Los novios. Alessandro Manzoni

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Название Los novios
Автор произведения Alessandro Manzoni
Жанр Языкознание
Серия Ópera magna
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788432152399



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      En seguida vuelve atrás, se asoma a la puerta de la escalera, aplica el oído, y todo es soledad y silencio. Deja en el piso bajo otros dos centinelas y hace que le siga el Gritapoco, un bravo de la ciudad de Bérgamo, que era el que debía amenazar, acallar, mandar, en una palabra, ser el que hablase, a fin de que su dialecto hiciese creer a Inés que la expedición venía de aquel país.

      Con este valentón al lado y los otros detrás subió el Canoso la escalera muy de quedo, echando un voto para sí a cada escalón que rechinaba y a cada pisada de aquellos bribones que metía algún ruido.

      Llegado arriba, «aquí está la liebre», dijo entre sí, y empujando suavemente la puerta de la primera pieza, mete la cabeza y encuentra oscuridad, aplica el oído para oír si alguno ronca, respira o se menea; pero nadie se mueve: avanza entonces, se pone la linterna delante, para ver sin ser visto, abre de par en par la puerta, y viendo una cama corre hacia ella, pero la encuentra hecha y vacía. Se encoge de hombros, vuelve a los compañeros, les hace señal de que va a la otra pieza y que le sigan sin meter ruido. Con efecto entra en ella, hace las mismas ceremonias, y encuentra lo mismo. «¿Qué diablos es esto? —dijo en voz alta—. ¿Si alguno nos habrá vendido?» Todos entonces se ponen a buscar con menos silencio; no hay rincón que no registren trasteando por la casa de arriba abajo. Mientras estaban ocupados en la faena, los dos que guardaban la puerta de la calle oyen venir alguien hacia ella y acercarse con menudos y presurosos pasos, y suponiendo que cualquiera que sea pasará adelante, se quedan quietos sin dejar de estar prevenidos para todo evento. Cesan las pisadas a la puerta, y era Mingo que venía enviado por el padre capuchino para avisar a las dos mujeres, que por amor de Dios huyesen al instante y se refugiasen al convento, porque... El porqué ya lo saben nuestros lectores. Agarra Mingo la aldaba para llamar, y advierte que está desclavada: «¿Qué es esto?» dice para sí, y atemorizado empuja la puerta, que se abre sin resistencia. Mete un pie dentro con gran cautela, y se siente coger por ambos brazos y que en voz baja le dicen: «Si chistas, mueres.» Mingo, al contrario, da un grito furioso: uno de los bandoleros le pega un bofetón en la boca, y el otro saca un puñal para asustarle. Tiembla el pobre muchacho como un azogado, sin pensar en gritar, cuando de repente, y con otro tono, suena el primer toque de la campana, y tras de aquél otros.

      El que mal anda siempre está en brasas, dice un refrán milanés; así es que a los dos bandoleros les pareció oír en aquel toque de campanas, su nombre, su apellido y apodo, por lo cual soltaron más que de prisa a Mingo, metiéndose en la casa en donde estaban los demás. Mingo en libertad, echó a correr por la calle, tomando el camino del campanario, en donde por lo menos debía haber algunas personas. La misma impresión hizo la campana en los demás guapos. Con esto se aturden, se confunden, tropiezan unos con otros, y cada uno busca el camino más corto para coger la puerta: sin embargo, era gente a toda prueba, y acostumbrada a no arredrarse por cosa alguna; pero no pudieron mantenerse firmes contra un peligro indeterminado y que no previeron antes de que se les echase encima.

      Fue necesaria toda la superioridad del Canoso para que no se desbandase la chusma, y se convirtiese en fuga la retirada. Así como el perro que guarda una piara de cerdos, corre de una a otra parte para reunir a los que se desbandan, acometiendo a la oreja del uno, mordiendo el rabo del otro, y ladrando al más descarriado, de la misma manera atrapa el Canoso a uno que ya tocaba el umbral de la puerta, detiene con el bordón a dos que estaban cerca de ella, grita a otros que corrían sin saber dónde, tanto que al fin consigue reunirlos a todos en el corral, y aquí les dice: «¡Alto!, ¡alto! Prontas las pistolas, listos los puñales, y todos unidos marchemos: así es como se debe ir. ¿Quién queréis, majaderos, que se nos acerque estando juntos?, pero si fuésemos uno a uno, hasta los aldeanos, se os atreverían. ¡Qué vergüenza! Ea, todos detrás de mí, y bien unidos.» Después de esa lacónica arenga, se puso al frente y salió el primero. La casa, como dijimos, estaba a la salida del lugar, tomó el Canoso aquel camino, y todos le siguieron en buen orden.

      Dejémoslos ir, y volvamos unos pasos atrás para buscar a Inés y a Perpetua, que dejamos plantadas a la vuelta de cierta esquina. Inés había procurado alejar a Perpetua todo lo posible de la casa de don Abundo, y hasta cierto punto la cosa había salido perfectamente. Pero la criada se acordó de repente que la puerta quedaba abierta, y quiso volver atrás. Nada había que oponerle, e Inés para no escamarla tuvo que dar la vuelta con ella, y retroceder, haciendo sin embargo lo posible para entretenerla cada vez que la veía enfervorizada en la relación de sus malogrados casamientos. Aparentaba oírla con atención; y de cuando en cuando, para manifestar que no se distraía y alimentar la charla, decía: «Cierto, ya comprendo; va bien; claro está; ¿y luego?; ¿y él?; ¿y usted?» Pero entretanto discurría en lo interior de esta manera: «¿Si habrán salido ya? ¡Qué torpes ·hemos andado en no haber convenido en una señal para que me avisasen cuando la cosa estuviese hecha! ¡Qué torpeza! En fin, no hay remedio: ahora lo mejor es entretener a ésta, pues a turbio correr nada hay perdido sino un poco de tiempo más.»

      De esta manera, a pausas y a carreritas, habían llegado las dos mujeres a poca distancia de la casa de don Abundo, que por causa de la esquina no veían todavía. Tratándose un punto importante de la narración, Perpetua sin advertirlo se había detenido, cuando de repente llegaron tronando a sus oídos aquellos primeros gritos desaforados de don Abundo: «¡Perpetua! ¡Perpetua! ¡Traición! ¿No hay quien me socorra?»

      —¡Válgame Dios! ¿Qué será esto? —exclamó Perpetua en ademán de echar a correr.

      —¿Qué es eso?, ¿qué es eso? —dijo Inés deteniéndola por el guardapiés.

      —¡Válgame Dios! ¿No ha oído usted? —replicó desasiéndose Perpetua.

      —Pero ¿qué es? —repitió Inés cogiéndola de un brazo.

      —¡El diablo de la mujer! —exclamó Perpetua librándose de ella con un empellón, y echó a correr.

      Al mismo tiempo, más lejos y más agudos se oyeron los chillidos de Mingo.

      —¡Válgame Dios! —exclamó también Inés corriendo detrás de la otra.

      Aún no habían andado cuatro pasos, cuando el esquilón empezó sus toques, que hubieran sido espuelas, si de ellas hubiesen necesitado.

      Perpetua llegó como unos dos pasos antes, y al echar la mano a la puerta para empujarla, la abrieron de par en par por dentro, y se encontró en el umbral con Antoñuelo, Gervasio, Lorenzo y Lucía, los cuales habían dado con la escalera, la bajaron a brincos, y oyendo luego aquel tocar a rebato, corrían a todo correr para escaparse.

      —¿Qué hay?, ¿qué hay? —preguntó Perpetua jadeando a los dos hermanos, que contestaron con un empellón, y se escurrieron—. ¿Y vosotros? ¡Cómo! ¿Qué hacéis aquí vosotros? —preguntó luego a la otra pareja, así que vio quiénes eran; pero ellos también salieron sin contestar palabra.

      Para acudir Perpetua a lo más urgente, no trató de hacer mayores indagaciones, sino que entró apresuradamente en el zaguán, dirigiéndose a tientas a la escalera.

      Los dos novios medio desposados se encontraron con Inés, que fatigada y afanosa, acababa de llegar.

      —¡Ah!, ¿aquí estáis? —dijo sacando con trabajo las palabras—... ¿Cómo habéis salido? ¿Y qué es eso de la campana? Me parece haber oído...

      —A casa, a casa —interrumpió Lorenzo—, antes que se reúna gente.

      En esto llega Mingo, los conoce, se para delante de ellos, y todavía temblando, con voz casi apagada, dijo:

      —¿Adónde van ustedes? Vuélvanse aprisa y al convento.

      —¿Eres tú? —dijo Inés—; ¿qué hay? —preguntó Lorenzo—; y llena de te— rror, Lucía temblaba sin hablar palabra.

      —Que los demonios andan en casa —contestó Mingo jadeando—; yo mismo los he visto; me quisieron matar. Lo ha dicho el padre Cristóbal y ha dicho que usted, Lorenzo, vaya también al punto: y luego yo los he visto. Fortuna que los encuentro a ustedes aquí. Ya lo diré todo cuando estemos más lejos.

      Lorenzo, que era el que estaba más en su