El bullerengue colombiano entre el peinao y el despeluque. Martha Ospina Espitia

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del pasado con aquellos de un presente futurista originado en diversos lugares del planeta. Así vistas, la pluralidad cultural y temporal conviven en la danza tradicional/folclórica generando múltiples respuestas y estrategias encaminadas a atender las situaciones derivadas de tal diversidad. Los cultores del folclore y de la tradición se adaptan a los requerimientos de mercados, escenarios y públicos y, a la vez, suscitan cuestionamientos que van desde la tarea de rescate y salvaguardia de lo vernáculo, hasta el ejercicio de puesta en escena de la tradición como obra de arte, pasando por metodologías contemporáneas de creación y sus respectivos requerimientos formativos.

      La tensión entre artistas se complejiza dados los diferentes ingredientes que configuran su quehacer: 1) la danza como práctica viva y política, 2) la danza como práctica artística, 3) la danza como práctica de los folclorismos y 4) la danza como práctica de consumo desde las industrias culturales. Pareciera entonces que ya no es prudente establecer territorios excluyentes ni valores de verdad absolutos que definan quién tiene o no la razón frente a lo que es o no es folclore auténtico en la danza tradicional colombiana. No se trata tampoco de estimular en los hacedores de danza el copiar o experimentar mezclas azarosas para seguir vigentes en el mercado o en los concursos. Observar la complejidad de esta manifestación corpo-oral y establecer mecanismos incluyentes que fomenten la investigación, la formación y la creación se vuelven acciones fundamentales para propiciar la construcción de un sistema donde todos y cada uno de sus cultores se vean reflejados con dignidad, respeto y reconocimiento de su gremio y donde el ejercicio del cuerpo danzado adquiera un nuevo significado atendiendo al lugar fundamental que tiene en la expresión y formación de las sensibilidades de los sujetos culturales.

      Experiencias personales y certezas ganadas en mi encuentro con la práctica danzaria

      DANZA COMO PRÁCTICA CENTRAL EN LA RECUPERACIÓN PSICOLÓGICA Y SOCIAL

      Mi práctica dancística y las vivencias que de ella surgieron me proporcionaron un lugar de experienciación que, junto con los permanentes cuestionamientos a las metodologías ortodoxas, condujeron mi manera de estar y deambular por búsquedas alternas que me llevaron por la práctica terapéutica antiinstitucional en una comunidad antipsiquiátrica instalada en la Bogotá de la década de 1980. En aquel lugar surgió mi exploración de la biodanza, mi cuestionamiento por otras formas de conocimiento como alternativa de realización personal desde el arte y, en suma, mi interés por la danza como práctica central en la recuperación psicológica y social, su lugar en los procesos de formación humana y el cuestionamiento por la profesionalización de su estudio y práctica. Ver la danza en su carácter artístico y terapéutico me permitió intervenir con nuevas herramientas en trabajos con indigentes callejeros, niños maltratados y adolescentes en formación. Mis indagaciones me llevaron a profundizar en el conocimiento de la danza como expresión del ser, como ámbito de experiencia y encuentro humano, como ritual sagrado y como acto creativo.

      Desde tiempos primigenios, el ser humano ha intentado hacer corresponder dos clases de ritmo: el ritmo propio con el del universo, el del microcosmos con el del macrocosmos. De sus propios gestos y actitudes, la humanidad sacó los otros elementos con significado ético que componen la danza: amor, odio; afirmación, negación, etc. Estos forman parte esencial de danzas elementales de reverencia al ser supremo, siempre unidas a la música:

      La danza es una de las manifestaciones de la vida humana que mejor refleja el sentimiento religioso, los perfiles de la vida social, las expresiones más tranquilas e inocentes y el desenfreno y relajación de costumbres públicas y privadas. Ha patentizado siempre los grupos de refinamiento social de un pueblo y ha sido una expresión eterna de la cultura y tendencia ética de cada una de las razas […] Al participar la danza de la vida de la humanidad desde sus orígenes, nace del hombre para el hombre, en él germina y en él progresa. (Medina, en Ospina 1987, 9)

      Mirar con más detalle la práctica danzaria dentro del ámbito terapéutico y educativo me permitió valorarla no solo como expresión artística, sino también como una expresión humana con dimensiones y posibilidades complejas:

      La danza puede definirse como la expresión espontánea de los músculos bajo la influencia de alguna emoción intensa, como la alegría social o la exaltación religiosa. También puede definirse como combinaciones de movimientos armoniosos realizados solo por el placer que ese ejercicio proporciona al danzante o a quien le contempla. Se trata de movimientos cuidadosamente ensayados que el danzante pretende representen las acciones y pasiones de otras personas. En su sentido más elevado, parece ser para el gesto prosa lo que el canto para la exclamación instintiva de los sentimientos. (Smith y Filson, en Leese y Packer, 1991, 15-16)

      He observado que la práctica danzaria en general y la práctica de la danza folclórica en particular, bien sea en ámbitos cotidianos, terapéuticos o formativos, se puede poner al servicio de la transformación existencial, o cuando menos experiencial, de seres humanos violentados, abandonados o segregados de la dinámica social. Danzar con niños y jóvenes víctimas de la violencia y el abandono, indigentes callejeros y pacientes de entornos psicoterapéuticos ha afianzado en mí la inquietud por el potencial transformador de la experiencia danzaria a partir de la mutación perceptiva generada por entornos y prácticas mediadas.

      LA TENSIÓN ENTRE LAS PRÁCTICAS ACADÉMICAS DEL ARTE DANZARIO Y LA PRÁCTICA VIVA DE LA DANZA

      El folclore y la creación danzaria fueron la materia prima de mi quehacer como bailarina en salones de ensayo y escenarios. Ambos constituían el elemento formativo desde el cual se me interrogaba en mi tarea pedagógica, dado que en aquel momento se hacía relevante para muchos de los estudiantes de la danza folclórica dominar un número elevado de coreografías aprobadas por directores de grupos famosos y que dieran cuenta de la “verdadera” tradición de los pueblos que habitaban el país. Esta tradición se diferenciaba de las recreaciones folclóricas hechas para los modernos escenarios, que causaban resistencias entre los cultores de las formas ancestrales que portaban el sentido original. Busqué de muchas formas dar respuesta a estos requerimientos, lo que me condujo a diversos lugares de mi país. Poco a poco fui encontrando la gran multiplicidad de versiones, recreaciones y nuevas danzas que se generaban en medio de fiestas, carnavales, concursos y reinados que convivían con prácticas no coreografiadas y vivas en la cotidianidad de los pueblos. En este contexto, el debate por la-verdadera-danza-folclórica estaba a la orden del día: giraba en torno a los contenidos que debían enseñarse y a las experiencias que debían conducir al aprendizaje de los “verdaderos” movimientos y coreografías de la tradición danzaria de nuestros pueblos, bajo el supuesto de que había una sola forma-verdadera en ellos que portaba el sentido original de sus contenidos.

      Me preguntaba entonces qué ocurría con las variaciones de “lo vivo” en la cultura y su movilidad en el tiempo y en el espacio, si los estudiantes deberían tan solo repetir coreografías o si acaso no les concernía también interrogarse acerca de la problemática de la práctica danzaria. Particularmente, inquiría por la diferencia entre la danza del folclore de los escenarios y la tradición danzada viva en la cotidianidad de nuestros pueblos o por la formación y entrenamiento para la interpretación de una danza tan variada en símbolos, contenidos, orígenes y devenires como es la de Colombia. Me resonaba el cuestionamiento por la diferencia que había entre los artistas bailarines y los bailadores de la tradición y entre la práctica viva de la danza, la práctica folclórica y las obras creadas como arte escénico. De igual manera, me asombraba que “la obra” o el concurso fuesen los únicos lugares de legitimación de los hacedores de danza tradicional y, con cada nueva visita a los festivales, me preguntaba si acaso el sentido existencial del performance de la tradición realmente se mantenía en la cuestionada competencia de los concursos.

      El devenir por los caminos de formación de profesionales de la danza en las universidades portaba de suyo otros interrogantes que poco a poco condujeron a nuevas búsquedas.3 Frente a todo esto, me cuestionaba, en suma, dónde quedaba el “sentido original”, primigenio, del encuentro creativo y el compartir en comunidad que soportaba la transmisión de conocimientos ancestrales y daba forma identitaria a las personas e intercambios humanos, y cómo generar estas vivencias y estas formas corpo-orales en