Название | E-Pack HQN Jill Shalvis 2 |
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Автор произведения | Jill Shalvis |
Жанр | Языкознание |
Серия | Pack |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788413756523 |
Ella se encogió de hombros.
–Yo no conocía nada diferente.
El hecho de que Molly no supiera nada sobre la muerte de su hermano significaba que no había utilizado los programas informáticos de búsqueda que tenían en Investigaciones Hunt. Si hubiera querido, Molly habría podido descubrir cuántos empastes tenía él a los ocho años. O que en el undécimo curso lo habían pillado con la hija del subdirector del colegio en el armario del conserje. O que a los veinticuatro años, su novia, Carrie, había muerto en un accidente de tráfico y él no había ido a su entierro porque estaba llevando a cabo una misión secreta en aquel momento, y nadie había podido ponerse en contacto con él.
O que, unos años después, cuando su hermano, que trabajaba de bombero, había muerto en un incendio provocado, se había retirado de la vida durante más de un año y había perdido su trabajo en la Agencia Antidroga, aunque eso no le había importado mucho en aquel momento. Los recuerdos de aquellos desgarradores días siempre amenazaban con enviarle otra vez al profundo y oscuro infierno en el que había caído. Iba resultando ligeramente más fácil recordar, pero solo un poco. En realidad, él no quería olvidar el dolor, porque no quería olvidar jamás a Josh.
Molly le puso una mano en el brazo y, con aquel pequeño gesto, consiguió conmoverlo.
Después, volvieron a casa en silencio. En él eso era normal. Sin embargo, en Molly, no, porque no era capaz de permanecer callada ni aunque su propia vida dependiera de ello. Él la miró varias veces, pero parecía que ella estaba contenta con aquel silencio.
–¿Estás bien? –le preguntó Lucas.
Ella asintió.
Sabía que estaba mintiendo, pero también sabía que no merecía la pena insistir.
–Espera –dijo él cuando paró el coche delante de su casa y ella se dispuso a salir.
–No es necesario que me ayudes. Buenas noches –dijo Molly.
Parecía que, de repente, estaba ansiosa por escapar de él. O que no confiaba en sí misma. Ojalá.
–Voy a acompañarte –le dijo.
–No es necesario –insistió ella.
–Molly, acabas de mosquear a un tipo del que no me fío nada, por no mencionar a su hermano Tommy el Pulgares. No sé tú, pero a mí me gustan tus pulgares.
–Creía que no estabas seguro de que fuera verdad lo de que Tommy el Pulgares sigue vivo.
–Digamos que estoy abierto a todas las posibilidades –respondió él, y salió del coche. Lo rodeó y la ayudó a bajar. El vestido se le había subido de nuevo por las piernas, y él se mantuvo delante de ella para que nadie la viera. Después, ella le dio las gracias con la voz entrecortada, mientras tiraba del traje hacia abajo.
La noche era silenciosa. Su barrio era antiguo y tranquilo. Eran casi las doce y, seguramente, los vecinos mayores ya se habían metido en la cama.
–Demonios –murmuró Molly.
Él se puso alerta y miró a su alrededor.
–¿Qué ocurre?
–He dejado la luz del porche encendida para poder ver cuando llegara, pero está apagada. Así que se ha ido la electricidad otra vez.
Él la tomó de la mano y caminó ligeramente por delante de ella, de un modo protector, pero Molly hizo un gesto negativo con la cabeza.
–No es que haya venido Tommy buscando mis pulgares –dijo–. Es por culpa de mi vecina. Espérame aquí.
Se soltó de su mano y atravesó el césped de la zona común. Llamó a la puerta contigua a la de su apartamento.
–¡Señora Berkowitz! ¡Deje de usar su… um… masajeador mientras tiene puesta la secadora! ¡Han vuelto a saltar los plomos!
Una mujer respondió desde el interior:
–¡Lo siento, cariño, pero tengo mis necesidades!
Molly suspiró y subió al porche, donde esperaba Lucas, que no podía contener la sonrisa.
–No tiene gracia –le dijo ella–. A lo mejor no vienen a dar la electricidad hasta mañana.
De repente, él oyó un sonido extraño a sus pies. Sacó el teléfono móvil y encendió la linterna para iluminar el suelo. Entonces, se encontró con el gato más grande y más negro que hubiera visto en la vida, girando alrededor de las piernas de Molly.
–TC –dijo ella en un tono de cariño que él nunca había oído en su voz.
–Miau –respondió el gato.
–Ay, mi bebé tiene hambre –murmuró Molly, a un gato que, seguramente, podría comérselos a los dos enteros si quisiera. Ella sacó un cazo de pienso de un bote que había debajo del banco del porche y llenó un comedero vacío–. Aquí tienes, precioso. ¿A que eres un gatito muy bueno?
El gato no respondió. Había metido el hocico en el comedero, y su ronroneo subió de volumen al comer.
–¿TC? –preguntó Lucas mientras se metía el móvil al bolsillo.
–Es un diminutivo de Tom Cat –dijo ella–. Es callejero. He intentado adoptarlo, pero no quiere entrar. Así que le doy comida y cariño cada vez que aparece. Es lo único que me permite.
–No parece que tenga problemas para conseguir comida –dijo él.
Molly se echó a reír.
–Creo que le da de comer todo el mundo del edificio. Tiene un buen truco. Cuando no me doy prisa en rellenarle el comedero, se pone delante de la pantalla de la puerta y me mira fijamente hasta que salgo –dijo ella.
Rebuscó sus llaves en el bolso y, después, Lucas se lo sujetó.
Molly abrió la puerta y entró a oscuras, sin vacilar, porque conocía la distribución. Él la siguió y, al oír que a ella se le caían las llaves al suelo, se agachó para recogerlas al mismo tiempo que ella.
Se golpearon las cabezas. Él vio las estrellas, pero intentó agarrarla, porque sabía que ella se había llevado la peor parte.
–Mierda, lo siento. ¿Te he hecho daño?
–¡Sí! ¡Tienes la cabeza más dura del planeta!
–¿Seguro? –preguntó él, pasándole la mano con cuidado por el pelo–. Yo creo que en esa categoría estamos empatados.
Estaban cara a cara, muy cerca, y saltaron chispas por el aire. Siguieron mirándose y, al final, Molly dijo:
–¿Sabes? Sadie está empeñada en que permita que tú seas el hombre de mi vida por una noche.
Él sonrió.
–¿De verdad?
–Sí.
–¿Y qué piensas tú?
–No quería ceder, pero ahora estoy empezando a replantearme las cosas.
Lucas estaba seguro de que la mente le estaba jugando una mala pasada. Pero lo cierto era que la deseaba más de lo que había deseado a nadie en mucho tiempo, tal vez nunca, y eso era decir mucho. Le acarició los brazos, y se dio cuenta de que tenía la piel de gallina.
Y no era por el frío.
Molly todavía estaba apoyada en él. Él medía un metro ochenta, y Molly, descalza, medía un metro sesenta, pero tenía una historia de amor con los zapatos de tacón, algo que, seguramente, agravaba sus problemas de piernas y espalda. En aquel momento, llevaba unas botas con un tacón de ocho centímetros, aunque cubiertas con las fundas que imitaban los zapatos verdes de elfo. De todos modos, la elevaban a una altura muy conveniente que podría hacerlos a los dos muy, muy felices.
–Sí,