Название | Mirando al Cielo |
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Автор произведения | Antonio Peláez |
Жанр | Сделай Сам |
Серия | |
Издательство | Сделай Сам |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789874043245 |
—Lárguese de aquí, zopilote de mierda… ¡porque si bien he podido vivir sin curas, también sin curas puedo morir!
El padre se da cuenta de que la situación se había puesto más complicada de lo que se había imaginado, y con un gesto de autoridad le indica a doña Consuelo que abandone lo antes posible la habitación, cosa que la mujer hace con premura pero no muy convencida. Una vez que el cura cierra la puerta, se coloca su estola y acerca una silla a la cama.
—Mire, don Rafael, he venido aquí para que usted se arrepienta y pueda ponerse en amistad con Dios.
Picazo lo mira con desprecio y con un gran esfuerzo abre el cajón de su buró de donde toma una pistola y la dirige amenazante contra el cura.
—Mire, curita, ¡o se larga en este momento, o seremos dos los muertos aquí!
Al ver el cura aquel cañón de la pistola apuntando tambaleante en dirección a su cara, retrocede y se arrincona contra la pared.
—¡Por favor, don Rafael!
—¡Cobarde! —le grita Picazo con una sonrisa disfrutando aquel momento.
—¡Guarde eso, don Rafael, que se puede disparar!
—Y recuerde, curita, que las armas las carga el diablo.
—Mire, don Rafael, cálmese que lo único que pretendo es hablar un momento con usted.
—¿Hablar? —Picazo le sacude la pistola frente a su cara— aquí la única que habla es esta… ¡y le juro que va a hablar!
Picazo jala el gatillo… ¡Bang! la bala se incrusta en la pared a pocos centímetros de la cabeza del cura. Aquella detonación provoca que doña Consuelo aparezca inmediatamente acompañada de su sirvienta.
—¡Madre mía! ¡Pero qué pasó! —exclama la doña mirando a su marido con la pistola en la mano.
Picazo arquea las cejas y gira el arma en dirección a las mujeres, lo que provoca que la sirvienta empiece a gritar como una loca refugiándose detrás de su patrona como si fuera su escudo.
—¡O se callan, o me las echo a ustedes también! —Picazo las encañona. El cura reacciona ante aquella situación y con un movimiento atrevido se interpone entre el arma y las mujeres.
—¡Don Rafael, baje el arma… se lo ordeno!
Picazo al ver al cura frente a él, se ahoga de la risa con tales carcajadas que le suscita un ataque de tos que provoca que la pistola se agite en todas direcciones peligrosamente. El señor cura con ligeros empujones apresura a las dos señoras a salir de la habitación con rapidez.
—¡Salgan ahora por favor!
—Escúcheme bien, zopilote desgraciado —Picazo se dirige al cura encañonando el arma hacia él nuevamente—, será mejor que ahueque el ala curita y sea usted el que se largue de aquí, porque este cadáver aún se mueve y se lo va a echar.
—¡Tranquilo, tranquilo, don Rafael! Le prometo que si usted no quiere confesarse no lo voy a molestar más, ni siquiera le voy a dirigir la palabra, simplemente permita que me quede con usted —Picazo lo encañona con mala intención.
—Se lo advertí, curita, y le juro que esta vez no lo voy a fallar.
—¡Deténgase por favor! —el cura coloca sus manos frente a él en posición de defensa—. Se lo suplico, don Rafael, escúcheme y no dispare, que se lo puedo explicar.
Picazo respira decidido y al momento de intentar tirar del gatillo, un gesto de dolor aparece en su rostro, que le obliga a bajar la pistola para llevarse la mano al estómago.
—¡Ya vio lo que hizo! —Picazo le muestra la mano manchada de sangre al cura.
—¿Yo? —responde el cura sorprendido.
—Escuche esto, desgraciado… y escúchelo muy bien porque no lo voy a repetir —Picazo dice aquellas palabras mostrándole de forma amenazante la pistola—. Tiene seis palabras para decirme lo que tenga que decir, ¿entendió? ¡seis! porque a la séptima me lo echo.
El cura con un movimiento de cabeza acepta suplicando...
—Si usted tan solo bajara esa pistola, don Rafael... todo sería más fácil.
—Mire desgraciado, le dije que tenía seis palabras y sabe que… ya se las acabó.
—¡Está bien, está bien! —replica el cura— mire don Rafael, siendo sacerdote me ha tocado confesar a mucha gente antes de su muerte… por tal motivo, he podido presenciar el momento mismo en que sus almas se van al Cielo.
—¡Y! ¡Qué carajos me quiere decir con eso! —contesta Picazo apresurando al cura.
—Lo que le quiero decir, don Rafael, y por favor no me lo vaya usted a tomar a mal, es que me ha tocado estar presente al instante en que muchas almas son llevadas al Cielo después de la confesión, pero nunca me ha tocado estar en el momento en que un alma es arrebatada al infierno… por lo que le pido me permita estar con usted.
Al escuchar aquello, Picazo endurece el rostro y sujetando el arma con ambas manos le apunta al cura quien simplemente cierra sus ojos.
—¿Sabe una cosa, pinche curita? Nunca había escuchado de nadie tan irreverente petición, por lo que déjeme decirle que ahorita mismo se va ir usted a visitar a su patrón antes que yo… —la pistola queda en las manos de Picazo apuntando al cura por varios segundos, pero sorpresivamente la deja caer sobre la cama y comienza a llorar…
Al escuchar aquel llanto desconsolado, el cura abre los ojos y se sorprende al ver a aquel hombre llorar como si fuera un niño. Se acerca y mueve con dos dedos la pistola de la cama como si fuera un escorpión colocándola sobre el buró.
—Padre —dice Picazo entre sollozos—, usted me conoce, usted sabe lo que hice y que no tengo perdón de Dios.
—Dice usted bien, don Rafael, todos en el pueblo conocemos lo que usted hizo, pero conozco también la misericordia de Dios.
—¿Misericordia? ¡Cuál misericordia, padre! Sé que me he fregado a muchos en el camino ¡pero lo de José, padre! Lo de Joselito ni yo mismo me lo puedo perdonar… ¿Cómo diablos me lo puede perdonar Dios?
—Usted está hablando de justicia, don Rafael, pero yo estoy hablando del amor de Dios, del amor de un padre que perdona cosas que la justicia no perdona. Y sepa usted, don Rafael, que la confesión no es un acto de justicia, sino un acto de amor. Por lo que le pido que se dé usted la oportunidad de experimentar la misericordia de Dios, y a mí la oportunidad de ejercer mi ministerio como sacerdote
Picazo se limpia bruscamente algunas lágrimas de la cara y baja la vista antes de comenzar a hablar.
—José era un niño bueno padre... y yo siendo su padrino me lo eché… ¿Y sabe por qué, padre…? Porque no quiso renunciar a su fe. Ahora dígame, padre… ¿cree usted que la misericordia de Dios puede perdonar semejante pecado?
El cura ve en las palabras de aquel hombre el dolor que había guardado durante varios años.
—Mire, don Rafael, el amor de Dios es más grande que cualquier pecado, lo único que nos pide para perdonarnos es un sincero arrepentimiento y la humildad para pedir perdón.
—Le juro, padre, que yo no quería matar al muchacho, pero ese escuincle no me dejó alternativa… Busqué muchas maneras para poder salvarlo, pero ninguna fue más grande que su deseo de ir al Cielo. Ahora, que si usted dice que Dios perdona todo, ayúdeme padre y escuche mi confesión… Hace ya más de tres años de su muerte y el dolor en mi alma me atormenta como si fuera ayer…
3. Años de confesión
Sahuayo Michoacán, 1927