La lucidez del cine mexicano. Jorge Ayala Blanco

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Название La lucidez del cine mexicano
Автор произведения Jorge Ayala Blanco
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9786070295065



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y recuento de hechos sin consecuencias (el estudiantil 1909 en el Colegio Civil Rosales de donde fuera expulsado, los maderistas 1911 y 1912, el trágico 1913 del asesinato presidencial cuando ya había retornado al colegio, el 1914 de las cabalgatas en campaña y las disensiones en la gran convención revolucionaria, el 1920 anticarrancista-antiobregonista hasta participar en la triunfante rebelión delahuertista, el 1924 del deceso ya en obsolescente declive político), repleto de vaguedades y pavorosas lagunas, dada su retensión omnirreseñística. Un conjunto de atisbos biográficos que no llegan a configurar ni siquiera una semblanza de semblanzas a trizas o en trazos, como esa entrona tumbahombres coronela adúltera La Güera Carrasco (Elizabeth Cervantes) que literalmente se le mete en la cama al héroe (“Parece usted un muchachito”) y meses después vuelve a ofrecérsele temeraria y ya viuda resulta una dulce palomita madre de una niña de nombre Jacaranda vivazmente igualadota, o ese imprevisible general Lucio Blanco (Damián Alcázar) lleno de sorna distanciada-distanciante (“Es cierto, le estaba mintiendo”) pero con valiente y extraño apego a su odiado jefe Obregón, al grado de querer acompañarlo ante el pelotón de fusilamiento que ha ordenado su insobornable correligionario sinaloense, o de la sumisión enfermiza rayana en la gratuita traición / autotraición consentida. Una serie de apariciones y desapariciones de figurones históricos sin pertinencia ni razón ni desembocadura: como ese histriónico ideólogo zapatista Antonio Díaz Soto y Gama (Bruno Bichir divertidísimo) que hace su azaroso numerazo a punta de pistola en la Convención de Aguascalientes (“Aquí venimos honradamente”), al agraviar con desgañitada ferocidad como a un hilacho la bandera tricolor de los triunfantes criollos opresores de indios (“Somos la Revolución, ésta es una mentira histórica”) pero ante la cual termina arrodillándose con reverencia porque en ella creen todos los demás. Un rollazo de rollazos sin ilación ni probabilidad de sentido unitario. Una película-amiba, voluntariamente deslucida, voluntariosamente amorfa, divagante y rebosante de inconsistencias de ostión veleidoso. Una grandiosa obra fílmica que nunca acaba de empezar (con una primera parte jadeada) y luego jamás termina de acabar (con una farragosa segunda parte), sin nada, ni sustancial ni sustantivo, en medio.

      La lucidez relegada corrobora y plasma el pasmado desarraigo de su protagonista como una búsqueda de formas nuevas para él, aunque antiquísimas y anacrónicas en derrotero de los lenguajes fílmicos. Como si lo arrastrara consigo un arrebato de autonegación visceral anterior a la autocrítica y al autocuestionamiento y al autoconocimiento genuinos, Cazals intenta acometer (y cometer) lo contrario de lo que solía hacer en su cine biográfico, desde Emiliano Zapata y Aquellos años: el destemplado desfile de héroes perfilados y petrificados en su rotonda granítica, ahíto de frases pomposas que ondea y agita pour s’épater lui-même, entre la figuración esperpéntica y el regodeo abyectamente declamatorio y anticinematográfico, más cerca de la estampita ilustradora de libros de texto escolares que de cualquier contundencia tajante y convincente, situándose al margen de todo prurito de sobriedad autoconvencida. Pero lo hace mediante una fotografía pálida hasta lo histérico enfermizo ictérico de Martín Boege (el manierista ensimismado de aquella infladísima ficción seudoizquierdista El violín de Francisco Vargas Quevedo, 2006, y aquel abominable Backyard (El traspatio) de Carlos Carrera, 2008). Merced a una edición flácida de Óscar Figueroa. Acompañándose de una música invariablemente culminante para la posteridad presente con trombonazos y golpes de cuerdas de Víctor Báez. Y desperdiciando una escrupulosa dirección de arte firmada por Lorenza Manrique que, otra vez, “en su teatro sobre el viento armado, sombras suele vestir, de bulto bello” (como homenaje a Lope de Vega / José Bianco). El resultado será un amontonamiento de viñetas que, pese al masoquista tono menor por y para ellas elegido, nada envidian a la grandilocuencia de las que campeaban en el Zapata, el sueño del héroe de Alfonso Arau (2003). Un conglomerado de elementos armónicos y bien equilibrados aunque disímbolos y disparados hacia todas direcciones, faltándoles a todos ellos algo esencial, algún fundamento extraviado, para poder realmente convencer y emocionar.

      La lucidez relegada incluye su propia parodia. Sin dificultad ni miramientos. Sí, según Orson Cazals, existió un Citizen Buelna, a quien debería rendírsele culto patrio, pero fue expulsado de la Historia Oficial por haberse peleado con el general Álvaro Obregón. Por lo tanto, reivindicado, redimido y alabado sea de entrada, pues, este Mexican Revolutionary Barbie, cuyo ojiazul retrato fílmico “privilegia la acción por la acción, y esa voluntad tiñe el conjunto con un tinte nihilista: la Revolución es vista como un torbellino sin fondo que ‘alevanta’ a sus participantes hacia un final irrisorio”, como “la viril melancolía de los héroes fatigados y todavía en pie”, para seguir destrozando “la quimera del intelectual armado” (José de la Colina suponiendo a los 79 años que hay torbellinos con fondo y aún soliviantado por lo ‘viril’ como un valor en sí mismo, en Milenio Diario, 15 de abril de 2013). Creyéndose desafiante y capaz de disculpar todas las deficiencias, los excesos y los deterioros expresivos de su aparente fluidez antienfática gracias a que arremete frontalmente contra las lagunas del Santoral Patrio, en busca del rescate de una pieza clave para sacarla del olvido, la primera película de Cazals dirigiendo en plan de senil coming-back a lo Matilde Landeta octogenaria (del cultista e inane Nocturno a Rosario, 1991, a nuestro idolátrico y aseado Nocturno a Buelnita sólo hay un paso-pasito), era también, por premonición generosa, sólo el anticipo de algún otro próximo descubrimiento patriótico, ahora sí trascendental sin duda, como por ejemplo que Emiliano Zapata era en realidad dos revolucionarios, Emil y Ano Zapata, sólo que el primero opacó al segundo por haberse peleado entre sí, qué injusticia, qué malvada injusticia con éste nuestro preclaro Ciudadano Hueva, tal como lo rebautizó José Felipe Coria (en El Financiero, 29 de abril de 2013), lamentando “esas cadavéricas tiesuras de fétidas trazado” en “un cine a veces demasiado enfermo de trascendencia”.

      La lucidez relegada va edificando, labrando, destruyendo y neutralizando por todas partes los efectos de una rara sensación de desasosiego tan tenaz, tozuda, terca y valerosamente inerte cuan inocua. Una sensación de tanto ruido y pocas nueces, de tanto para nada, de parturient montes, sin remedio, que abarca tanto la supuesta acción intransigentemente revolucionaria del Ciudadano Buelna como la no-visión histórica de Buelnita como la pudrición de cualquier ideal (“Justicia pareja, sin caudillos”) entre esa confabulación de generalazos matones que le dieron en la torre a esa Revolución y a todas las posibles que ni se asomaron o permanecieron en estado apenas embrionario para acabar abortadas o cercenadas sin llegar siquiera a mostrar sus tentáculos o tientaculos libertarios. Así pues, la Revolución de las revoluciones se fue a pique por culpa de las luchas por el Poder al igual que en los verbalizados titubeos facciosos de La soldadera (José Bolaños, 1966) film basado en un guión inédito de Serguiey Eisenstein y en sus diálogos originales. Haciendo mezquinamente a un lado lúcidas posturas chuscorrevolucionarias más acerbas, tipo La cebra (Fernando Javier León Rodríguez, 2012), he aquí la sincera postura unificada de Zapata y Buelna adivinando, ellos solitos, “el fracaso de un movimiento secuestrado por los sonorenses”, en un film que, “con sus debilidades, recupera una tradición más bien refugiada en la novela de la Revolución, la del movimiento armado como un caos maquiavélico perpetrado por una generación en cuya juventud dominaba más la voluntad de destruir el pasado y hasta a sus contemporáneos que en planear un país” (el excrítico intolerante Gustavo García ya autoasumido como el heredero universal de Roger Ebert, en Nexos, núm. 424, abril de 2013). En rigor, de rebote en rebote y de parodia en ridículo, el Rafael Buelna Tenorio apodado El Granito de Oro (1890-1924) de Cazals ha sido idealizado y ungido a tal grado que vendría a ser el único revolucionario limpio (limpísimo, limpiecito, límpido, limpito, puro, claro, transparente, cristalino, prístino y nítido) que no tenía mentalidad de pusilánime demócrata pacífico-pacifista en ciernes castrado (como Madero), ni de capo del narcotráfico (al estilacho impuesto y de inmediato inmortalizado por El infierno de Luis Estrada, 2010) avant la lettre (como todos los demás). Muchas gracias, qué notición, qué privilegio, qué gran cogitación. Entre el dolor íntimo y la enfermedad del poder (“la política es un mal que no tiene remedio”), entre el voyerismo confesional y el mosaico traumático, entre la incontenible mitificación heroica del déspota ilustrado Obregón, entre el duelo por sí mismo y la melancolía contagiosa como escopetazo silencioso, entre la implosión inaudible y la asfixiada explosión del ánimo cariacontecido. Les presento el tedio en anticlímax constante de una revolución