Название | La búsqueda del cine mexicano |
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Автор произведения | Jorge Ayala Blanco |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786070295201 |
Expliquémonos: el cine de Fernando de Fuentes podía ser más fino, el de Bustillo Oro mejor urdido, el de Martínez Solares más gracioso, el de Emilio Fernández más poético, el de Julio Bracho más culto para su época, el de Ismael Rodríguez más delirante, el de Roberto Gavaldón más vigoroso y el de Alberto Gout más eficaz; pero eso que se debe considerar como una buena expresión vital, un lenguaje funcional y dúctil que sirviera para tratar cualquier tema, un oficio de cineasta concebido como medio narrativo bien articulado, sólo en el cine de Galindo llegó a cuajar de modo evidente.
Por supuesto, carente de un basamento cultural sólido, la obra de Galindo no resistiría hoy un análisis detenido, ni sería capaz de proporcionar agudos placeres estéticos, ni el paternalismo de sus dueños de líneas de autobuses o de sus honestos dirigentes sindicales toleraría un examen ideológico mínimamente severo. Su campo de acción fue el de la crónica de costumbres urbanas y las anotaciones frescas sobre la vida cotidiana, si bien algunas de sus cintas conservan aún su valor como denuncias (desde adentro) de los límites de la ideología dominante y de las actitudes (individualistas, dentro del mezquino y mediocre mundo familiar, amorosas, rebeldes) que la transgreden, revolucionarias con respecto a la “edad media” interrelacional en que viven los héroes de Una familia de tantas o de Doña Perfecta.
Sin embargo, estamos seguros de que las comedias populistas de Galindo, llámense Campeón sin corona o Hay lugar para... dos, dicen más sobre el hombre de la calle de los cuarentas nacionales, que las filosofías de “lo mexicano” o nuestras producciones literarias valiosas de esa época. Humor, habla popular, mentalidad media, mitos masivos, sobreentendidos morales y sociales, nos hablan desde esas cintas con una sagacidad desenvuelta que envidiaría el más acucioso cronista de la ciudad, historiador o lingüista.
Estas cualidades, aunque cada vez más desvigorizadas desde 1950, sirvieron a Galindo para no verse hundido en el injusto y ominoso desempleo en que cayeron durante su vejez otros cineastas nacionales del pasado (Emilio Fernández, Julio Bracho), aun cuando haya visto acentuarse su decadencia en los cincuentas,2 y aunque se haya retirado del ejercicio de su profesión en el cine industrial durante los primeros siete de los años sesenta, dedicando su atención a funestas actividades como dirigente sindical empeñado en evitar la entrada de nuevos miembros en la Sección de Directores del STPC, calificando de onanistas a los participantes de los concursos experimentales, pergeñando fárragos ensayísticos redactados en el mejor estilo cantinflesco3 y escribiendo piezas de teatro.4
Pero Galindo sólo pudo salvarse del desempleo abrazando como salvavidas el subempleo. Regresó al cine en 1967 para filmar la adaptación fílmica de una telenovela de éxito que a su vez se había basado en una decenal radionovela titulada Corona de lágrimas. Fue el arranque de otro “ciclo” de Galindo, que estaría destinado a realizar los más truculentos chantajes sentimentales al espectador para estimular sus glándulas lacrimales. Aun en esas condiciones Galindo trataba de imponer, con desgano o quizá por solución personal cómoda para los incidentes arguméntales, algunas de las virtudes intimistas o populistas que le habían dado fama de realizador honesto. Toma en serio sus deleznables materiales y procura “salvar” cada película.
Pero el tiempo no ha pasado en vano para el estilo del realizador. El aire de la época nueva se les escapa, el vigor ha menguado, la ternura se ha vuelto ineficaz, el intimismo desfallece en la sensiblería; los actos individualistas liberales que antes se habían juzgado avanzados hoy son moneda común, cínica e, indiferente. Poco importa que Galindo quiera hacer, en sus descripciones de la vida doméstica clasemediera, un homenaje a la justeza, que el cantadito pelado en desuso quiera tener rango estético, o que la moral popular se confunda con el regusto hacia la cazuela de arroz. En Corona de lágrimas la crónica ha endurecido sus arterias y la distancia crítica es endeble cuando se le ocurre asomar.
La apología de la familia regresa por sus fueros, olvidando las impugnaciones de Una familia de tantas y aferrándose a las prédicas en contra del aborto del cura Enrique Rambal, en Tu hijo debe nacer, que recibía como apoyo a sus palabras la sombra de la ventana en forma de cruz. En colores deslavados y un tono muy menor, más bien insignificante, la madrecita abnegada de cérica figura (Marga López) se acabará los ojos llorando en la oficina las ingratitudes de sus hijos huérfanos de padre, y se perforará un dedo con la máquina de coser como recompensa. Los hijos descarriados estarán condenados a vagar por los billares (Juan Ferrara) y a ver frustrado su arribismo porque no viven en Polanco (Enrique Lizalde). Los ricos complacientes y discriminadores harán que la villana envidiosa (Daniela Rosen) atente contra su vida. Pero el derrotismo y el conservadurismo atribulado de la clase media se verán coronados, cuando descubran que no están aplastados por una madre sollozante, sino protegidos por una aspirante a Virgen de Guadalupe, y la humildad familiar termine muy contenta rezando en el altar del Tepeyac.
Entre todo ese anacrónico y desarmante desfile de pornografía sentimental había escenas —sí— conmovedoras: un velorio, un juego de billar, una visita conyugal en las crujías de la prisión, que evocaban la antigua maestría de Galindo. O quizá hacían más deplorable el desperdicio de facultades; las ridiculeces de un discurso ingenuamente sensiblero a fin de cuentas, que hablaba a la clase media en un lenguaje ideológico que ella misma había superado, o aprendido a desoír, desde hace tiempo.
Las tres características predominantes del relato de Corona de lágrimas —ingenuidad desarmante, estilo narrativo cada día más torpe, aislados momentos inspirados— van a conjugarse de diversas maneras a lo largo de todas las demás cintas de Galindo en esta etapa tal vez final de su carrera. Algunas tendrán poco interés, otras apuntarán hasta brillantes cualidades en el interior de conjuntos desviados, de escasa vigencia. No habrá “galindazos deslumbrantes” (nunca los hubo), pero sí “galinditos enternecedores”, a veces desorbitados, sin salirse de su
particular tono menor. Veamos algunos de estos filmes, deteniéndonos un poco más en los casos significativos.
Los protagonistas de Cristo 70 (1969) son jóvenes zonarroseros que, cansados de andar por ahí chacoteando a lo menso y de recibir recriminaciones de sus padres, deciden formar una gavilla de aeropiratas, para ponerse a la moda y descubrir a cuál de ellos “se le aflojan primero los calzones”. Galindo siempre se ha caracterizado por recoger lo que está en el aire; simplemente lo mete dentro de la película y ya está. Poco importa que la idea argumental se tratara de una vieja idea que a todo mundo platicaba el cuentista más oral que escrito Juan de la Cabada, sobre un Jesucristo ficticio al que crucificaban de a deveras en una representación de la Pasión de Cristo, y desarrollada en forma de cinedrama, sin dar crédito al cuentista campechano, por el subcronista de cine Enrique Rosado, con la habilidad de un beato que jamás se pierde un rosario en la iglesia del Niño Limosnerito, a ver si así consigue memorizar el Ave María.
Los aerosecuestradores, nacidos para perder sus privilegios familiares, se esconden en un pueblito al estilo Tulyehualco después de cometer su asalto, y allí son redimidos por Hijas de María de tiempo completo (Karla, Claudia Martel), antes de purgar su penitencia representando la Pasión por las calles, ser copados por la policía federal, padecer la traición del Judas del grupo (José Roberto Hill) y desangrarse místicamente en la cruz de una cuchillada en el costado (Carlos Piñar). Por supuesto la reflexión y las dimensiones religiosas del drama jamás se alcanzan. Hay demasiada desproporción entre el Ministerio de la Redención y las coincidencias que pueden tener los elementos del calvario del Señor con incidentes arbitrarios y trazos caricaturescos de personajes ambientales. Un batallón de guionistas del cine industrial jamás hubiera resuelto el dilema entre lo interior y lo épico que no logró solucionar estéticamente Jules Dassin en El que debe morir, como señaló algún día el crítico García Ascot,5 por más que la película