Por siempre. Caroline Anderson

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Название Por siempre
Автор произведения Caroline Anderson
Жанр Языкознание
Серия Bianca
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788413751184



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cazuela.

      –¡Arroz en bolsas!

      –¿No te gusta? –preguntó consternado.

      –Me encanta. Me recuerda a la universidad.

      Agarró la taza que él le ofrecía generosamente.

      –¿Te sientes mejor después de haber dormido?

      –Sí, gracias –dijo él en un tono cortante que ella ignoró por completo.

      –Parecías agotado. Por eso no quise despertarte.

      Él se ruborizó, como si lo hubieran sorprendido en un terrible acto de debilidad. Quizás se sentía vulnerable, no le gustaba la idea de que lo hubiera visto dormido.

      –Lo necesitabas –continuó ella–. ¿Cuándo ha sido la última vez que has dormido toda la noche?

      –No lo sé.

      –Bien. Pues yo me encargaré de todos los avisos que lleguen por la noche para que te puedas recuperar para el viernes, ¿de acuerdo?

      –Realmente, no es necesario que te quedes aquí –protestó una vez más–. No es que no valore tu ayuda, pero me las puedo arreglar yo solo.

      Holly sonrió.

      –Por supuesto, cómo no.

      Agarró el plato en el que había servido el guiso y se lo acercó a la nariz. ¡Tres hurras por la señora Hodges! Aquella delicia bien valía un hombre gruñón, dos perros, un gato y mucho trabajo.

      Si cada noche aquella iba a ser la recompensa a un duro día, podría vivir con ello.

      Sus dos habitaciones eran cómodas y agradables, que era justamente lo contrario de lo que podría decir de Dan .

      Después de cenar y tomar café en la cocina, descartó cualquier vana esperanza de ser invitada a una segunda taza en el cuarto de estar del doctor Elliott.

      –Hasta mañana –dijo él, sin dar opción a más–. Despiértame si es necesario.

      Se fue a su rincón privado y cerró la puerta. La dejó allí, con la taza en la mano y la boca abierta.

      ¡Estupendo!, se dijo ella. Subió a su habitación y decidió deshacer la maleta y ver la televisión tranquilamente en su correspondiente cuarto de estar.

      «Noche Vieja y aquí estoy, sola, y en manos de un desagradecido y desagradable doctor, con peor carácter que un cocodrilo», pensó. «¡Y encima he elegido yo estar en esta situación!»

      En otras circunstancias, se habría reído. Pero la soledad no era un buen aliado del sentido del humor.

      Se recordó a sí misma que estaba allí para ayudar a aquel pobre hombre que había estado trabajando sin descanso y sin ayuda durante demasiado tiempo. ¡Cómo podía estar quejándose por unos minutos de soledad!

      El problema era que no estaba acostumbrada a ese vacío. En algún momento de su vida pensó que le agradaría estar consigo misma y nada más. Pero las pocas ocasiones en que había tenido que vivir o estar en soledad no le había resultado nada agradable. Le resultaba imprescindible tener cerca a alguien con quien hablar, a quien sonreír, con quien compartir una taza de té. Se preguntó cómo sería vivir del modo que lo hacía Dan. ¡No le extrañaba que tuviera tantas mascotas!

      Los perros ladraron e, inmediatamente después, se oyó el timbre de la puerta. Holly bajó corriendo las escaleras.

      Dan ya había atravesado la cocina y se dirigía a la consulta cuando ella llegó.

      –¡Perdón, este es mi trabajo! –dijo ella con una sonrisa.

      –Pero…

      –Pero nada –lo cortó ella firmemente y lo apartó con la mano. Abrió la puerta.

      La mujer que esperaba en la puerta se sorprendió ante tan concurrida bienvenida. Miró a Holly con desconcierto durante unos segundos, hasta que finalmente se dirigió a Dan.

      –Hola, doctor Elliott –dijo ella–. Querría que viera a Becky. Lleva tosiendo toda la tarde y al acostarla se ha puesto mucho peor.

      –Por supuesto, pase señora Rudge.

      Dan posó suavemente una mano sobre el hombro de Holly y la quitó de en medio para que la mujer entrara y lo siguiera hasta la consulta.

      –Por cierto, esta es la doctora Blake –dijo él–. Me va a ayudar durante una temporada.

      La señora Rudge sonrió cortésmente a Holly, pero sin perder de vista ni un momento a su hija. Dan colocó a la niña en la camilla.

      –Casi se ahoga. Cada vez que tose hace un ruido muy fuerte al respirar… lo ve, así….

      La niña, que debía de tener unos cinco años, según le calculó Holly, comenzó a toser. De pronto, parecía que no podía soltar el aire que había contenido en sus pulmones.

      Holly no se lo pensó dos veces. Al ver que la niña no respiraba, se acercó, agarró a la pequeña, le apretó el pecho y liberó el aire contenido.

      –Dan, pon la tetera –le dijo, sin ni siquiera mirarlo.

      –Ya está puesta –le respondió–. Bien, Becky, creo que tienes tosferina. ¿Está vacunada?

      La señora Rudge asintió.

      –Sí. La vacunamos cuando era un bebé.

      –Bien, me alegro, porque la ha agarrado muy fuerte.

      –¿Cómo puede tener tosferina si está vacunada?

      –A veces ocurre. Pero de no estar vacunada sería mucho peor. Vamos a la cocina.

      Fueron todos juntos hasta allí. La tetera estaba hirviendo.

      Mientras Holly situaba a la mujer y a la niña en un lugar adecuado, Dan echó el agua hirviendo en un cacharro y puso unas gotas de mentol y eucalipto.

      Rápidamente el vapor oloroso llenó la habitación.

      Dan llevó el recipiente junto a la niña, le cubrió la cabeza con una toalla y le pidió que aspirara con fuerza.

      Tosió varias veces, pero dejó de ahogarse y se liberó de parte de la mucosidad que estaba atrofiando sus pulmones.

      Mientras tanto, Holly preparó té y lo sirvió en tazas. Al observar a Dan en acción se dio cuenta de que era un hombre realmente atractivo. Se preguntó qué aspecto tendría sin esas gafas y con una ligera sonrisa dibujada en los labios.

      Tampoco era momento de reír.

      –¿Alguna vez vomita? –le preguntó a la mujer.

      –Sí, cuando tose mucho.

      –Manténgase alerta. Va a tener que dormir con ella, para ayudarla a respirar si le viene un ataque fuerte. No es que tenga peligro real, pero los pequeños se asustan mucho cuando les ocurre.

      –Los padres también –dijo la señora Rudge.

      –Sí, lo sé –le puso la mano en el hombro y la mujer sonrió con afecto y respeto–. No se preocupe. No vamos a permitir que le ocurra nada a Becky. Se pondrá bien. Evite las corrientes y que no respire ningún tipo de humo, ni de chimenea, ni de cigarrillos, ya sabe. Tendrá que ponerle vapor varias veces al día.

      –¿Con ese olor?

      –Sería lo ideal. ¿Tiene algo de esto en casa?

      La mujer dijo que no con la cabeza.

      –Llévese este bote. Yo tengo más. Si vomita con mucha frecuencia, avíseme. En ese caso habría que llevarla al hospital. Haga que beba líquidos continuamente. Déle de comer poco y a menudo, para que su estómago no tenga que hacer grandes esfuerzos. ¿De acuerdo?

      Le quitó la toalla de la cabeza a la niña y sonrió.

      –¿Qué tal?