuelta estuviera tan seguro de poderla asar como estoy tan seguro de traerla...

      —Tráigala usted de todos modos, Pencroff —dijo Ciro Smith.

      Se convino, pues, que el ingeniero y el corresponsal pasarían el día en las Chimeneas, a fin de examinar el litoral y la meseta superior. Durante este tiempo, Nab, Harbert y el marino volverían al bosque, renovarían la provisión de leña y harían acopio de todo animal de pluma o de pelo que pasara a su alcance.

      Partieron, pues, hacia las diez de la mañana: Harbert, confiado; Nab, alegre; Pencroff, murmurando para sí:

      —Si a mi vuelta encuentro fuego en casa, es porque el rayo en persona habrá venido a encenderlo.

      Los