Название | La industria del creer |
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Автор произведения | Joaquín Algranti |
Жанр | Философия |
Серия | |
Издательство | Философия |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789876912976 |
Todo esto quiere decir que no todas las tradiciones religiosas les imponen las mismas condiciones de acción a sus productores culturales. El repaso anticipado de los casos que ustedes podrán leer en todo su desarrollo muestra que los productores culturales tienen grados estructuralmente variables de autonomía según se trate de tradiciones y organizaciones religiosas como la evangélica o la católica. Pero incluso podemos encontrarnos con un caso como el de Deva’s o de Stamateas. En estos casos tenemos una producción que genera institución religiosa como consecuencia de una orientación cultural que los precede. Así nos encontramos con un hecho: ser fiel a la institución no significa siempre lo mismo por que las instituciones, una vez que salimos de la presunción de que el catolicismo es el metro patrón de la organización religiosa, revela modelos muy diversos. No es éste el espacio para explorar y sistematizar todas las dimensiones. Pero sí podemos capitalizar para nuestro análisis el hecho de que algunas instituciones permiten, de forma estructural, mayores grados de autonomía a sus agentes.
Hemos partido del hecho de que los productores culturales están tensados entre la institución-tradición y el mercado. Pero, de la misma manera que hemos demostrado que la institución obliga de maneras muy variables a repetir la tradición, también es variable la influencia del mercado: éste, en algunos casos obliga a repetir, en otros permite innovar, como veremos a continuación.
El mercado no es sólo cantidad
¿Qué quiere decir que los productores culturales se orientan al mercado? En principio, que buscan realizar la mayor cantidad de ventas posibles. Que apuntan a la ganancia y por lo tanto otorgan importancia y prioridad a aquello que la gente quiere leer u oír. Ahora bien, el mercado, entendido como la demanda, más allá de sus heterogeneidades puramente económicas y su inmensidad, no es amorfo ni acepta cualquier cosa por imposición, justamente porque es una demanda cualificada, segmentada, constituida por motivos que se construyen culturalmente y con los cuales la industria cultural (sobre todo si apunta a nichos tan específicos como el religioso), no puede relacionarse sin diálogo ni formaciones de compromiso que se expresan en la propia producción cultural. En ese sentido resulta llamativo que, cuando los productores culturales se orientan al “mercado” tomando alguna distancia de las prescripciones ortodoxas de su organización religiosa, no lo hacen aleatoriamente. Se orientan respondiendo a una demanda. Ahora bien, ¿cómo funciona esa demanda? Esa demanda no posee tantas formulaciones como sujetos y tiene un modo dominante y abarcativo en la demanda de una literatura que en las etiquetas aparece dispersa, pero en los contenidos y en los usos aparece recurrentemente combinada. Entre los géneros más leídos se encuentran los religiosos y la autoayuda, y si se atiende a los contenidos se puede ver hasta dónde, por ejemplo, el cristianismo, las nociones de superación personal y positivismo anímico dialogan en autores que han sido best-seller en el último lustro como Ari Paluch, Claudio María Domínguez o el citado Stamateas. Y esa misma combinación puede observarse en las bibliotecas personales: como me ha sido posible comprobar en mi investigación empírica, es altamente probable que el consumo de uno y otro género sean correlativos.
El campo de esa literatura se ha formado en miles de aproximaciones entre editores, autores y lectores, y hoy tienen amplitud, estabilidad y patrones de gusto y dinamismo que sirven como señales al lanzamiento de nuevos productos. Lo que quiero subrayar con esto es que la producción de los productores culturales, cuando se deja llevar por el mercado, no se deja llevar por una multiplicidad de agentes atomizados que resuelven de acuerdo con criterios de maximización de un mismo placer por el precio más barato. Los bienes religiosos no ofrecen placeres tan fácilmente ecuacionables unos por otros (quien quiere cruces no necesariamente aceptará mandalas). La orientación al mercado que puedan tener los productores culturales no es, en consecuencia, una orientación aleatoria o infinitamente variable. Orientarse al mercado en la producción cultural es orientarse hacia algunas demandas prevalentes, hacia algunos significados, contenidos y formatos privilegiados por los públicos que en lo único en que actúan como racionalmente es en el momento de hacer economías, pero que se orientan antes por preferencias de sentido socialmente construidas. Y si uno retiene qué es lo que domina en el mercado, podrá entender por qué una parte de los productores culturales de las iglesias, específicamente aquellos que pertenecen a tradiciones organizativas menos rígidas, se orienta en la dirección en que se orienta. En el mercado –de forma transversal a lo que se considera autoayuda, religión, esoterismo– se presentan de forma recurrente las más variadas operaciones destinadas a que los sujetos tomen conciencia de sí, de sus hábitos, de las formas en que deben romper los automatismos de su actuar y asumir cuáles son las fuerzas que los llevan a actuar de maneras autodestructivas: la expectativa de transformación personal, tramitada como reflexión sobre el sí mismo y que resulta con el concurso de fuerzas que no son sólo las propias sino las de “la vida”, “la armonía entre los seres”, la gravitación conjunta de las intenciones de las personas, los elementos y las divinidades inmanentes.
Un caso extremo de esto que decimos podría ser el que trata en este libro Leandro Rocca. Se trata del caso del Bernardo Stamateas, quien realiza toda su obra de literatura espiritual no sólo a distancia del consenso de los evangélicos sino también de lo que opinan en la congregación que él mismo dirige. Stamateas, que viene de un contexto institucional que favorece la autonomía, elige orientarse por el mercado (acomodando su producción a una demanda que además ayuda a reforzar puesto que, más precisamente, desarrolla una literatura espiritual que va mucho más allá de ofrecer nuevos formatos de experiencia evangélica a los que ya lo son o a los que puedan llegar a serlo). Stamateas se deja llevar por una serie de temáticas que tienen que ver con la psicología, la sexología y, más en general, con doctrinas que llevan a los sujetos a reflexionar sobre su acontecer, a monitorear sus comportamiento, a transformarse a sí mismos en interacciones con otros sujetos o entidades que incluyen un nivel espiritual (pero ese nivel espiritual no es exactamente el de la espiritualidad evangélica, aunque sería una disputa teológica enorme e imposible de resolver la de definir si la espiritualidad que propone no es “de ninguna manera evangélica”). En su función de literato, Stamateas engendra un sacerdocio que excede, amplía e incluso redirecciona su acción como pastor evangélico de una comunidad de creyentes en una iglesia a una comunidad interpretativa que son sus lectores. Sin dejar de pertenecer a un grupo religioso, actúa con el máximo grado de autonomía y orientado por el mercado, pero se aviene a una forma espiritual que constituye un modo previamente dominante en ese mercado.
Si hemos dicho que las industrias culturales inciden en el campo religioso fortaleciendo los supuestos de la Nueva Era es porque, justamente, hemos tenido en cuenta que hechos como el de Stamateas representan las tendencias más presentes en el cruce de industria cultural y religión, y porque sus supuestos se imponen incluso a productores culturales católicos o evangélicos. Esto no implica, como ya dijimos, que las industrias culturales no dinamicen otros supuestos religiosos, pero hay algo en lo que la retroalimentación Nueva Era-industria cultural parece insuperable: sólo en esa intersección se da que la máxima autonomía de los agentes se combina con una altísima presencia y realización de ventas. Y sólo en el caso de la Nueva Era se da el que una visión religiosa se funda en mayor parte o en su totalidad en productos de industria cultural antes que en formatos institucionales propios de las iglesias clásicas.
Dijimos al inicio de este punto que los productores culturales aparecen tensados entre la tradición y el mercado. Si agregamos a ello el resultado de este recorrido, nos encontraremos con que esa tensión se enriquece sumando dos hechos. Primero, que “tradición” es un término que implica variaciones derivadas del grado de autonomía que permiten las diversas iglesias. Segundo, que “mercado” implica variaciones derivadas de la configuración de la oferta de motivos para “creer”. El cuadro que emerge sería uno en el que las orientaciones por la tradición o por el mercado se subdviden por el grado de autonomía que les permiten sus propias instituciones y se cualifica por la afinidad con algunos motivos dominantes en el juego de oferta y demanda simbólica.
Conclusión