A Del Paso le tomó siete años —de 1967 a 1974— escribir los 25 capítulos que lo hicieron declarar en alguna entrevista a propósito de Palinuro: “Es el personaje que fui y quise ser y el que los demás creían que era y también el que nunca pude ser aunque quise serlo”. Cuando del Paso la publicó, muchos años después de haberla terminado, Joaquín Diez-Canedo la trató con pinzas por todo lo que significaba de riesgos y descalabros. Artur Lundkvist —quién repartía el Nobel a los autores hispanoamericanos— escribió sobre Palinuro y sus excesos —que el propio Del Paso reconoció:
De hecho, recuerdo que una vez se me preguntó durante una entrevista por qué no era capaz de escribir libros más cortos, condensados. Respondí que Palinuro de México podría haber tenido alrededor de 3000 páginas y que yo había hecho un esfuerzo consciente por abreviarlo y el resultado habían sido 650 páginas.
Habría de repetir lo mismo en otras ocasiones: “Soy un escritor barroco por naturaleza, extravagante y desmesurado. Se trata de un impulso espontáneo en mí”.
En sus novelas —no se diga en Palinuro de México—, Del Paso busca agotar las posibilidades del lenguaje. El mundo es infinito y cada cosa tiene irremediablemente un solo nombre, pero Fernando quiere que tengan más y les amarra una suntuosa cauda de palabras que parece no tener fin. ¿Cometas, papalotes, cadenas, lazos, cuerdas de saltar a la cuerda? Mapa de la Vía Láctea, “José Trigo”, “Palinuro de México”, “noticias del Imperio” se multiplican en la hoja de papel, mientras Del Paso insiste, saca tinta del fondo del río. Que la tinta fluya como la sangre es el reto del escritor; que una palabra conduzca a la otra es el triunfo de Del Paso. Me hace pensar en esos listones largos que las mujeres cosían sobre su sombrero y llamaban: “Suivez-moi-jeune-homme”. Así lo seguimos a él, tarareándolo. Del Paso dijo en alguna ocasión: “Una buena página es aquella que puede ser leída y disfrutada en voz alta. Su sonido es lo que realmente importa…”.
Una mañana en que fui a visitarlo a casa de uno de sus parientes en la avenida Altavista, me dijo:
—Sabes, Elena, que si Carlota enloqueció muy joven a los 27 años, murió 60 años después a los 86 años, en 1927, que es el año en que Al Jolson hace la primera película de habla, sí, la primera película hablada, y Charles A. Lindbergh atraviesa el Atlántico.
—Por lo tanto, Fernando —repuse—, habría la posibilidad técnica de que Carlota, a los 86 años y con su gorrita de dormir, regresara a México en avión para pedirnos cuentas a todos.
—Sí —rio—, habría esa posibilidad. Es increíble, ¿verdad?
—Y, ¿no se te ha ocurrido escribirla?
—Yo no podría inventar más alrededor de eso porque le restaría valor a lo que de veras sucedió; porque en la propia historia del Imperio hay anécdotas más truculentas, surrealistas, grotescas y fantásticas que el regreso de la emperatriz Carlota en avión en los veinte o los treinta…
Del Paso ha escrito novelas de un calibre tal, que sería merecidamente canónico si tan sólo hubiera escrito una sola. Así como lo ven aquí sentado, Del Paso es uno de los mayores escritores mexicanos, un digno merecedor del Premio Cervantes, que seguramente otros obtendrán en el futuro.
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