Название | ¿Jugamos a princesas? |
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Автор произведения | Isabel del Peral Martos |
Жанр | Философия |
Серия | |
Издательство | Философия |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418230400 |
—Hola, Alberto. Ha ocurrido una desgracia.
—¿Qué ha pasado?
—La pobre Marta estaba enferma. Por eso el motivo del distanciamiento. Falleció el mes pasado.
—Qué pena, tan joven. Me había ilusionado con ella y creí que podíamos llegar a conocernos mejor.
—Sí, ha sido una pena. La echaré de menos.
Volvíamos a estar como al principio y el interés por mí volvía a ser nulo. Mi gozo en un pozo.
Pasados los años me aficioné a la lectura del tipo Corín Tellado, novelas románticas donde el protagonista era un hombre alto, guapo y genéticamente dotado con las virtudes que se suponían propias de la virilidad mejor entendida (a saber: fuerza, determinación, inteligencia, ambición, espalda ancha, prometedora cuenta corriente y asombrosa facilidad para el amor eterno), que localiza a la mujer adecuada y superan las dificultades, que empiezan en la primera página y se resuelven en la última. Costaba no envidiar a las guapísimas heroínas, un poco desdichadas a veces, un poco malcriadas otras, generalmente desorientadas, pero siempre muy felices justo desde el último capítulo y hasta el final de sus días. La mayoría acababan en boda.
Eran fáciles de leer y una amiga me regaló una; más tarde, la cambiaba en el kiosco por una peseta. Así, poco a poco, fue creando dentro de mi cabeza ese ideal de príncipe azul tan romántico e inexistente como las novelas que leía: el hombre educado, seductor, bien formado, siempre complaciendo a la protagonista en todos los aspectos. ¡Vamos, pura utopía! Terminé el colegió con mi título de Comercio Práctico bajo el brazo, el cual equivaldría hoy en día a una FP de Administración. En casa las cosas no iban muy bien económicamente por problemas familiares; con catorce años debía ponerme a trabajar y aquel verano, acompañada por mi madre, nos pateamos tiendas, oficinas y todo local que pudiera ofrecerme algún puesto de trabajo.
Después de tantos años mantengo grabada la imagen de mi madre limpiando casas. No quería que fuera como ella. Ahora, muchas veces, me emociono al recordar la canción Princesa, de Joan Manuel Serrat, donde dice: «Tú no, princesa, tú no. Tú eres distinta. No eres como las demás chicas del barrio. Así los hombres te miran como te miran. Así murmura envidioso el vecindario. Tú no, princesa, tú no. Tú eres la rosa que fue a nacer entre cardos como revancha a un arrabal despiadado en donde el día se ocupa de echar por tierra toda esperanza. Tú no has de ver consumida cómo la vida pasó de largo, maltratada y malquerida, sin ver cumplida ni una promesa, le dice mientras cepilla el pelo de su princesa. Tú no, princesa, tú no. Tú no has nacido para pasar las fatigas que yo pasé, sacándole el dobladillo a un miserable salario que no alcanza a fin de mes. Tú no, princesa, tú no. Por Dios lo juro: tú no andarás de rodillas fregando pisos, no acabarás hecha un zarrio como tu madre, cansada de quitar mierda y de parir hijos».
Por aquel entonces, ya en 1966, Raphael se hizo famoso. Me enamoré locamente de él sin pensar que era un imposible. Compraba todas sus postales y las pegaba en las paredes de mi habitación. Fue el primer cantante de moda que actuaba en el Teatro de la Zarzuela de Madrid; tenía tanta categoría que asistieron Francisco Franco y su mujer, Carmen Polo. Lo transmitieron en directo por la televisión. ¡Qué guapo estaba! Cuando cantó Yo soy aquel estaba tan emocionada que no me di cuenta ni del saludo que le hizo al generalísimo y señora. No me perdía ninguna de sus películas. Llegué a obsesionarme tanto que, cuando vi su dirección en una revista, le escribí una carta; como era de suponer, no me respondió nunca y cada vez que veía su película Cuando tú no estás me imaginaba ser Laura, la protagonista.
Rondaba los dieciséis años y siempre había alguna amiga que se sentía algo celestina, intentando colocarte a un conocido, familiar o amigo. Recordemos que en aquella época el futuro de cualquier chica era tener novio para casarse. En este caso fue Carmen, mi compañera de trabajo, la cual tenía un cuñado en Ceuta, lugar de donde ella había venido hacía un año. Un buen día me enseñó una foto del famoso cuñado. Santiago se llamaba; era un chico con rasgos árabes debido a la proximidad de Marruecos, moreno, no muy alto. Estudiaba la carrera de Magisterio. Aun sin conocerle personalmente, me deslumbró con sus rasgos e inteligencia, ya que tenía algo que yo no podía haber conseguido: ¡una carrera universitaria!
La distancia para mí no fue un impedimento. A pesar de estar a mil kilómetros, estuvimos carteándonos. Aquellas cartas fueron para mí una ilusión. Las cosas tan bonitas que decía, explicándome su día a día, hacían que me sintiera alguien importante en su vida. Ese carteo, con ilusión incluida, duró unos tres años, más alguna llamada telefónica vía centralita, donde de vez en cuando se colaba la voz de la operadora de turno, que decía: «¿Hablan?». Y tú le contestabas cabreadísima: «Sí, sí», pensando qué puñetas le interesaba la conversación que estábamos manteniendo. Vamos, que hablar a larga distancia en aquella época venía a ser una conversación a tres. Su voz tan dulce se guardaba en mi oído hasta la siguiente conferencia.
Rondaba el año 1968. Massiel ganó el festival con la canción La, la, la, la misma que tenía que haber cantado Joan Manuel Serrat, un nuevo cantante que se empezaba a dar a conocer. Él quería cantarla en catalán, pero la organización no quiso, dándosela a ella para cantarla. Recuerdo que estábamos todos delante de la tele, apoyándola cantando la canción, ella con su vestido de flores, que, al ser la tele en blanco y negro, no sabíamos del color que era.
En los cines se estrenó la película 2001: Odisea en el espacio, dirigida por Stanley Kubrick. Según mi mentalidad y la de mis amigas, creíamos que para el año 2001 todos los coches volarían, pero mi ilusión era poder tener una televisión como el reloj de muñeca y poder ver todos los programas a la hora que se me antojara. Era tan aficionada a la televisión que coleccionaba los TP (Teleprograma), revista que llevaba la programación de cada semana.
Como os decía, esta relación se mantuvo durante tres años. El buen mozo hizo la mili de dieciocho meses. Recuerdo que en cierta ocasión me envió una foto vestido con el traje de Regulares, color marrón. ¡Se veía impresionante! Tan enamorada estaba que coloqué la foto encima de la mesita de noche. Menuda bronca pillé de mi madre cuando la vio.
—¿Quién es este chico?
—Mi novio —respondí yo, toda nerviosa.
—¿Cómo va a ser tu novio? ¿De dónde ha salido?
—Vive en Ceuta y es cuñado de mi compañera de trabajo.
—¿Desde cuándo se tiene un novio a mil kilómetros de distancia sin conocerlo? Haz el favor de quitar esa foto. ¡No seas inocente!
A partir de entonces la foto quedó relegada al cajón, donde nadie más que yo podía verla. Las cartas llegaban a casa de Carmen para que en mi casa no supieran que seguía adelante esa relación. Carta a carta, conferencia a conferencia, acabó la mili y la carrera. Por supuesto, durante todo ese tiempo le fui dando mi apoyo y cariño en los momentos bajos.
Por fin decidió venir a verme; estuvo más o menos una semana. Se quedó en casa de su hermano y pasaron varios días hasta poder vernos. Me extrañó mucho, pero entendí que quería estar con su familia. Llegó el tan esperado momento de conocernos; los nervios a flor de piel. Quedamos para ir al cine y fuimos a ver una película de estreno, Las Leandras, de Rocío Dúrcal. Me había puesto mis mejores galas, falda y blusa, mi pelo perfecto y los ojos con sombra y perfilados con lápiz. La entrada al cine fue caótica, todo el mundo empujaba y del roce, como era de esperar, surgió un beso en la boca. ¡Mi primer beso! Realmente no sabía ni cómo hacerlo, así que me dejé llevar.
Durante la película intentó meter la mano debajo de mi blusa, pero no lo consiguió; con un beso consideré que ya era bastante. Además, la mentalidad de entonces era que hasta que no subiera a tu casa no estaba bien hacer algo más que un beso. Se acabó la película y noté en él algo raro. Al día siguiente volvimos a quedar, pues ya se volvía a su Ceuta querida. Lo noté mucho más frío, algo desconcertante, diferente a las cartas. Llegó la hora de despedirnos y me dijo:
—Lo siento, Laura, pero no eres la