Название | El Aroma De Los Días |
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Автор произведения | Chiara Cesetti |
Жанр | Историческая литература |
Серия | |
Издательство | Историческая литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788835411314 |
Al crecer Antonino mantuvo la tranquilidad que lo había distinguido desde siempre y demostraba más amor por la vida del campo.
Siempre había sido voluntarioso. Durante las vacaciones de verano y los días de fiesta ayudaba en el campo. Se levantaba por la mañana temprano, antes del amanecer, contento de poder compartir con el padre los primeros momentos de soledad de la casa, casi como buscando con él una complicidad sin trabas. Todavía un niño se interesaba por el desarrollo de los trabajos y por los turnos de las bestias que se llevarían a los campos. Creciendo se había alejado de los juegos con Clara que, por su parte, cada vez permanecía más tiempo en su habitación leyendo, apartada de aquellos trabajos femeninos que las tías habían intentado, inútilmente, enseñarle.
A Antonino le gustaban sobre todo los caballos que los Barrieri criaban en estado salvaje, en el bosque. En el momento de la doma, la manada de animales era llevada a campo abierto y encerrada en un recinto; no se habría perdido ese espectáculo por nada del mundo. Semanas antes comenzaba a pedir a su padre que le dejase faltar a la escuela para asistir a ese evento. Giovanni consentía de buena gana, complacido por esta pasión, pero no lo demostraba porque…
–… antes de nada la escuela… pero por esta vez ―y sonreía para sus adentros por la doble alegría del hijo: un día de vacaciones y el espectáculo de la doma.
La doma ocurría habitualmente en mayo. Las mañanas eran todavía frescas, luminosas, con aquella claridad que prometía ya el verano. Los hombres, montados en sus caballos con una larga pértiga de madera en la mano y una gruesa cuerda colgando del hombro, calzaban robustas botas y vestían anchas chaparreras de cuero. Con los primeros rayos de sol se dirigían en fila hacia el bosque, silenciosos y preparados para una jornada de trabajo distinta de las otras, animados por un desafío en el que no existía la incertidumbre del resultado sino la destreza del hombre, para demostrarla a sí mismos y a los otros. Casi una fiesta.
Antonino la noche anterior no pegaba ojo, nervioso y atento a los ruidos de la casa, preocupado por si se olvidaban de él. Antes del amanecer ya estaba preparado. Bajaba a la cocina con el estómago cerrado por la agitación y no conseguía comer nada. Giulia preparaba para los hombres la comida para llevar y añadía alguna cosa para él.
–… para comer dentro de un rato ―le decía.
Veía al hijo radiante a la espera de aquel día y se alegraba por él. Antonino se movía en aquellas primeras horas de la mañana, casi las últimas de la noche, con energía, ansioso por salir. Con los ojos incitaba al padre para que se diese prisa, a levantarse de la mesa, a no perder tanto tiempo. Cuando Giovanni, después de haber acabado separaba apenas la silla de la mesa él ya estaba fuera de la puerta. Lo precedía en cada uno de sus movimientos. Giulia sonreía mirándolo y, antes de que se alejasen, no conseguía contener unas últimas palabras.
–Ten cuidado… ―una recomendación dirigida al hijo que también subrayaba otras mil al padre ―Te lo ruego, mira que no corra riesgos, si va a caballo haz que monte el más dócil, no lo mandes solo… ―y otras que podría haber añadido y que no era necesario formular. Sabía que a Giovanni no le gustaba que las repitiese como si fuese un inconsciente que habría dejado correr al muchacho riesgos inútiles. Les bastaba una mirada para decírselo todo.
Escuchaba preparar la carreta y en la oscuridad que comenzaba a aclararse los veía alejarse juntos. Oía a Giovanni incitar en voz baja al caballo y el ruido tan familiar del trote sobre la gravilla del camino. Observaba desde detrás de las ventanas sus figuras sentadas juntas en el pequeño asiento, hasta que desaparecían en la luz incierta. Todavía sentía dudas durante unos momentos, incluso cuando ya no los veía o no ya no quedaba más que el eco de aquellos ruidos, manteniendo una satisfacción que la colmaba y de la que era difícil sustraerse para comenzar una jornada a la espera de su regreso.
En el campo los hombres ya estaban preparados y esperaban para partir todos juntos. Giovanni y Antonino los seguían con la carreta. En cuanto el hijo fue bastante grande le preparó un caballo… el más anciano, el más tranquilo… como quería Giulia y el muchacho se marchaba al bosque con los otros.
Ya habían pasado unos años desde la primera vez pero para Antonino siempre era como la primera. Sobre el caballo, que con el tiempo había cambiado por un joven mestizo brioso y robusto, tenía siempre la sensación de dominar el mundo. Sentía los músculos tensos y poderosos de la bestia controlados por el agarre de sus muslos y en el trote ligero percibía su fuerza contenida. Su cuerpo absorbía la vitalidad del animal que seguía con destreza las órdenes apenas indicadas por el movimiento de las bridas. Se hablaba poco en aquellas primeras horas de la mañana, las palabras necesarias que no podían ser sustituidas por gestos. Durante el trayecto, que desde el campo conducía al bosque, el caballo no necesitaba ser guiado, caminaba primero y los demás iban detrás, en fila india, con la marcha de quien no tiene prisa y sabe dónde tiene que ir. El caballista se movía al ritmo del animal cubierto por el negro y pesado manto de vaquero y disfrutaba del aire fresco y los colores del alba. Cuando el campo abierto dejaba el puesto al bosque, el sendero se hacía estrecho y tortuoso entre los arbustos de madroño, mirto y romero. Las ramas más bajas de los árboles rozaban a los hombres que se las apañaban alejándolos o bajando el cuello sobre el animal. Dispersados en varias direcciones congregaban a los caballos salvajes y los conducían al punto del que habían partido. Allí comenzaría la doma.
Los jóvenes potros ,que seguían a un animal más viejo que reconocían como líder, recorrían el trayecto estimulados y guiados por los gritos de los vaqueros. El aire se animaba de relinchos y de voces y los caballos salían en pequeñas manadas del monte, desorientados, atemorizados por los reclamos y por el toque decidido de los bastones, girando alrededor de un jefe de manada en el que buscaban seguridad, los grandes ojos húmedos inquietos y las hermosas cabezas que sacudían nerviosas las crines. En cuanto estaban fuera del bosque los hombres los reunían en una única manada. Con silbidos y voces los guiaban al interior de un gran recinto y los potros advertían que aquellas vallas los aprisionarían para una vida distinta, donde acababa la libertad y los juegos entre compañeros, donde se acababa el bosque y comenzaba el campo. Llegados a ese punto estaban los vaqueros que comenzaban su juego y uno a uno los potros eran llevados hacia un recinto más pequeño y comenzaba la doma.
De pequeño Antonino se apoyaba sobre la valla y observaba asombrado al joven animal que era obligado a correr en redondo. Los hombres lanzaban las cuerdas alrededor del cuello del potro impaciente, atemorizado y furioso hasta que le abandonaban las fuerzas. Derrotado, con los ojos casi fuera de las órbitas y el manto brillante de sudor, cedía a la habilidad de los hombres y se sometía a su poder. En esos momentos Antonino sentía un vago sentimiento de tristeza, como si aquel ser primitivo hubiese perdido su virginidad, forzado a abandonar la parte de naturaleza pura que vivía en él, para entrar a formar parte de un mundo de reglas al que, inicialmente, no había sido destinado.
Aquella jornada permanecía por mucho tiempo en los ojos del niño y al volver a casa describía entusiasmado las maravillas del recorrido a la madre y a las tías. Giulia sonreía complacida por su entusiasmo, Clara no entendía de dónde venía tanto emoción y los gemelos ni siquiera prestaban atención.
Capítulo VI Rudi en el hospital
Cómo había llegado al hospital, Rudi no lo sabía. Se hallaba en una cama, con el hombro vendado y dolorido, rodeado por otros soldados heridos.
La primera impresión que tuvo cuando consiguió abrir los ojos fue la náusea que desde el estómago subía hasta la garganta dándole la sensación de deber vomitar a cada momento, sin conseguirlo. No distinguía lo que tenía alrededor. Sentía cada ruido como lejano y fastidioso, el cual era rechazado por la mente todavía ofuscada por el éter. Luego, poco a poco, afloraron los gemidos y los lamentos de los que estaban en torno a él. Soñó que se encontraba en una trinchera donde, dentro del lodo que se pegaba a los zapatos y convertía cada movimiento en difícil, también era difícil mover los brazos. Cada gesto provocaba un dolor atroz y el hedor de los cadáveres que desde hacía días, inmóviles, con los rostros deshechos por la putrefacción y los cuerpos descompuestos sobre