Название | Te amo, gracias |
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Автор произведения | Kimi Turró |
Жанр | Сделай Сам |
Серия | |
Издательство | Сделай Сам |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418575587 |
Más tarde, cambió el esquí por la tabla de snow. Fue un gran descubrimiento. Aquellos eran sus momentos de felicidad plena, se sentía libre y en conexión con el Universo. Allí, en medio de la inmensidad nevada, Adrià estaba en comunión con su esencia.
Sus primeras y últimas vacaciones con los amigos fueron en la nieve. Cuando me dijo que quería pasar unos días con ellos, sentí que se había hecho mayor; no se lo podía impedir y, además, apenas faltaban dos meses para que cumpliera los dieciocho. Le brindé todo mi apoyo y también le di consejos de madre. Adrià se comportó más que bien: me llamaba a diario y me mantenía al día de cómo estaba viviendo la experiencia. Y yo me sentía cómplice de su felicidad, porque mi corazón intuía que él estaba muy bien y que nuestra relación iba mucho más allá de la que hay entre una madre y un hijo. De hecho, era como la de dos amigos. Siempre he pensado que amar implica libertad y ese era el punto principal de nuestra conexión, basada en la confianza, en el respeto y, sobre todo, en el gran amor que nos teníamos.
Adrià también tenía la capacidad de escuchar. Ese es el recuerdo que le ha quedado a Quim, la pareja de mi hijo David, la persona que tenía que ser su cuñado. «La esencia que me ha dejado es su capacidad para escuchar; recuerdo a Adrià como una persona atenta».
En palabras de mi amiga Montse, Adrià era un muchacho que, bajo su emblemática gorra, escondía un talante excepcional: discreto, paciente, observador, que callaba y no juzgaba, receloso de su intimidad y, sobre todo, una buena persona que, para no herir, rechazaba cualquier enfrentamiento con aquellos a quien amaba. A veces la desidia lo visitaba, lo llenaba de momentos en los que solo le apetecía tirarse en el sofá con un paquete de galletas que, sutilmente, escondía bajo el mueble. Al saberse descubierto y sin argumentos para justificarse, te regalaba una sonrisa fresca y huía a su refugio. Poco amante de ver su imagen plasmada en papel fotográfico, se escabullía con increíble destreza cuando intuía que era el blanco del objetivo.
También tenía aquel punto burlón, una manera de molestar pero de broma, que al mismo tiempo era la forma de expresar su afecto. Pero de todo lo que le caracterizaba, sin ninguna duda me quedo con su risa contagiosa, una de sus virtudes más grandes, y con la certeza de que era una buena persona, de lo cual me siento muy orgullosa como madre porque pienso que es la asignatura más importante de la vida.
El regalo
El miércoles por la tarde de aquella semana maldita, recibí una llamada de Adrià: «Mamá, hoy cenaré contigo y después iré a ver el fútbol». Le dije que no se preocupara por mí, que cenara y se fuera con sus amigos. «No, mamá. Te esperaré», me contestó. Al cabo de un rato, le llamé y volví a insistir. Me sabía mal hacerle esperar, pero su tono de voz fue contundente: «¡Mamá, quiero cenar contigo!».
Salí del trabajo algo más temprano y me fui corriendo a casa. Me sentía ilusionada, hacía días que Adrià y yo no compartíamos un rato a solas. Llegué con un bote de caldo que había cogido de la tienda y carne aliñada con ajo y perejil para hacer albóndigas; era una de nuestras cenas preferidas. Nos pusimos a preparar la comida juntos. Mientras yo ponía el caldo a calentar, Adrià buscaba los utensilios para hacer pequeñas pelotillas e ir introduciéndolas de una en una en la olla. Trasteábamos en la cocina cuando de repente me preguntó: «¿Qué me vas a regalar por mi cumpleaños?». Faltaban exactamente veintinueve días para que Adrià cumpliera los dieciocho, una fecha mágica. Imaginé que ese había sido el motivo por el que se había mostrado tan insistente ante el hecho de cenar conmigo; en los últimos tiempos casi tenía que rogarle para que esto ocurriera. Su padre y yo estábamos separados y Adrià encontraba cualquier excusa para quedarse con él. Allí todo era más fácil, no había tanto control. Y yo lo aceptaba porque me parecía algo bastante normal a su edad. Por eso pienso que aquella velada fue especial.
A veces, me pregunto si es posible que una parte de él supiera que se trataba de nuestra última cena o, simplemente, quería mostrarse cariñoso conmigo para conseguir aquello que más deseaba: un coche. Le dije que no lo tendría porque no se lo había ganado. Durante el último año, me había dado motivos, muy a menudo, para enfadarme con él, y su comportamiento no era el de una persona que se considera con el derecho de tener vehículo propio. «No te compraré ningún coche porque todavía no te lo mereces. Y tampoco pienso prestarte el mío, que ya me veo bajando al garaje y encontrándomelo vacío». Estuvimos hablando un buen rato. Le propuse poner la furgoneta de la tienda a su nombre; así podría ir haciendo prácticas. La memoria también me devuelve el recuerdo de un dulce abrazo frente al fuego... Y es que Adrià era muy pillo: cuanto más me enfadaba yo, más carantoñas me hacía él para conseguir lo que quería. Además, no era una persona rencorosa, sino todo lo contrario: olvidaba rápidamente cualquier disputa.
Cuando nos sentamos en la mesa para disfrutar de la cena, la conversación cambió de cariz. Me pareció como si hubiera madurado de repente, ya que se mostraba preocupado por su futuro. Lo sentí angustiado. Me explicó que la vida laboral estaba cambiando muy deprisa; presentía que empezaba una crisis. Entonces me dijo: «Mamá, tengo que estudiar más; no quiero acabar barriendo el suelo de los talleres mecánicos. Necesito aprender electrónica. El trabajo se está poniendo muy difícil y yo quiero llegar lejos». En aquel momento, me quedé de piedra. Era la primera vez que algo parecido salía de su boca. ¡Con la cantidad de veces que le había hablado de la importancia de estudiar! Y ahora, lo tenía ante mí diciéndome todo aquello que me gustaba tanto escuchar. Acabamos en el sofá, hablando del amor. Aquel día sus ojos eran como pequeños fragmentos de estrella. Tras un rato de charla, le pregunté si estaba enamorado: «¡Ja, ja, ja!», soltó una carcajada. «Sí, sí... ahora mismo te lo cuento», dijo en tono burlón. «Oye, que además de ser tu madre soy tu mejor amiga», le dije. Y Adrià se rio aún más, porque le hacía mucha gracia que yo quisiera saber de sus intimidades (para estas cosas era un poco reservado). «Sí, hombre...», me contestó en medio de sus carcajadas contagiosas. Acabamos riendo y jugando en el sofá, sin que yo obtuviera respuesta alguna.
Hacía tiempo que mi hijo y yo no compartíamos una buena cena sin que él tuviera prisa por acabar e irse con sus amigos de aventuras. Aquella noche fue distinta, especial. Un recuerdo precioso, que fue un verdadero regalo.
¿Quién era Kimi?
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