Mujeres del evangelio. Nuria Calduch-Benages

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Название Mujeres del evangelio
Автор произведения Nuria Calduch-Benages
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9788428835190



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y contemplar, preguntándonos cómo María creyó debidamente. En efecto, no habría que eludir la pregunta con el pretexto de que, en cuanto Madre de Dios, concebida sin pecado, María debe de haber vivido con una amplitud de mirada que le ahorró la oscuridad de la fe y que, finalmente, la dispensó de creer.

      No es así como los evangelios la evocan. Por el contrario, desde la anunciación, que suscita su pregunta: «¿Cómo es posible?», su vida está sembrada de estupor. El relato de la natividad en Lucas la describe mientras conserva en su corazón el recuerdo de realidades un tanto desconcertantes. ¿Cómo se puede pensar que las palabras de Simeón durante la presentación del niño en el Templo no hayan suscitado su perplejidad? Perplejidad que se expresa claramente en el episodio en que Jesús adolescente permanece en el Templo mientras sus padres han partido de nuevo. La frase: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así?», no queda para nada aclarada con la enigmática respuesta de Jesús, que dice tener que ocuparse de las cosas de su Padre. El texto comenta sobriamente que María «conservaba todo esto en su corazón».

      Y también, ¿cómo imaginar la prueba vivida por María durante los treinta años de vida oculta de Jesús, que parecen anular todo lo que ella había oído profetizar sobre su hijo? Y durante ese largo período, ¿no experimenta María tal vez el misterio de la kénosis de Jesús tal como lo explicita el himno de la carta a los Filipenses? Y más aún cuando esta kénosis culmina en el Gólgota. ¿Hemos de creer que a la madre se le ahorró el desconsuelo del hijo: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»? Lo cierto es que María permanece allí, presente hasta el final. Stabat mater. Permanece allí toda la noche, en la prueba de la contradicción, «poniendo juntas» –según el propio significado de la palabra griega symbállousa, de Lc 2,19– la evidencia del fracaso absoluto y la confianza sin palabras de que Dios salva, también en esa pérdida.

      Esta es la fe del «corazón sensato» de María, según la expresión de Prov 14,33, que es también el corazón que Salomón pedía a Dios en su oración (1Re 3,9). Y es por este corazón –que escucha y conserva, que se adhiere al designio escondido de Dios, aunque en medio de las tinieblas, que parecen desmentirlo– por el que Jesús es engendrado. Y es esta fe por la que María engendra a la Iglesia: una fe valiente, resistente, que afronta el desplome de todas las imágenes idolátricas de Dios que la cruz contradice y denuncia. Así, viviendo y engendrando desde esta fe, María de Nazaret trasciende completamente el modelo de feminidad que demasiado a menudo se le ha querido asignar. En esta mujer, asociada a la obra divina de la nueva creación de la humanidad, como la cantaba san Anselmo, la Iglesia entera está invitada a reconocerse maternalmente engendrada para llevar al presente oscuro en que vivimos el testimonio de la victoria del Resucitado, a pesar de todas las pruebas en contra.

      LA BENDICIÓN DE ISABEL

      ROSANNA VIRGILI DEL PRÀ

      No siempre se destaca como se debería la importancia de la figura de Isabel al comienzo de la historia cristiana. Pero la lectura del primer capítulo del evangelio de Lucas nos invita a hacerlo con razones explícitas. Tan entrelazadas están su vida y sus palabras con el nacimiento de Jesús que sería imposible no reconocerle a la esposa de Zacarías un papel de primer orden en la venida al mundo del Hijo de Dios.

      Su inesperada espera de Juan es ya una realidad –se encuentra ya en su sexto mes de embarazo– cuando el ángel se presenta a su prima María, en la lejana Galilea. Para ella, hija de Leví, que vivía en las inmediaciones de Jerusalén, capital política y religiosa, aquella pariente debe de haber estado algo «lejos», y ambas deben de haberse frecuentado poco, dada la distancia, pero también la diferencia social entre una y otra. Isabel es una mujer adulta, esposa de un sacerdote que oficia en el Templo, ciertamente una clase alta en la jerarquía de los judíos de Palestina. María, en cambio, era una muchacha de campo, una simple judía de provincias. Isabel está casada desde hace años, naturalmente con un hombre de su linaje y de su rango: en efecto, los levitas se casaban con mujeres levitas, y viceversa. María estaba todavía prometida a un hombre de la familia de David, ciertamente una buena familia, de estirpe mesiánica, pero laica. En un período como el de aquel tiempo, en que ya no había más mesías y el poder pertenecía a los sacerdotes, también José era un hombre cualquiera. Pero la sorpresa vendrá de lo alto, de una voluntad divina que un ángel llevó a su cumplimiento dirigiéndose del Templo de Jerusalén justamente a la lejana región de Galilea para saludar a María. Esa visita tan extraordinaria concluye con un anuncio igualmente extraordinario: María se convertirá en madre del «Hijo del Altísimo» (cf. Lc 1,26-38).

      A partir de ese momento, las dos mujeres pasan a ser una unidad, y María parte corriendo a ver a Isabel. Un sueño común y un común destino signan el camino. El itinerario de María parece calcado del que el ángel acababa de recorrer hacia ella. Parte de Galilea, de Nazaret, y se dirige, plausiblemente a pie, hasta Judea. Respecto al camino del ángel, el de María va en sentido inverso. La aldea de Isabel no tiene nombre. Solo se dice de ella que estaba en las montañas de Judea (cf. Lc 1,39), un lugar que la tradición ha identificado con Ain Karim, a seis kilómetros de Jerusalén.

      Lo que importa es que estamos en Judea. Y que su pariente pertenece a una familia «santa». Una vez en la ciudad, María se comporta igual que el ángel: «Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel» (Lc 1,40). Lo que podría parecer un gesto del todo normal asume aquí un valor teológico fundamental: María no va solamente al encuentro de su prima Isabel, sino que entra en casa del sacerdote, y lo que lleva a esa casa involucra y cambia radicalmente la realidad y la función de los sacerdotes del Templo.

      ¿Qué lleva la muchacha de Nazaret? La voz del saludo de Gabriel es la fuente de la vida: su palabra es fecunda, como la de Dios, y desvela la vida. En efecto, Isabel siente que su hijo salta en su seno precisamente en el momento en que María la saluda. La Virgen vierte ahora sobre Isabel aquello que ha recibido del anuncio del ángel: María se ha tornado en ángel de Dios.

      María corre hacia Isabel y es recibida con una bendición. Dicha bendición contiene el signo de la grandeza de esa empresa: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre» (Lc 1,47), son las palabras de Isabel. La bendición, cuando no proviene de la boca de Dios, sino de la de un ser humano, está motivada por el asombro y la gratitud por algo grande hecho por la persona a la que se bendice. Un primer ejemplo es el de Abrahán. Él realizó una acción de gran generosidad en favor de la ciudad de Sodoma: derrotó a los enemigos que le habían declarado la guerra y le restituyó el territorio y la libertad (cf. Gn 14). Abrahán no quiso ninguna compensación para sí, mostrándose absolutamente desinteresado en relación con su compromiso y solidaridad con la ciudad de su sobrino Lot. Y es en esa coyuntura cuando recibe una bendición del sacerdote Melquisedec:

      Bendito sea Abrán por el Dios Altísimo,

      creador de cielo y tierra;

      bendito sea el Dios Altísimo,

      que te ha entregado tus enemigos (Gn 14,19-20).

      Dada por un sacerdote, la bendición llega a Abrahán como un don de Dios en reconocimiento por lo que ha realizado. El Dios de Melquisedec recibe el nombre de «Altísimo», como el Dios del cual Jesús es Hijo, según las palabras del evangelista (cf. Lc 1,32). La bendición de Isabel brota precisamente de aquel a quien María ya lleva en su seno: el Hijo del Altísimo. Por eso, del mismo modo que el sacerdote Melquisedec bendice al Dios Altísimo, Isabel bendice al Hijo del Altísimo, es decir, el «fruto de su vientre»; y así como el sacerdote invoca la bendición de Dios sobre Abrahán, así Isabel bendice a María.

      La figura de María sustituye la de Abrahán, y esto mismo se verá confirmado en el Magnificat, que concluye con las siguientes palabras: «Como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abrahán y su descendencia por siempre» (Lc 1,55). «Mira el cielo y cuenta las estrellas, si puedes contarlas», había dicho Dios a Abrahán; «así será tu descendencia» (Gn 15,5). En el hijo que crece en el seno de María alienta la plenitud de la antigua promesa. Isabel, por su parte, se convierte en un «sacerdote» similar a Melquisedec, es decir, ajena a toda autoridad hereditaria y legítima de la función sacerdotal, pero es ella la que bendice tanto a María como a Dios, la que